“ Un carajo impertérrito, que al cielo
su espumante cabeza levantaba,
y coños y más coños desgarraba,
de blanca leche encaneciendo el suelo”
“Poemas obscenos” de José de Espronceda.
“El juego del viento y la luna”, expresión recurrente en la literatura erótica oriental, abarca cuantas posturas y combinaciones sexuales podamos imaginar. En contraste, el erotismo occidental nos parece sumamente pobre. No concibe la unión sexual como síntesis de una consumada ciencia, para cuyo dominio es necesario un largo y tenaz aprendizaje. El “Arte de amar” de Ovidio, por poner un ejemplo, consiste sólo en una serie de recetas y fingimientos para conseguir el amor. El concepto de conocimiento y evolución no existe. El placer es únicamente el resultado de actos puntuales. El erotismo no significa una opción permanente. En cuanto a la descripción de situaciones estimulantes, desde Aristófanes, pasando por Petronio o Apuleyo, es costumbre mezclarlas con la ironía sarcástica o el humor licencioso, de modo que lo afrodisiaco nunca aparece desnudo, en toda su abrumadora y tempestuosa fuerza. Boccaccio retoma esta tradición picaresca, a través de la inmensa fortuna de su “Decamerón”, la extenderá hasta Balzac, y aún más allá.
Sólo en textos como, como el “Cántico espiritual” de Juan de la Cruz, “Las flores del mal” de Baudelaire, la “Historia del ojo” de Bataille, la “Poesía erótica” de Rubén Darío, “El ceñidor de Venus desceñido” de Rafael Alberti o los poemas de amor de Blas de Otero, ha alcanzado Occidente una considerable altura y complejidad eróticas. Pero tales textos son muy escasos. A pesar de vivir en una época hipersexualizada, hay múltiples aspectos del erotismo que nos resultan desconocidos. Es asombroso comprobar cómo fluctúan a lo largo del tiempo la moral y las costumbres sexuales. Sumergirse en la literatura amatoria es el mejor modo de transitar tan variado y fascinante camino, al final del cual el viajero podrá ufanarse de conocer sobradamente los “siete caminos del placer”. En sus recovecos, moran muchos elementos extraños o curiosos.
Los actores que representaron por primera vez la “Lisístrata” de Aristófanes, llevaban falos artificiales, mostrando la erección permanente en que se encontraban por la huelga sexual de sus mujeres. Los romanos más refinados eran entusiastas del “plato combinado” o “lanx satura”. Claro que no se trataba de una comida rápida provocada por el ajetreo de la época, sino ¡de una orgía entre hombres!. Meleagro se refiere a ella en unos de sus epigramas. Los antiguos romanos pensaban que la eyaculación podía debilitar a sus gladiadores y cantantes y, con objeto de evitarlo y conservarlos en toda su energía, les colocaban cinturones de castidad, según nos apunta Juvenal en su “Sátira VI. ¿Quién puede imaginar hoy a su estrella favorita de fútbol sometida a semejante continencia antes de un partido, o a Pavarotti, Domingo o Carreras, pertrechados de cinturones de castidad en la semana previa a uno de sus recitales? Desde tiempos inmemoriales ha existido la creencia de que los hombres con nariz larga tienen “miembros” hiperdesarrollados. En uno de sus sonetos, “A consentir al fin en su porfía”, Quevedo nos cuenta la divertida anécdota de una dama que se rindió a los ruegos de su amante: “porque su nariz hubo juzgado/que a tanto buena cuenta metería”; sin embargo ocurre que: “al revés salió su profecía,/porque él tenía poco, ella sobrado”. Goya, en uno de sus grabados, reproduce a un fraile con un larguísimo apéndice nasal, haciendo de este modo alusión a su priapismo.
Muy pocos conocen el grado de fetichismo sexual que alcanzaron los pies femeninos en el Siglo de Oro español. Nunca eran mostrados, ni siquiera embutidos en sus zapatos; las faldas llevaban un dobladillo interior en que eran introducidos cuando las damas se sentaban. El pintor Pacheco prescribía que jamás se pintaran desnudos los pies de la Virgen. Cuando una mujer iba a calzarse, se encerraba celosamente. Uno de los personajes de Lope de Vega, en la obra “Las bizarrías de Belisa”, declara que tiene “más celos del pie que de la cabeza de su amada”. En “El marido más firme”, del mismo autor, un hombre vislumbra apenas el pie desnudo de una dama que cruza un arroyo y se enamora perdidamente de ella. Ahora comprendemos qué osado estaba siendo Cervantes cuando, en el “Quijote”, hace recrearse al cura, al barbero y a Cardenio ante el pie y la pantorrilla desnudos de Dorotea. ¡Debieron de asistir a uno de los más maravillosos y estimulantes espectáculos!.
No fueron sólo Meleagro ni Platón ni un largo etcétera de escritores de la antigüedad quienes amaron a hombres sin rebozo alguno. También lo hizo Shakespeare, el cual, en sus sonetos, abunda en cantos a quién “tiene un rostro de mujer” y es “señora de mi pasión”, pero no está “sujeto a la inconstancia mudable como el corazón de contextura pérfida de las mujeres”. Si pensaba así de ellas, así entendemos la fría saña de algunos de sus personajes femeninos, como Lady Macbeth o Gertrudis. ¿Y como no iban a ser empleados los cuentos de hadas para fines eróticos?. Denis Diderot, el sesudo filósofo que dirigió la redacción de la “Enciclopedia”, escribió una divertida y sensual obra, “Los dijes indiscretos”, en la que el protagonista, el rey del Congo, recibe de un genio un anillo mágico que hace hablar a los sexos de las mujeres. Son de imaginar las escabrosas y humorísticas situaciones producidas, con el consiguiente espanto de las damas. ¡Menos mal que llegan a ponerse en el mercado unos bozales adecuados para el caso!
Realmente, toda una legión de escritores consagrados ha cultivado, secreta o abiertamente, la literatura erótica o el erotismo en la literatura. Entre ellos, y deteniéndonos al comienzo del siglo XX donde la lista se hace interminable, hay que destacar a Maquiavelo, Ronsard, Daniel Defoe, Montesquieu, Voltaire, Henry Fielding, La Fontaine, Nicolás Fernández de Moratín, Félix María de Samaniego, Rousseau, Lord Byron, Sainte-Beuve, Espronceda, Theóphile Gautier, Balzac, Félix Salten (el autor de “Bambi”), Baudelaire, Zola, Oscar Wilde…..No hay modo de conocer la evolución del hombre, su historia, su cultura, los movimientos estéticos y filosóficos, sin que sea a través del erotismo. Y donde el erotismo se contiene en su expresión más elaborada es en la literatura. Iván Bloch, autor de “Vida sexual en Inglaterra. Pasado y presente” de 1.938, acertó al decir que “la concepción de lo erótico en la literatura es de la mayor importancia para comprender el carácter de un pueblo y establecer una opinión de un determinado período de su desarrollo cultural. Lo más profundo, específico y entrañable de la vida emocional de una época entera puede ser medido por la concepción de lo erótico, como si éste fuera un instrumento de precisión”. Si esto es así, la única razón plausible, seamos conscientes de ella o no, es que el erotismo es el motor más potente de la civilización. El sería no sólo el responsable de la literatura y de la filosofía tal y como las conocemos en las diferentes épocas, sino también posiblemente de la ciencia. El erotismo es una fuerza superior e indomeñable; nadie puede escapar de ella, ni siquiera el más acendrado anacoreta; dirige nuestros más potentes esfuerzos y está en el origen y en la meta de cuanto hacemos; conlleva en sí una simbología ancestral, que se muestra en los sueños para hablarnos del mundo.