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Nada más que libros – El sonido y la furia (William Faulkner)

27 octubre, 2022 - Literatura
Nada más que libros – El sonido y la furia (William Faulkner)

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“La voz de Ben era un rugido. Queenie volvió a moverse, sus patas hacían otra vez clop-clop de un modo constante, y Ben se calló de inmediato. Luster echó una rápida mirada hacia atrás por encima del hombro, luego siguió guiando. La flor rota pendía del puño cerrado de Ben y sus ojos habían recuperado su mirada azul y vacía y serena mientras cornisas y fachadas volvían a deslizarse suavemente a derecha e izquierda; postes y árboles, ventanas y puertas, y rótulos de las tiendas, cada cosa en su sitio correspondiente.”

Fragmento de ‘El sonido y la furia’

CARTEL W.Faulkner-cuadro

Uno de los grandes maestros de la narrativa norteamericana actual, quizá el más grande, es William Faulkner. Nacido en 1897 en el sur, en New Albany, Mississippi, buscó en sus primeros pasos ayuda literaria en Sherwood Anderson, quién con su “Winesburg, Ohio”, había abierto el rumbo de la innovación narrativa. Sus fuentes estilísticas fueron la Biblia, Melville y Poe. Descubrió un lenguaje barroco y brutalmente eficaz en el que incorporó los descubrimientos experimentales más recientes: Proust y Joice estarían presentes, lo mismo que Kafka. Frente a la sencillez de Hemingway, la complejidad de Faulkner aparece como una contrapartida temática y estilística. Muchas de sus obras las centraría en Yoknapatawpha, un lugar imaginario del sur, en el seno de familias decadentes, con héroes fuera de la ley o simples desheredados de la fortuna. Detrás de la belleza del lenguaje de Faulkner existe una crítica social violenta, aunque muchas veces su barroquismo nos impide llegar a este nivel, nivel que exigiría una retórica más directa, como por ejemplo, la que John Dos Passos usó en “Manhattan Transfer”.

Su primera obra es “La paga de los soldados” de 1926, cuyo tema es el regreso a casa, tras la guerra y la consiguiente decepción; En “Mosquitos” (1927) describe los ambientes bohemios de Nueva Orleans, y “El sonido y la furia” publicada en 1929, incorpora datos de la novela más atrevida europea, “Ulises” de James Joice, consiguiendo una de las cimas de la literatura universal. La historia del hundimiento familiar de los Compson está narrada desde cuatro puntos de vista, en cuatro días distintos, como para advertirnos que no se debe adoptar un único foco narrativo, que hay que dejar aparecer la voz desde distintos ángulos para así completar mejor la imagen de lo que se quiere contar. El suicidio final de Quentin Compson, hastiado de su existencia, abatido por la decepción de sentirse rechazado por su hermana Caddy, es uno de los rituales más patéticos de toda la novela americana. El cuerpo hundiéndose en el rio Charles, en la Universidad de Harvard, nos remite a la muerte en el agua de Martin Eden, en la novela de Jack London o la de Gatsby, en la de Scott Fiztgerald. Cierto que las motivaciones son distintas, pero a los tres héroes los une el ser unos soñadores románticos.

En 1930, Faulkner entrega “Mientras agonizo” y al año siguiente “Santuario”, una auténtica joya literaria cuyo tema es la depravación moral. “Luz de agosto” de 1932, nos lleva a “¡ Absalón, Alsalón !, que apareció en 1936, y que es como una nueva explicación de la historia de Quentin Compson. “Intruso en el polvo” de 1949 y la trilogía de los Snopes: “El villorrio”, “La ciudad” y “La mansión”, escritas entre 1950 y 1959, que nos abren paso a su última obra, por cierto bellísima, “Los rateros”, publicada en 1962. Una gran producción, de la que destacamos sus principales cúspides; una forma patética y dura de enfrentarse con la realidad: el héroe sucumbe, se mueve en una perpetua desolación y la familia es el símbolo brutal de la decadencia moral. Supera a Hemingway, Steinbeck y Dos Passos en su pintura agria de la realidad. William Faulkner parecía preocupado con que “El sonido y la furia” quedará incompleta y decidió cerrarla con “¡ Absalón, Absalón !. De nuevo aparece Quentin Compson, ahora conversando con su compañero de habitación en la Universidad de Harvard. Asistimos al diálogo entre Quentin y Miss Rosa Cauldfield, esposa de Stupen. Leemos una carta donde se nos menciona cómo Bon ha sido asesinado. En Harvard, para concluir, Quentin y Shreve hablan y allí recibe la noticia de la muerte de Rosa Cauldfield. Un conglomerado de sucesos nos da ocasión de entender mejor la decisión de suicida del protagonista.

En “los rateros, la última novela de Faulkner, Lucius Priest, de once años irá con Bon Hogganbeck y Ned en el coche familiar a Menphis. Bon quiere visitar a su amiga Corrie, en el prostíbulo de Miss Reba. Ned cambiará el coche por un caballo, con el que Lucius ganará una carrera, que le permitirá recuperar el coche y sobre todo que Bon y Corrie se casen. Muchas enseñanzas se pueden extraer de este cierre a la obra de Faulkner. Leemos: <<Aquellos cuatro días de ansiedad,de aventura, de inquietud, no parecían haberle afectado, a pesar de haber pasado privaciones, sueño y hasta falta de lo más elemental, como eran las ropas, de las que anduvo escaso>>. Esta confesión nos lleva a una doctrina emersoniana de que la experiencia se adquiere en la vida y Lucius reconoce cómo ha aprendido más de la realidad en esos cuatro días que durante todos sus años con la familia y en la escuela. El hijo que nazca de su amigo se va a llamar Lucius Priest Hogganbeck, con lo cual tenemos una bella metáfora que eterniza la inocencia. El coche del abuelo, motivo de la disputa, es como una llamada al naciente mundo técnico que exige sus tributos. El viaje adquiere situaciones bellísimas, como: << El sol ya casi se había ocultado; cuando alcanzásemos Ballenbaugh sería de noche. Tendríamos que pernoctar allí. Marchábamos ahora a la máxima velocidad posible y pronto rebasamos la casa de los Wyott, una familia amiga de la nuestra. Padre solía llevarme allí a cazar pájaros en Navidad >>. El padre está siempre presente, un problema edípico que en Faulkner adquiere matices evidentes. Estamos ante una familia que se descompone pero que exige un tributo de salvación. Lucius ha sido educado con unas normas que no sirven y la compañía de sus humildes amigos, como ocurría en el “Huckleberry Finn” de Mark Twain, le ha salvado.

William Faulkner descubre un método literario sumamente árido que se halla presente en muchos escritores actuales. La búsqueda de valores en una sociedad caduca es un tema que tratan Norman Mailer, John Barth o Truman Capote. Cuando leemos páginas de John Hawkes, Thomas Pynchon o Kurt Vonnegut, estamos ante un estruendoso fenómeno de ruptura del texto que nos recuerda mucho al maestro sureño. Faulkner nos ha remitido a ese lugar mítico donde los seres se destruyen y donde hay una extraña ceremonia de pérdida de la inocencia. Temple Drake, la protagonista universitaria de “Santuario”, puede ser el ejemplo de la nueva moral femenina de seguir los más torvos impulsos para construir de esta forma el mapa de una íntima desintegración moral; ella busca su realización y al final se ve humillada por la brutalidad de Popeye. Sentimos, un poco, el lejano diabolismo de Hawthorne en las apasionadas chicas morenas de “La granja de Blithedale” o en “El fauno de mármol”. Faulkner se sabe dueño de una inmensa tradición, ama a América, vive casi toda su vida en ella, y no se considera nunca un exiliado. Tal vez sea en este punto en el que difiere de Hemingway, cuyos motivos de inspiración estaban tantas veces fuera de su patria, <<en otra nación>>, como tituló uno de sus cuentos.

Aparecida en 1929, “El sonido y la furia” es una de las más destacadas obras del siglo XX. El tema del hundimiento familiar, centrado en la familia Compson, da lugar a una versión moderna de la caída del hombre. El autor ve el argumento desde cuatro cuñas como si quisiera observar lo que pasa desde las fechas más convenientes y significativas, artificio que, sin duda alguna, procede del “Ulises” de James Joice. Tres momentos seguidos, 6-7 y 8 de abril de 1928, y un cuarto, el 2 de junio de 1910, aparecen desordenados, en este orden: 7-2-6-8, con lo cual la complicación no hace más que empezar. Añadamos que cada bloque – con su estilo narrativo personal y característico – lo va a narrar un héroe distinto: Benjy, Quentin, Jason y Dilsey, como si Faulkner quisiera decirnos que la familia objeto de la historia debe ser observada en ese orden, mediante esos lenguajes y en esos momentos de tiempo concretos. Caddy, Quentin, Jason y Benjy son hermanos, pero Caddy no tendrá la ocasión de narrar. Ella, sin embargo, es el centro de la tragedia.
El tema de la destrucción de los Compson se enhebra en la imagen tentadora de Caddy; Benjy es un idiota, un ser anormal que no siente nada; el título de la obra apunta a palabras de Shakespeare en “Macbeth”: << Un cuento narrado por un idiota, lleno de sonido y furia, y que nada significa >>; así tenemos la crepuscular historia de una decadencia que va desde 1699 hasta 1945, y que no cabe duda que Gabriel García Márquez ha utilizado al escribir “Cien años de soledad”. Quentin se suicidará al saber que su hermana no le ama, con lo que el tema del incesto se integra en el argumento total de depravación; Faulkner explica así una relación: << Amó a su hermano, a pesar de él, no sólo lo amó a él, sino a ese amargo profeta y a ese juez inflexible e incorruptible de lo que él consideraba el honor de su familia >>. Quentin, desde su fría mente intelectual, nos dará uno de los ejemplos más bellos de monólogo interior, en uno de los momentos cruciales de la novela y que está dedicado a Caddy, su hermana, ya que es ella la tentación sexual para los dos hermanos.

Al final Quentin se suicidará en la Universidad de Harvard arrojándose al rio Charles. Pero él representaba también la esperanza: recuerda cómo el abuelo le había dicho: << Quentin, te doy el mausoleo de toda esperanza y deseo, es más que penosamente posible que lo uses para conseguir la reducción al absurdo (reducto absurdum) de toda experiencia humana >>. Este lenguaje bíblico se repite en la violencia verbal de todas las páginas de “El sonido y la furia” para dejarnos prueba de una narrativa de enorme, genial y hasta inalcanzable tensión. El último libro de los cuatro, el de Dilsey, es como un reposo, como un ámbito de paz para que la pasión se cierre con esperanza. Resaltemos, para aclarar este ciclo, que al final del verano de 1909, Caddy pierde su virginidad y que se casa el día 24 de abril de 1910; Quentin se suicida como respuesta apasionada el día 2 de junio de ese mismo año; 1912 es la fecha de la castración de Benjy o de la muerte de Mr. Compson. El presente, cuando se nos insinúa, es el día 7 de abril de 1928. Fechas que constituyen los hilos de toda la tragedia familiar.

Destaquemos cómo el tema de la caída de unos seres abyectos trae consigo una extraña mitificación del entorno. El monólogo interior que Benjy y Quentin comparten, es la advertencia por parte del autor de que el lenguaje ya no tiene posibilidades, que es preciso añadir nuevos métodos literarios, que lo mismo conduce a “Winesburg, Ohio”, de Sherwood Anderson como a ecos más lejanos y muy presentes en Faulkner, como “Pierre o las ambigüedades” de Herman Melville. Faulkner era el más viejo de cuatro hermanos y pudo entender muy bien cómo se mueven las relaciones fraternas; así su apocalipsis privado va alcanzando señas de identidad. El tema de la tentación sexual se repite, como se lee: << En el Sur os da vergüenza ser vírgenes. Jóvenes. Mayores. Todos mienten sobre eso. Porque para las mujeres significa menos – dijo padre. Decía que los hombres fueron los que inventaron la virginidad, no las mujeres >>. Pensamientos entrecortados que son el aviso de que hemos alcanzado un nivel crítico de la sociedad. Una alegoría del Sur con sus injusticias manifiestas y sus restos encubiertos de esclavitud.
En 1946 Faulkner completa esta obra con unas páginas en las que explica con detalle la historia de los Compson, situada entre 1699 y 1945, y donde muchos puntos quedan aclarados. Tal vez sería conveniente empezar por ahí la lectura de “El sonido y la furia”. El cierre de este apéndice: << Dilsey, ellos perduraron>> tiene el valor de una situación casi religiosa, donde la humildad al final renace y vence. Terminamos este programa con una reseña del gran Jorge Luis Borges, que aunque trata de la novela “¡ Absalón, Absalón!”, contiene una magnifica glosa de Faulkner: << Sé de dos tipos de escritor: el hombre cuya central ansiedad son los procedimientos verbales; el hombre cuya central ansiedad son las pasiones y trabajos del hombre. Al primero lo suelen denigrar con el mote de <<bizantino>> y exaltar con el nombre de <<artista puro>>. El otro, más feliz, conoce los epítetos laudatorios “profundo”, “humano”, “profundamente humano” y el halagüeño vituperio de “bárbaro”. El primero es Swinburne o Mallarmé; el segundo, Céline o Theodore Dreiser. Otros, excepcionales, ejercen las virtudes y los goces de ambas categorías. Víctor Hugo anota que Shakespeare contiene a Góngora: podemos observar que también contiene a Dostoievski….. Entre los grandes novelistas, Joseph Conrad fue acaso el último a quién le interesaron por igual los procedimientos de la novela, y el destino y el carácter de las personas. El último…, hasta la aparición tremenda de Faulkner. Faulkner gusta de exponer la novela a través de los personajes. El método no es absolutamente original – “El anillo y el libro” de Robert Browning (1868) detalla el mismo crimen diez veces, a través de diez bocas y de diez almas -, pero Faulkner le infunde una intensidad que es casi intolerable. Una infinita descomposición, una infinita y negra carnalidad hay en este libro de Faulkner. El teatro es el estado de Mississippi: los héroes, hombres desintegrados por la envidia, por el alcohol, por la soledad, por las erosiones del odio. “¡Absalón, Absalón!” es equiparable a “El sonido y la furia”. No sé de un elogio mayor >>.

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