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Nada más que libros – Poetas románticos ingleses: Keats, Byron y Shelley

26 junio, 2020 - Literatura, Poesía
Nada más que libros – Poetas románticos ingleses: Keats, Byron y Shelley

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“Mira: armas, banderas, campo de batalla,
Y la victoria, y Grecia.
¿No vale un lampo de esta gloria?
¡Despierta! A Hélade no toques,
Ya Hélade despierta está.
Invocate a ti. No invoques más allá”.

 

Fragmento del poema “Al cumplir mis treinta y seis años”. Lord Byron.

 


 

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Para los poetas románticos ingleses del siglo XIX, la Grecia clásica fue la gran referencia, el paisaje de un tiempo ideal donde animar el fuego de su ardorosa pasión. Vieron en los mitos griegos, y especialmente en el de Prometeo, el dibujo del hombre que ellos querían cantar. Los tres más destacados, el lírico Percy Shelley, el frágil John Keats y aquel huracán que fuera George Gordon Byron, cantaron a su Hélade soñada hasta quedarse roncos. Keats, en sus odas, puso a su “A una urna griega” como pretexto para parir aquel famoso verso:”La belleza es verdad y la verdad belleza; nada más es preciso saber en la tierra”. Shelley, en los conjuros que atribuía a su “Prometeo liberado”, proponía “Desafiar el Poder absoluto, amar y soportar; esperanzarse hasta que la esperanza cree, desde su propia ruina, todo cuanto ella se propone”, en tanto que Byron veía a su particular Prometeo como “triunfante cuando se atreve a su desafío, y haciendo de la muerte una victoria”. Es probable que estos tres poetas fueran los culpables de que, con frecuencia, muchos ingleses sientan que los griegos de verdad son ellos y que los antiguos helenos no son más que unos impostores. No les importan sus raros apellidos ni tampoco saber que, sin los trágicos, Shakespeare no hubiera podido existir, ni que sin Pericles, la democracia inglesa habría carecido de puntos de referencia. Cierto es que Inglaterra ha dado mucho al mundo desde un punto de vista literario, pero no tanto como se creen algunos profesores de Oxford o Cambridge.

Aquellos tres grandes románticos y enormes poetas ingleses emigraron al sur, en busca de mitos y, quién sabe, tal vez en busca de su corazón. Keats, el más frágil, murió en Roma, aquejado de tuberculosis. Shelley se ahogó en el mar Mediterráneo, llevando en los bolsillos un libro de Keats. Y Byron, que era un poeta menos dotado que sus dos amigos y el más apasionado de todos ellos, se echó en brazos de la causa de la independencia griega, arriesgando perecer como un héroe y, eso sí, siempre ante los ojos del mundo que le veneraba. Logró una muerte soberbia, a pesar de que, probablemente, lo matase una enfermedad tan común en la Europa meridional de entonces como era la malaria, cuando estaba a punto de marchar, al frente de una tropa mercenaria, a la conquista de un castillo turco que dominaba el golfo de Lepanto. Y es que Byron siempre buscó una causa grande que se acomodase a la sed de gloria de su alma. Sus pasiones eran montar a caballo, nadar, el sexo, la poesía y el viaje. Como era rico podía satisfacer todas esta aficiones y en cuanto al sexo no se contenía cuando le entraban ganas: contaban de él que, al entrar en las posadas y hospedajes, se abalanzaba directo sobre las sirvientas, si eran guapas, y el mismo alardeó de haber mantenido relaciones con más de doscientas mujeres distintas en el margen de unos pocos años. En los meses finales de su vida probó con muchachos, siguiendo su imparable sendero del exceso. Le faltaba luchar, vencer o morir, por una causa que alcanzase la altura de su ego y la encontró en la lucha de Grecia por su independencia.

LIBRO POEMAS Byron-Shelley-Keats

George Gordon Byron, Lord Byron dejó Inglaterra muy joven cuando ya era un conocido poeta en los círculos literarios de Londres y un trueno en amoríos múltiples, reputado como tal en el estrecho mundo de los salones que frecuentaba la apolillada aristocracia inglesa. Su destino, al abandonar la rancia Inglaterra, fue Italia, y en particular Venecia, donde se encontró con su amigo Shelley. Escribía mientras viajaba, o quizá al contrario, y paseó su porte y sus escándalos por varios lugares de Italia, un país al que atribuyó la posesión de “el don fatal de la belleza”. Hizo amistad con los revolucionarios europeos, sobre todo con el noble Pietro Gamba, un “carbonario” que apoyaba la caída de los Borbones y que conspiró para provocar la revolución en Nápoles. El poeta incluso pensó en largarse a América y unirse a la causa de Bolívar. Desistió, aunque bautizó con el nombre del rebelde general suramericano a uno de sus barcos de recreo. Mientras viajaba por Italia, radicalizó sus ideas y se convirtió en un antimonárquico furibundo. De haber nacido y vivido unos años más tarde, de seguro habría comulgado con el socialismo; eso sí, con la apostura de un lord. No es de extrañar que, a su muerte, el abad de Westminster le negara un nicho en el santuario donde reposan los grandes hombres de la Inglaterra imperial y conservadora.

Estando en Italia, allá por 1.822, el año de la muerte de su amigo Shelley, se unió al Comité Griego, fundado en Londres, desde donde se recaudaba fondos y voluntades para la lucha por la independencia helena y en Julio de 1.823 se embarcó en Génova, a bordo del “Hércules”, con un enorme equipaje de libros y trajes de guerra, y acompañado de sus sirvientes, sus caballos y sus perros. Iba a protagonizar su gran hazaña, a ser antes hombre de acción que hombre de letras. Tenía treinta y cinco años. Con él viajaba también su revolucionario amigo Pietro Gamba, así como un efebo griego que convenía a sus nuevas tendencias sexuales. En Agosto de ese año, el “Hércules” atracaba en Cefalonia, una isla griega del mar Jónico, y decidía quedarse allí un tiempo, para reflexionar sobre cual habría de ser su papel en la lucha. Nadaba y montaba a caballo. Visitó la vecina isla de Ítaca, la patria de Ulises, donde los lugareños aún cuentan que enamoró a una joven muchacha y que el padre le echó de la isla a punta de escopeta. En Enero de 1.824 cruzó al continente, a Missolonghi, para unirse al príncipe rebelde Maurocardatos. Fue un tiempo feliz para Byron. Aunque se lamentaba de las luchas internas que dividían a los revolucionarios griegos, ocupó todos sus esfuerzos en organizar una tropa de seiscientos mercenarios a los que debía armar y mantener a su costa. Maurocardatos le había encargado conquistar una fortaleza turca que dominaba el golfo de Lepanto, y Byron se aplicó a la tarea con todas sus energías y parte de su fortuna. Al fin iba a ser soldado por una causa justa. Algunos de los disparatados uniformes que él mismo se diseñó figuran en los grabados de la época.

Pero en Missolonghi llovía con frecuencia aquel invierno y los pantanos estaban repletos de mosquitos. Byron contrajo fiebres en Enero y a finales de ese mes, el día en que cumplía treinta y seis años, el romántico lord escribió uno de sus últimos poemas. Tenía el aire de un epitafio: “¡La espada, la bandera y la campaña, veo a mi alrededor la Gloria y Grecia! La tierra de la muerte honrosa está aquí:¡sube al campo y entrega tu aliento! Busca la tumba, a menudo buscada y no encontrada, de un soldado; para ti, la mejor. Luego, mira a tu alrededor, y elige el sitio, y entrégate al descanso”. Se repuso, a pesar de todo, y siguió organizando su tropa para tomar Lepanto. Le acometieron nuevas fiebres, pero el nueve de Abril, bajo la lluvia, volvió a cabalgar. Y bajó del caballo a la cama para no levantarse nunca. Los médicos, contra su voluntad, le aplicaron sangrías con el uso de sanguijuelas. Se iba debilitando cada vez más. El diecinueve de Abril, antes de entrar en coma, gritó:” ¡Los doctores me han asesinado!”. Al expirar, sonaron en Missolonghi salvas de artillería durante veinticuatro horas, y las campanas de muchos pueblos griegos tocaron a duelo…”Si añoras tu juventud, ¿por qué vivir?, había escrito unos meses antes.

 

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