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Nada más que libros – William Shakespeare: El maestro

1 noviembre, 2019 - Literatura
Nada más que libros – William Shakespeare: El maestro

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“ Pero el hombre, el hombre orgulloso,
vestido de un poquito de autoridad,
ignora lo que tiene más seguro (su alma de espejo), y como un mono enfurecido,
hace unas muecas tan locas ante el alto cielo,
que los ángeles lloran, cuando nuestras penas les harían morirse de risa”.

“Medida por medida”

 


 

 

Inglaterra fue el país que tuvo el privilegio de dar a la humanidad el mayor poeta y el mayor dramaturgo que ha conocido el mundo: William Shakespeare, nacido en Stratford-upon-Avon el día de San Jorge, patrón de Inglaterra, el 23 de Abril de 1.564. Casado con Anne Hathaway, ocho años menor que él, abandonó a su familia y se instaló en Londres, donde sus colegas se burlaban de él por querer serlo todo a la vez: actor, socio, autor de las piezas representadas en el teatro de Lord Chamberlain´s Men, autor de comedias, dramas históricos y tragedias. Shakespeare fue un hombre de imaginación inagotable, favorito de los reyes y del público, autor de obras taquilleras y el genio por excelencia del teatro, admirado por los poetas del romanticismo alemán y convertido en su punto de referencia. Hermano menor de Dios, multiplica la obra divina el octavo día de la Creación con su propia creación poética. Murió el día de su cumpleaños, el 23 de Abril de 1.616, fue enterrado en la iglesia parroquial de Stratford, pero sigue eternamente vivo en sus obras inmortales.

Los personajes de Shakespeare siguen vivos y se pasean por todos los escenarios del mundo. Hamlet, a quién se le aparece el espíritu de su difunto padre y lo incita a la venganza, sigue luchando con la cuestión de la que Don Quijote fue víctima: ¿Era un fantasma o era real? ¿Qué criterio tenemos para probar nuestras propias observaciones?. Sólo nuestras propias observaciones. Y en ese mismo momento se abre el abismo de la reflexión: el mundo interior, la subjetividad. Y así Hamlet, ese melancólico histérico y comediante suicida, se convierte en el primer intelectual, rico en ideas y pobre en acciones, y en el arquetipo del hombre romántico que se debate con el delirio febril de sus pensamientos y las alucinaciones en las que lo sume la duda de sí mismo. Hamlet mira hacia atrás, prisionero de un pasado irredento y anclado en los crímenes y sus víctimas.

Muchos de los personajes de Shakespeare han pasado a formar parte de la memoria colectiva: “Otelo, el moro de Venecia”, esposo de la bella Desdémona, presa de los violentos celos que provoca en él Yago, el maquiavélico intrigante cuya gratuita maldad nos produce pavor. O Shilock, el usurero judío, la personificación de un pueblo marginado, la encarnación del gueto, avaro y sediento de venganza, pero en cuya boca pone el autor un conmovedor llamamiento al juego limpio, a la humanidad y a la fraternidad. O Falstaff, la personificación de la fiesta y de la buena vida, inmensa montaña de carne e inmenso burlón; la unión del espíritu y el cuerpo, el transgresor y destructor del orden establecido; el bufón del príncipe, siempre capaz de inventar nuevas excusas, mentiras, ficciones y escenas, y también la encarnación del espíritu de la fiesta, en la que imperan la disipación y la embriaguez y en la que, como en el mismo drama, se decreta el estado de excepción. O Macbeth y su Lady, dominada únicamente por su ambición; un hombre enmascarado y una bruja que incita a su marido a cometer un crimen detrás de otro, hasta que como Herodes, acaba convirtiéndose en un infanticida al que hay que dar muerte como a un perro sarnoso. O el rey “Lear”, el anciano que somete a sus tres hijas a una prueba amorosa y después, como en los cuentos, expulsa a la buena y entrega su reino a las malas, que acaban echando a su propio padre, de modo que asistimos a su lento y atormentado desfallecimiento. Entre voces y protestas, el anciano pierde su poder, su papel en la sociedad, sus criados, su casa, sus hijos y hasta su cabeza, pues ya no puede soportar por más tiempo la tensión entre su impotencia y tamaños tormentos.

O “Romeo y Julieta”, el arquetipo de la pareja que en una sola noche de poesía vive todo el éxtasis del amor, antes de que éste, de forma sumamente paradójica, se convierta en su contrario y sólo vuelva a encenderse en su última unión, en la muerte. Así, en un suspiro, tal y como Julieta ha previsto, la pareja de amantes estalla en miles de pedazos resplandecientes que se instalan en el cielo de la cultura europea como la constelación de los amantes, de modo que en el futuro, cada noche, las parejas puedan guiarse por ellos, mientras Romeo y Julieta susurran eternamente el soneto que Shakespeare les escribió para su primer encuentro.

Y que mundos mágicos se conjuran en “El sueño de una noche de verano”, con la ruptura matrimonial de Titania, la reina de las hadas, y su Oberón, que se venga enviando al duende Puck para que siembre la confusión y haga que Titania acabe amando a un asno. En este mundo mágico en el que Shakespeare inventa su propio folclore y purifica, sometiéndolos al proceso artístico, los elementos del clásico aquelarre; un mundo en permanente transformación y de límites muy vagos; en definitiva, un mundo de máscaras y de teatro. Que abismos separan ese mundo mágico del mundo de la política en “Julio César” o “Ricardo III”; aquí solo hay cálculo, manipulación del adversario, jugadas políticas y estrategias; aquí reina el espíritu desilusionado de Maquiavelo, ya que no entiende la política desde el punto de vista moral, sino desde el punto de vista técnico. Y que diferencia tan grande entre el tenebroso infierno de “Macbeth” y “El rey Lear” y el universo idílico de “Como gustéis”, con la ingeniosa Rosalinda, o el despreocupado ambiente festivo de “Lo que queráis”, con toda esa gente embriagada, esos amantes y esos locos poetas. Resulta increíble que todo esto haya salido de la pluma del mismo poeta, pero es así.

Shakespeare es un maestro de lo que podríamos llamar fusión nuclear en el ámbito del lenguaje, liberando energías que irradian sentido puro. El mundo se convierte en un escenario y el alma también se parece al teatro, porque pone al hombre frente a un espejo ya que los actores se tornan invisibles para hacer visibles a los personajes. Y es que la obra de William Shakespeare se caracteriza por su dominio de la estructura escénica y del lenguaje literario, sea en prosa o poesía, por la penetración psicológica de sus personajes y por su entendimiento de las emociones del ser humano. William Shakespeare es, sin duda, uno de los más grandes autores de la literatura universal, y clave en el desarrollo de las letras en lengua inglesa. Sus obras de teatro son consideradas auténticos clásicos atemporales y su influencia a lo largo de la historia de la literatura en indiscutible.

 

 

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