Nacido en Oregón, en 1938, en el seno de una familia de clase trabajadora, Raymond Carver siempre fue fiel a su origen social: tanto en lo literario (sus cuentos y poemas están poblados por seres que encarnan los límites del voluntarioso individualismo que impregna al sueño americano) como en lo personal (el alcoholismo, herencia paterna, del que logró escapar en los últimos diez años de su vida). Murió a la edad de 50 años, tras una intensa y provechosa vida.
Raymond Carver: Aprender la vida
CRÉDITOS (Poema-Voz-Música):
1. Presentación – Manuel Alcaine – Bill Evans (Portrait in jazz)
2. Tu Perro se muere – Lola Orti – Bill Evans (Portrait in jazz)
3. Por la mañana pensando en el imperio – Elena Parra – Bill Evans (Portrait in jazz)
4. Donde el agua se une a otras aguas – Mª José Sampietro – Bill Evans (Portrait in jazz)
5. Lluvia – Lola Orti – Bill Evans (Portrait in jazz)
6. El poema que no escribí – Elena Parra – Bill Evans (Portrait in jazz)
7. Límites – Chus Sanjuán – Bill Evans (Portrait in jazz)
8. La pequeña habitación – María José Sampietro – Bill Evans (Portrait in jazz)
Selección poemas:
TU PERRO SE MUERE
lo atropella una furgoneta.
lo encuentras a la orilla de la carretera
y lo entierras.
te sientes mal.
te sientes mal por ti mismo,
pero te sientes peor por tu hija
porque era su mascota
y lo quería mucho.
solía canturrearle
y lo dejaba dormir en su cama.
escribes un poema sobre ello.
lo titulas un poema para tu hija
y trata del perro al que atropella una furgoneta,
de cómo te ocupaste de él,
lo llevaste al bosque
y lo enterraste hondo, muy hondo,
y el poema sale tan bien
que casi te alegras de que hayan atropellado
al pobre perro, si no, no habrías escrito
nunca ese poema.
entonces te sientas a escribir
un poema sobre la escritura de un poema
que trata de la muerte de ese perro,
pero mientras escribes oyes
a una mujer gritar
tu nombre, tu nombre de pila,
ambas sílabas,
y tu corazón se para.
dejas pasar un rato y vuelves a escribir.
ella grita de nuevo.
te preguntas cómo va a terminar esto.
POR LA MAÑANA PENSANDO EN EL IMPERIO
Apretamos los labios contra el borde esmaltado de las tazas
e intuimos que esta grasa que flota
en el café logrará que el corazón se nos pare cualquier día.
Ojos y dedos se dejan caer sobre los cubiertos de plata
que no son de plata. Al otro lado de la ventana, las olas
golpean contra las paredes desconchadas de la vieja ciudad.
Tus manos se alzan del áspero mantel
como si fueran a hacer una profecía. Tus labios se estremecen…
Te diría que al diablo con el futuro.
Nuestro futuro yace en lo más profundo de la tarde.
Es una calle angosta por la que pasa un carro con su carretero,
el carretero nos mira y vacila,
luego menea la cabeza. Mientras tanto,
rompo indiferente el espléndido huevo de una gallina de raza Leghorn.
Tus ojos se nublan. Te vuelves para mirar el mar
tras la hilera de tejados. Ni las moscas se mueven.
Rompo el otro huevo.
Seguramente nos hemos empequeñecido juntos.
DONDE EL AGUA SE UNE A OTRAS AGUAS
Me fascinan los arroyos y la música que crean.
Y las corrientes, entre prados y cañas, antes
de tener oportunidad de convertirse en arroyos.
Me fascinan sobre todo
por su sigilo. ¡Casi olvidaba
decir algo de las fuentes!
¿Hay algo más hermoso que un manantial?
Pero también me encantan las grandes corrientes.
Las bocas abiertas de los ríos cuando se unen al mar.
Los lugares donde el agua se une
a otras aguas. ¡Conservo esos lugares
en mi mente como si fueran sagrados!
Me gustan como a otros les gustan los caballos
o las mujeres atractivas. Me pasa una cosa
con esa agua fría y veloz.
Sólo con mirarla se me acelera la sangre
y se me eriza la piel. Podría sentarme
a mirar estos ríos durante horas.
Ninguno es igual.
Hoy tengo 45 años.
¿Me creería alguien si le dijera
que una vez tuve 35?
¡Mi corazón seco y vacío a los 35 años!
Tuvieron que pasar cinco años
antes de que empezara a latir de nuevo.
Me tomaré todo el tiempo que quiera esta tarde
antes de dejar mi sitio en la orilla del río.
Me gustan, me encantan los ríos.
Me encantan desde su fuente.
Me encanta todo lo que crece en mí.
LLUVIA
Me desperté esta mañana con
unas ganas tremendas de quedarme todo el día en la cama
leyendo. Luché contra ello durante un rato.
Me asomé entonces a la ventana y estaba lloviendo.
Y me rendí. Me dediqué por entero
al cuidado de esta mañana lluviosa.
¿Viviría mi vida otra vez?
¿Con los mismos errores imperdonables?
Sí, a la mínima posibilidad que tuviera. Sí.
EL POEMA QUE NO ESCRIBÍ
Aquí está el poema que iba a escribir
antes, pero que dejé
porque te levantabas.
Estaba pensando otra vez
en aquella primera mañana en Zúrich.
Nos levantamos antes del amanecer.
Durante un instante no sabíamos dónde estábamos.
Salimos al balcón que daba
al río y a la parte vieja de la ciudad.
Allí estábamos, sin más, callados.
Desnudos. Viendo cómo se aclaraba el cielo.
Tan conmovidos y tan felices. Como si
nos hubieran colocado allí
justo en aquel momento.
LÍMITES
Todo el día disparándoles a los gansos
desde un escondite en la cima
de la barranca. Reventando una bandada
tras otra, hasta que el cañón de las escopetas
nos quemaba al tocarlo. Los gansos
llenaban el frío plomizo del aire. Pero
no nos quedamos en nuestro límite.
El viento desviaba los disparos
a cualquier sitio. A media tarde,
teníamos cuatro. Dos nos sacaron
del límite. Sedientos, nos sacaron
del escondite y nos llevaron por una sucia carretera
junto al río.
Hasta una granja de mala pinta
rodeada de áridas extensiones de
cebada. Donde, casi al atardecer,
un hombre al que le faltaban trozos de piel
en las manos nos permitió refrescarnos
con un balde en el porche.
Luego nos preguntó si queríamos ver
una cosa – un ganso canadiense que tenía
vivo en un barril al lado
el granero. El barril tapado
con alambre, revestido por dentro
como una pequeña celda. Le había roto
el ala con un disparo desde lejos,
dijo, luego lo atrapó
lo metió en el barril.
¡Había tenido una idea genial!
Utilizaría aquel ganso como reclamo.
Con el tiempo lograría
la cosa más endemoniada que él hubiera visto.
Atraería a otros gansos
que revolotearían a la altura de su cabeza.
Tan cerca que casi podría tocarlos
antes de dispararles.
A este hombre nunca le faltarían los gansos.
Y por eso le da al suyo
todo el maíz y la cebada
que pueda comer, y un barril
para vivir en él, y para cagar en él.
Me quedé mirándole largo rato y,
sin moverse, el ganso me devolvió la mirada.
Con su mirada me decía
que estaba a salvo. Luego nos fuimos,
mi amigo y yo. Todavía
con ganas de matar cualquier cosa
que se moviera o que alzara
el vuelo. No
recuerdo si cazamos algo más
aquel día. Lo dudo.
Era casi de noche.
No importa, ahora. Pero durante años
y años grapados
por la amargura, no
me olvidé de aquel ganso.
Lo diferenciaba de todos los demás,
vivos o muertos. Llegué a comprender
cómo uno puede ser utilizado para algo
y llegar a convertirse en un extraño.
Entendí que la traición es otra forma de nombrar
la derrota, el hambre.
LA PEQUEÑA HABITACIÓN
Era un buen ajuste de cuentas.
Palabras arrojadas como piedras contra las ventanas.
Ella gritaba y gritaba, como el ángel del juicio final.
Entonces apareció el sol de repente adensado
el cielo de la mañana.
En el silencio repentino, la pequeña habitación
resultaba extrañamente vacía mientras él secaba las lágrimas.
Se parecía a todas las demás habitaciones pequeñas de la tierra
en las que la luz encuentra dificultades para entrar.
Habitaciones en las que la gente se grita y se hiere.
Y luego siente pena, y soledad.
Incertidumbre. La necesidad de amparo.