‘Diez años desperdicié,
Los mejores de mi edad,
En ser labrador de Amor
A costa de mi caudal.
Como aré y sembré, cogí;
Aré un alterado mar,
Sembré una estéril arena,
Cogí vergüenza y afán.
Déjame en paz, Amor tirano,
Déjame en paz.’
Más joven que Cervantes, contemporáneo estricto de Lope de Vega, Luis Góngora y Argote, nacido Córdoba en 1561, único de los autores importantes de esta época que no escribe prácticamente más que poesía, es, a la vez representante cimero del Barroco y el más discutido de los escritores de su tiempo. Cordobés de familia ilustre y quizá conversa, estudio Derecho en Salamanca y, a pesar de las esperanzas puestas en él por su padre, fracasó lamentable,ente en la carrera debido a su poca dedicación a los estudios, a su vida disipada en amores, al ejercicio temprano de la poesía y a su pasión por el juego, al que fue adicto toda su vida. Por influencias familiares obtuvo en 1585 el puesto de racionero en la catedral de Córdoba, donde residió con el mismo cargo hasta 1617, año en que se traslada a Madrid y es nombrado capellán real. Sin embargo este cargo no le trajo los beneficios que esperaba y sí un desgaste de energías en interminables peticiones de favores. Por comparación de la vida relativamente modesta, tranquila y descuidada que llevaba en Córdoba, sus años de Madrid son lamentables y deprimentes, ya que, además de que ya había escrito sus obras mayores, parece no hacer otra cosa sino halagar a los poderosos, pedir y esperar prebendas.
En 1625 sufre un ataque de apoplejía, y vuelve a Córdoba en 1626, para morir al año siguiente. Su testamento es como un póstumo reflejo de sus dificultades y miserias, en un rosario que parece no va a acabar por satisfacer nunca todo lo que le costaban sus aficiones: la buena mesa, el juego, el vivir <<como mozo>>, según una temprana acusación obispal. Esta miseria, esta vida más mediocre que de áurea medianía y su casi inútil recurrir a los favores, todo digno de páginas del “Lazarillo” o de Cervantes, quedan, sin embargo, como el trasfondo sublimado de la obra más extraña, erudita, difícil y oscura, más desmesuradamente artificiosa y aristocrática de toda la literatura en lengua castellana. Culteranismo y Góngora son una y la misma cosa en su busca de la belleza pura, en su orgulloso desprecio de lo común (que confunde con lo mediocre), en su voluntad de creación de un lenguaje que transfigure y supere la realidad toda manteniéndose intacto, indescifrable para los más, vencedor del tiempo, de sus miserias y de la muerte. En una carta de 1613 o 1614 escribe: << Demás que honra me ha causado hacerme oscuro a los ignorantes, que esa es la distinción de los hombres doctos, hablar de manera que a ellos les parezca griego, pues no se han de dar las piedras preciosas a animales de cerda..>> Y en otro lugar dice:<< Deseo hacer algo no para muchos..>>; seguido de las altísimas pretensiones: << Siendo lance forzoso venerar que nuestra lengua a costa de mi trabajo halla llegado a la perfección y alteza de la latina >>.
Pero estas cosas las escribe Góngora después del “Polifemo” de 1613 y las “Soledades” (1613-1614), y hemos de recordar que durante mucho tiempo la crítica distinguió no sólo entre un Góngora oscuro y otro claro (debido a lo cual lo más importante de su obra fue prácticamente olvidado durante los siglos XVIII y XIX), sino que la supuesta diferencia correspondía a una evolución cronológicamente discernible. La crítica moderna, que de algún extraño modo parte de revaloraciones del autor hechas por poetas europeos que no conocían el castellano, ha intentado borrar las distinciones entre los dos Góngoras, haciendo notar que los procedimientos estilísticos básicos de las “Soledades” y el “Polifemo” , osea hipérbaton extremado, conceptismo, latinismo, inserción total en el mundo de las referencias clásicas, etc., se encuentran no sólo ya en Garcilaso y en toda la poesía derivada del “doce stil nuovo”, sino en toda la obra de Góngora mismo. Argumento cierto, convincentemente formulado y modulado por los mejores estudiosos, pero que expresado en forma radical y polémica para recuperar a Góngora pasaba por alto que la simple acumulación de estos procedimientos en sus obras mayores y maduras significa un radical cambio cualitativo con respecto a sus obras de juventud.
Por ello no se puede creer que incluso un romance elegante como: “En los pinares de Xúcar/ vi bailar unas serranas, / al son del agua en las piedras/ y al son del viento en las ramas”, que no es popular ni temprano, pertenezca al mismo universo de discurso que, por ejemplo, estos versos de las “Soledades”: …cuando/ rémora de sus pasos fue su oído, / dulcemente impedido/ de canoro instrumento, que pulsado/ era de una serrana junto a un tronco, / sobre un arroyo, de quejarse ronco,/ mudo sus ondas, cuando no enfrenado”. Más obvia es aún la diferencia entre los más oscuros pasajes de las “Soledades” o el “Polifemo” y tempranos romances y letrillas de intención popular. La cuestión no deja de tener cierta importancia porque aunque aceptemos la tesis contraria a la de los dos Góngoras, es decir, la tesis de que Góngora fue siempre fundamentalmente un poeta culto y erudito, no popular en el sentido en que Lope, por ejemplo, era o quería ser popular, el reconocer en su obra una evolución hacia una expresión cada vez más compleja, erudita y minoritaria, culminando en los poemas de 1613 y 1614, poemas que por comparación con Garcilaso o Fray Luis de León son ya otro mundo, nos permite fechar alrededor de los años de la segunda parte del “Quijote” y del “Guzman” la aparición decisiva, dominante, de la visión del mundo que llamamos Barroco, peculiar a ciertos años clave en la crisis de Occidente y, por supuesto, en España.
En estos años están ya en su madurez Lope y Quevedo y han iniciado su obra Tirso, Gracián y Calderón: sobre todos ellos influirá el arte arriesgado y difícil de Góngora, aún cuando algunos de ellos lo rechacen violentamente. Este rechazo, particularmente fuerte en Quevedo, de ningún modo significa que los más de los autores tuviesen, como Lope, por oposición a Góngora, la intención de llegar seriamente al pueblo. Son autores cuya obra, inevitablemente, se dirige a la minoría culta, es decir, a los intelectuales orgánicos de la clase dirigente y a ésta misma, en especial por lo que se refiere a la poesía, que circulaba en manuscritos que, por supuesto, el pueblo analfabeto no conocía. Lo que Góngora trae a esa cultura es una limitación todavía mayor de sus especialistas y de su campo de acción; el público al que, si acaso, le interesaría dirigirse, es una pequeña minoría de la minoría. Y, aunque, era aquella, entre intelectuales, una época mucho más culta que la nuestra por lo que se refiere al conocimiento de la cultura clásica, sus mitos y sus símbolos, la pretensión de Góngora, en cuanto desafío, resultaba intolerable para los casticistas. Ahí y en las sospechas acerca de su origen judío radica la explicación de los feroces ataques que Góngora sufrió por parte de Lope de Vega y otros.
Sólo con grandes reservas pueden equipararse épocas distintas de la Historia; pero en esta su voluntad general de limitar el campo de la comunicación poética, Góngora y su obra nos parecen comparables a la tendencia dominante de la poesía de vanguardia que se inicia, digamos, en Baudelaire y pasa, centralmente, por Mallarmé. Esta comparación, ya tradicional y, por lo demás, bastante discutida, tal vez resulte especialmente valiosa si, al hacerla, entendemos que Góngora está en los orígenes de una época en que los poetas van perdiendo el mecenazgo y se encuentran, aterrados, ante el mercado: o producían poesía para ganarse la vida (es decir, su creación pasa a ser producción para consumo), a la manera en que Lope (tan odiado por Góngora) producía teatro, o quedaba la poesía aislada de toda relación con el público lector, que ya por aquellos tiempos pagaba para leer. A lo largo del siglo XVIII, y ya decisivamente en el XIX, con el triunfo de la sociedad capitalista, la cosa se fue agravando. Pero en Góngora encontramos ya una clara intuición del problema, y su solución, estética por excelencia, es radical: escribir para los menos y vivir de otra cosa; <<yo muero de hambre y mil reales son migajas>>, escribe.
Así, su obra revela implícitamente un rechazo oficial de las relaciones sociales de producción que se iban imponiendo en Europa y que, en España, estaban en sorda pugna con unas estructuras sociales y mentales de hecho ya destinadas al fracaso. Lo que en otros, Quevedo, por ejemplo, será un meditar insistente y sombrío sobre una realidad histórica que aparece como caótica y decadente por comparación con mixtificadas y pretéritas glorias feudales, es en Góngora un simple desentenderse del problema para elaborar un mundo poético privado cuya esotérica belleza pretendía sobrevivir a los tiempos de los que no se ocupa, mientras que una y otra vez, mucho más que sus mejores contemporáneos, escribe poemas a reyes, príncipes, condes, duques, y hasta al conde-duque, cantando la gala de sus más necias actividades (cierta cacería, una visita a tal o cual lugar), lamentando sus enfermedades y muertes, y hasta pidiendo directamente favores en verso.
Por lo demás, los registros del cordobés son bastante limitados y no pocas veces es torpe su arte. Son demasiados los largos y aburridos romances que, en intentos de desmitificar tradiciones literarias recibidas ( el mito de Hero y Leandro, por ejemplo), cae en chabacana grosería recurriendo, por ejemplo, a que los personajes orinen o satisfagan sus necesidades mayores, con una abrumadora carencia de gracia y sin el más mínimo asomo de la capacidad destructiva que caracteriza, por ejemplo, a Quevedo. Todo lo cual, además, se ve desmentido por otros poemas, especialmente sonetos, en que pinta estáticas bellezas de corte boticelliano o repite los conceptos del amor cortés con poca capacidad recreadora. No se trata de negar que Góngora dejó algún romance, alguna letrilla, varios sonetos de convencional belleza barroca y cortesana; ni que las “Soledades” significan un esfuerzo inusitado, sorprendente en la Europa de su tiempo, aún si tomamos en cuenta su inserción, a grandes rasgos, en el marinismo. Proponemos, sin embargo, que a pesar de su atrevimiento, a pesar de la hermosura de ciertos versos y pasajes de las “Soledades” y del “Polífemo”, al tratar de la importancia de Góngora ha de tenerse en cuenta la posibilidad de que su aventura estética haya sido un gran fracaso: primerísimo entre los poetas, digamos, raros, como diría Rubén Darío, Góngora es, por todo ello, sujeto de meditación, no sólo sobre el Barroco, sino sobre el destino de la poesía moderna que anuncia.
Jorge Luis Borges, en un breve ensayo en el centenario de Góngora, emite un juicio lapidario, que podría funcionar a modo de cierre simbólico del periodo de juventud del autor argentino, cuando era muy crítico con el poeta cordobés (posteriormente Borges fue bastante más benévolo y llegó a apreciar su obra), dice así: << Yo siempre estaré listo a pensar en Don Luis de Góngora cada cien años. El sentimiento es mío y la palabra centenario lo ayuda. Noventa y nueve años olvidadizos y uno de liviana atención es por lo que centenario se entiende: buen porcentaje del recuerdo que apetecemos y del mucho olvido que nuestra flaqueza precisa>>. Más allá de este juego entre el recuerdo y el olvido, que atraviesa toda la obra de Borges la ironía del autor es evidente: Góngora merece ser recordado, pero solo una vez cada cien años. Para no dejar dudas acerca de su posición, concluye el argentino con falsa modestia: << Góngora – ojalá injustamente – es símbolo de la cuidadosa tecniquería, de la simulación del misterio, de las meras aventuras de la sintaxis. Es decir, de esa melodiosa y perfecta no literatura que he repudiado siempre>>
La mención de este ensayo en el marco del tercer centenario de la muerte de Góngora no es baladí porque, como es sabido, por aquellos años en que Borges criticaba duramente al poeta cordobés, surgía en España una revalorización de su obra, nada menos que en los artistas e intelectuales de la llamada “generación del 27” (año del apogeo del neogongorismo), con Dámaso Alonso a la cabeza. Es posible que en lo escrito mencionado, la posición del argentino sea una reacción ante el nuevo e inusitado ánimo despertado en la Península; pero no podemos obviar que había comenzado a cuestionar algunos aspectos de su poesía al menos unos seis años antes del renacimiento gongorino en España, y que por lo tanto su crítica le precede.