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Nada más que libros – Simone de Beauvoir

27 marzo, 2020 - Literatura
Nada más que libros – Simone de Beauvoir

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“No se nace mujer, sino que se hace, se deviene mujer. Así pues, la pasividad que caracteriza esencialmente a la mujer “femenina” es un rasgo que se desarrolla en ella desde los primeros años. Pero es falso pretender que se trata de una circunstancia biológica; en realidad, se trata de un destino que le ha sido impuesto por sus educadores y por la sociedad”.

“El Segundo Sexo”. Simone de Beauvoir.

 


Una de sus jóvenes amantes, Nathalie, dijo de ella que era como un reloj dentro de una nevera. Nathalie se sentía despechada porque Simone de Beauvoir no le daba todo el amor que ella pedía, pero aún así se diría que atinó con el símil. Simone, el Castor, que gravitó sobre generaciones de mujeres con su rotundo ejemplo de fuerza e independencia, era al parecer así en su vida privada: laboriosa, precisa, congelada. Implacable en la construcción de su vida y en su relación con los demás.

Simone de Beauvoir nació en 1.908 en París en una familia de la alta burguesía con ínfulas de rancia aristocracia. También ella, como tantos otros escritores, probó en su infancia el sabor de la decadencia. En su caso fue espectacular y muy literaria, con un abuelo banquero que declaró una bancarrota fraudulenta y que pasó quince meses en la cárcel, con el medio burgués dándole la espalda a la familia, con Simone y sus padres mudándose a un piso miserable que ni tan siquiera tenía agua corriente y en el cual hubieron de prescindir de la servidumbre. El padre era un tipo derechista y frustrado que inculcó a sus dos hijas un ridículo sentimiento de superioridad, el patético desdén por la humanidad del aristócrata más pobre que una rata. Con el tiempo Simone se rebeló contra los valores burgueses de su entorno, pero siempre conservó ese sentido elitista de la existencia. Porque Simone era altiva y se creía superior a casi todo el mundo. No a Sartre, por supuesto, a quién veneraba probablemente muy por encima de sus merecimientos. Cuando se presentaron los dos , ella con 21años, él con 24, al examen final de filosofía, Sartre sacó el primer puesto y Simone el segundo, pero los miembros del tribunal estaban convencidos de que la verdadera filósofa era ella. Sartre fue siempre mucho más creativo, Simone más rigurosa. Probablemente ella debía debido dedicarse más al ensayo que a la narrativa, pues sus novelas son muy flojas, pero en una de sus pocas debilidades tradicionalmente femeninas, siempre consideró que la grandeza del pensamiento le correspondía a Sartre y que ella ocupaba un lugar subsidiario. Una vez, estando en pleno y ardiente romance con Nelson Algren, el escritor norteamericano que fue su gran amor de la madurez, Simone le dejó plantado para volverse a Francia: Sartre quería que le ayudara a corregir el manuscrito de uno de sus libros filosóficos; nada, ni tú, ni mi vida, ni mi propia obra está por encima de la obra de Sartre, le dijo entonces Simone al estupefacto Algren. Y regresó a París, para encontrarse allí con que Sartre se había ido de vacaciones con su amante de turno. En su entrega, en su aceptación del papel sustancial del hombre elegido, Simone cumplió su herencia cultural, las antiguas normas de su sexo. Pero lo formidable en su caso, lo que hizo que se convirtiera en un nuevo símbolo para la mujer, fue su capacidad para construirse como persona; Simone de Beauvoir enseñó que la mujer podía “ser” por sí misma, además de “estar con”.

Sin duda Simone dio este salto gracias a su ingente voluntad, a su disciplina y a su esfuerzo, pero también gracias a las condiciones de su época, porque vivió su adolescencia en los años veinte, después de una guerra, la Iª Guerra Mundial, que había acabado con la sociedad del siglo XIX. En Rusia los bolcheviques parecían estar inventándose el futuro, el mundo era un lugar vertiginoso, la revolución tecnológica cambiaba la faz de la Tierra como un viento de fuego. En medio de esa mudanza había aparecido un nuevo tipo de mujer, la chica emancipada y liberada, dos palabras de moda. Se acabaron los corsés, las enaguas hasta los tobillos, los refajos; las muchachas se cortaban el pelo a lo garçon, llevaban las piernas al aire, eran fuertes y atléticas, jugaban al tenis, conducían coches descapotables, pilotaban peligrosas avionetas. Eran los febriles años veinte, los crispados e intensos años treinta, tiempos de renovación en los que la sociedad se pensaba a sí misma, buscando nuevas formas de ser. Había que acabar con la tradicional moral burguesa y en el ardor de aquellos años se pusieron en práctica todos los excesos que luego volverían a ensayarse, como si fueran nuevos, en los años sesenta: el amor libre, las drogas, la contracultura.

El pulso de la época se manifestaba con toda su intensidad en Montparnasse, el barrio parisino donde Simone residió toda su vida. Por allí habían pasado Trotski, Lenin, Modigliani; por allí anduvieron los cubistas, con Picasso a la cabeza, y los surrealistas , Bretón y Aragón, una tropa bárbara y risueña que se dedicaba a reventar funciones teatrales y a darse de mamporros contra los bien pensantes en cenas y actos públicos: practicaban una suerte de terrorismo urbano. La cocaína corría por los bares, se experimentaba con la psicodelia, se tomaban anfetaminas, se bebía mucho. Tanto Simone como Jean Paul se excedieron con los estimulantes y sobre todo con el alcohol, lo que provocó el abrupto y prematuro envejecimiento de él; cuando Simone murió, a los 78 años tenía cirrosis. Sartre y Simone fueron almas gemelas: narcisistas, egocéntricos, elitistas, insufriblemente megalómanos; ella escribió que “ambos estaban juntos en el centro del mundo que debían explorar y revelar como misión prioritaria de sus vidas”. Esa misión se desarrollaba a través de las palabras. Palabras escritas en una infinidad de libros, ensayos, artículos, y en una correspondencia maniática e interminable. Grandes palabras con las que construyeron mundos y también palabras mezquinas, banales, mentirosas; indecentes y crueles palabras que han salido a la luz, tras la muerte de ambos, con la publicación de sus cartas diarios íntimos. Y es que hay dos Simones, dos Sartres; una la de que fueron esos grandes intelectuales iconoclastas y comprometidos; otra, la Simone y el Jean Paul privados que han ido emergiendo con la publicación de póstuma de los papeles íntimos.

Se supo así que Sartre era un donjuán compulsivo y patético que necesitaba conquistar absolutamente a todas las mujeres, a las cuales inundaba de cartas amorosas con repetitivas frases, de torpe énfasis, escritas el mismo día en misivas distintas para las diversas amantes que simultaneaba de forma clandestina. También Simone mantenía relaciones bisexuales con diversos amantes que, a menudo, compartía con el propio Sartre y que eran generalmente alumnos y alumnas jóvenes, rendidos admiradores de la pareja. Ambos, después de jurar pasiones arrebatadas, las despellejaban con total frialdad, como indica la lectura de las cartas y los diarios íntimos de ambos dibujando un retrato que, en el peor de los casos les hacen parecer colegas de cuartel compartiendo la sucia gloria de las conquistas; en el mejor, entomólogos fríos y feroces capaces de diseccionar todas las vidas como mera materia literaria.

Con el tiempo Simone y Sartre se fueron alejando el uno del otro. Ambos acabaron sus vidas con mujeres a quienes llevaban más de treinta años: Arlette en el caso de él, Sylvie en el de ella, y a quienes adoptaron legalmente. Los siete últimos años de Sartre fueron malos para él: estaba ciego y mentalmente afectado. Simone contó a sus biógrafos los últimos instantes de Sartre: “estaba en la cama del hospital y, sin abrir los ojos, dijo: “la amo mucho, mi querida Castor”, y le ofreció los labios, que ella besó; y luego se durmió y murió”. Pero la cosa no fue así: fue Arlette quien estaba con Sartre cuando este murió. Simone llegó después e intento meterse en la cama con el cadáver. Simone de Beauvoir sólo sobrevivió seis años a su mítica pareja; murió en 1.986. En 1.990, Sylvie, su hija adoptiva, sacó la edición integra de esas cartas personales de Simone tan turbias y tan míseras. ¿Por qué decidiría publicarlas? ¿Por amor al recuerdo de Simone?¿Por dinero?¿Por venganza?. Nada se sabe de la relación de Sylvie con Simone, que se extendió durante los últimos veintitrés años de la vida de la escritora y que Beauvoir comparó a veces con su relación con Sartre; pero lo cierto es que la publicación de sus papeles privados ensuciaron el mito de la autora. Ella que tanto aireó impúdicamente las intimidades de los demás, se convirtió de pronto en objeto de impúdico cotilleo: tal vez fuera un caso de justicia poética. Sea como fuere, ahora su imagen es más compleja y más humana: porque todos tenemos vergüenzas e incoherencias que ocultar en nuestra vida privada. Y al final, entre tanta gloria y tanta miseria, lo que queda es la magnífica proeza de haber sido libre y responsable de su propio destino. Para bien y para mal, Simone de Beauvoir se hizo a sí misma.

 

 

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