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Nada más que libros – Baudelaire, Verlaine y Rimbaud

23 diciembre, 2021 - Literatura, Poesía
Nada más que libros – Baudelaire, Verlaine y Rimbaud

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“A mi lado sin tregua el Demonio se agita;
en torno de mí flota como un aire impalpable;
lo trago y noto cómo abrasa mis pulmones
de un deseo llenándolos culpable e infinito.

Toma, a veces, pues sabe de mi amor por el Arte,
de la más seductora mujer las apariencias,
y acudiéndo a especiosos pretextos de adulón
mis labios acostumbra a filtros depravados.

Lejos de la mirada de Dios así me lleva,
jadeante y deshecho por la fatiga, al centro
de las hondas y solas planicies del Hastío,

y arroja ante mis ojos, de confusión repletos,
vestiduras manchadas y entreabiertas heridas,
¡y el sangriento aparato que en la Destrucción vive!

 

“La destrucción” poema de “Las flores del mal”. Charles Baudelaire.

 


CARTEL NMQL-Baudelaire-cuadro

Hay unanimidad en cuanto a la opinión de que la poesía moderna- no sólo en Francia sino en todo el ámbito de la cultura de occidente- empieza con un libro, “Las flores del mal” de Charles Baudelaire, publicado en 1.857. En esas páginas, no muchas, se contiene el núcleo de todo lo que será la poesía hasta hoy, y en este tiempo que ha transcurrido desde esta obra fundacional es difícil encontrar poetas importantes que no puedan considerarse como discípulos directos o indirectos de Baudelaire. El primer ciclo de esa descendencia cubre aproximadamente la segunda mitad del siglo XIX y los alrededores de 1.900, año en torno al cual muere Verlaine. A partir de entonces los continuadores de Baudelaire han desarrollado genialmente sus presupuestos hasta el punto de dar la impresión de que lo han inventado todo; a partir de ellos, el siglo XX hará muchas cosas que sonarán a nuevas, pero que no consistirán más que en llevar a sus últimas consecuencias lo que hizo este puñado de franceses. Entre Baudelaire y el 1.900 se extiende, pues, una época cápital de la poesía europea, a la que se ha dado el ambiguo nombre de . En realidad simbolistas propiamente dicho sólo los hubo a partir de los años ochenta del XIX, cuando esta palabra se puso en circulación; simbolista, en rigor, sería la tercera y última de las fases en que puede dividirse este período. La primera corresponde a la magistral de Baudelaire, y la segunda a la de sus grandes discípulos – Verlaine y Rimbaud, y otros , que pasaron a ser maestros de la generación llamada simbolista. Pero si el nombre pertenece a los epígonos, el genio es de los iniciadores; y cuando el simbolismo toma cuerpo y denominación, se convierte en una moda, suscita polémicas, genera antologías, manifiestos, etc., y se incorpora por parte de la poesía a la estética finisecular, resulta que sus figuras son menores, desdeñables, de segundo o tercer orden, y nos interesan mucho menos que los grandes inventores líricos que les habían precedido, aún sin fama, sin nombre y sin escuela.

Baudelaire es el origen de toda esta historia, pero como siempre en los orígenes hay estímulos y coincidencias que ayudan a explicar los grandes cambios. Y este cambio se forja a mediados del XIX con una serie de circunstancias de carácter muy distinto. En la vida del país es la transición entre la monarquía burguesa de Luis Felipe y el Segundo Imperio; muchas ilusiones concebidas en las barricadas de 1.848 se irán al traste, la revolución acabará muy pronto en un cesarismo, mientras empieza otra época y los últimos románticos se mueren. Algunos de estos últimos románticos, antes de desaparecer, contribuirán a un clima nuevo que se está formando en la literatura francesa. Por ejemplo, Gérard de Nerval y Théophile Gautier sitúan la poesía más allá del subjetivismo romántico, pero el cambio de la sensibilidad se aprecia en los jóvenes de la generación nacida hacia 1.820 a la que pertenecen, entre otros Flaubert y Baudelaire. En esos años posteriores a 1.848 se inicia la corriente que luego será llamada , que une a los temas de la antigüedad grecorromana y a ideales de la más esmerada perfección formal, unos símbolos de libertad, progreso y república. Son los años en que Baudelaire está escribiendo “Las flores del mal”, aunque naturalmente todo ese aire de los tiempos no bastaría para explicar esa obra maestra, que acertó a encontrar en sus versos una voz nueva y profunda como pocas.

Charles Baudelaire nació en París en 1.821. Su padre, que le llevaba treinta y cuatro años a su esposa, había sido un antiguo sacerdote que colgó los hábitos durante la revolución, y murió en 1.827, cuando el futuro poeta era aún muy niño; su madre, un año después, contraía segundas nupcias con el comandante Aupick. Este militar que iría ascendiendo hasta llegar a general, no parece haber merecido el obstinado rencor con que le distinguen todos los baudelerianos, haciéndose eco del odio que le tuvo su hijastro. Pero biográficamente es una pieza clave, como lo es también esa madre que ocupa un turbio y dramático lugar en la atormentada vida interior del poeta. En 1.893 se le expulsa del liceo Louis-le-Grand por indisciplina, pese a lo cual termina el bachillerato; se matrícula en la facultad de Derecho, pero nunca se tomará en serio los estudios, ni mucho menos llegará a ser abogado. Se instala ya en el permanente desorden de su vida, sin haber encontrado aún en la literatura el único orden que puede salvarlo del naufragio. Tiene amistades literarias , algunas muy ilustres, como Balzac y Nerval, y relaciones amorosas que le harán contraer la sífilis, de cuyas consecuencias iba a morir veintitantos años más tarde. El matrimonio Aupick se alarma, convoca un consejo de familia y se obliga al díscolo estudiante a emprender un largo viaje por mar que le llevará hasta la isla Mauricio. Pero a su regreso,en 1.842, nada ha cambiado: es mayor de edad, se instala por su cuenta y se dispone a gastar la parte de la herencia paterna que le corresponde. En su vida bohemia aparece ahora la mulata Jeanne Duval, modestísima actriz de los teatros de bulevar, amante y musa con la que sostendría largas y muy borrascosas relaciones. Su padrastro, que se ha convertido en un gran personaje oficial (es comandante en jefe de la plaza de París), y su madre frenan sus derroches, sometiéndole a un consejo de familia, lo cual significa que sólo va a percibir una pequeña renta mensual. Es la guerra abierta con su familia, mientras escribe versos que se incorporarán a su gran libro, prueba la crítica de arte y se entusiasma por una serie de artistas ignorados o muy discutidos, como el pintor Delacroix, el poeta americano Edgar Allan Poe y el músico Wagner.

Baudelaire está ya en la vanguardia de la estética, pero no consigue abrirse paso en la literatura. En revistas publica poemas sueltos y un curioso cuento, “La Fanfarlo”, anuncia un gran libro que ha de llevar el provocativo título de “Las lesbianas”, frecuenta los ambientes artísticos, pero por el momento no pasa de ser uno de tantos bohemios que quizá promete. Empieza a ceder a la tentación de las drogas e intenta suicidarse, juzgándose, según el mismo dice, . La revolución del año 48 le exalta, ofreciéndole unos ideales y la posibilidad de dejar de ser ; participa en las barricadas de París, se hace miembro de la Sociedad Republicana Central que había fundado Blanchi, colabora en un efímero periódico de tendencias socializantes, y en el mes de junio se une a las insurrecciones populares. Pero todo eso tiene los días contados, la ilusión se agota muy pronto, y siguen las agrias disputas con la familia y la vida en común con la indigna mulata, que le engaña y se burla de él. En los siguientes años continúa dando tumbos sin conseguir centrar o equilibrar su existencia: proyectos teatrales, traducciones de Poe, poemas publicados aquí y allá, bajo la severa mirada reprobadora del general Aupick, al que han nombrado senador. Su vida amorosa sigue siendo un nudo de contradicciones: amores encanallados, amores platónicos, Marie Duval,, la actriz Marie Daubrun, la bella Madame Sabatier, a quién escribe anónimamente, su salud sigue siendo mala y las deudas crecen. Pero Gautier ha publicado ya “Esmaltes y camafeos”, y Baudelaire reconoce en él a su maestro, a quién va a dedicar “Las flores del mal”. Mediante la poesía cree poder sublimar toda la dolorosa confusión en que se debate.

En 1.857, dos meses después de la muerte del general Aupick, se publican por fin “Las flores del mal”, con una tirada de mil trescientos ejemplares. De este año crucial data también la publicación de los primeros poemas en prosa, así como sus fugacísimos y frustrados amores con Madame Sabatier, la que parecía amada lejana e inaccesible, y que cuando deja de serlo crea en él uno de esos conflictos psicóticos tan baudelerianos en los que se mezclan la culpa y la soberbia. Le quedaban diez años de vida, que iban a ser, con raras excepciones, una sucesión de incomprensiones y fracasos. Sigue traduciendo a Poe, “Las flores del mal” se reeditan con poemas nuevos, parte de los poemas en prosa se reúnen bajo el título “El esplín de París” en 1.864, pero tienen una acogida muy fría. Tampoco las conferencias que va a dar a Bruselas tienen éxito, y piensa vengarse escribiendo un libro contra los belgas. Los síntomas de su enfermedad venérea se hacen más alarmantes y su vida con Jeanne Duval es un verdadero infierno. Encontrándose en Bélgica, tiene noticia de que unos jóvenes poetas de veintitantos años, un tal Mallarmé y un tal Verlaine, le colman de elogios; el poeta maldito tiene, pues, discípulos, lo cual, como tal poeta maldito, no parece complacerle demasiado. Escribe: . Muy pronto la soledad va a adquirir tonalidades trágicas; su mal progresa con gran rapidez, y su consecuencia es la parálisis y una afasia creciente. Es hospitalizado en Bruselas, acude su madre, que tiene setenta y dos años, y en julio de 1.866 se le traslada a París y es ingresado en una clínica hidroterápica del barrio de Chaillot. En esa clínica, sin haber recuperado el uso de la palabra, pero conservando toda su lucidez, muere el 31 de agosto de 1.867.

Como decíamos, poco antes de morir, Baudelaire descubrió que tenía admiradores desconocidos. Uno de ellos era el joven Paul Verlaine, nacido en 1.844 en Metz, hijo de un oficial del ejército. Tuvo una niñez en apariencia normal y feliz, y desde 1.851 vivió con su familia en París, devorando poesía, escribiendo versos y sintiendo una admiración sin límites por Victor Hugo y los románticos en general. Hacía 1.860 descubre a Baudelaire, entrevé nuevos caminos para su futuro soñado de poeta, y en seguida concurre a los primeros cenáculos parnasianos, en los que aprende el rigor de la forma. Empieza a publicar en revistas, pero como debe mantenerse, entra en calidad de escribiente en las oficinas del ayuntamiento de París. Al año siguiente, 1.865, muere su padre, colabora en “L´Art”, revista parnasiana que naufraga muy pronto y en 1.866 es ya uno de los poetas de la revista “El Parnaso contemporáneo”, en cuyas entregas figuran nombres tan ilustres como Gautier, Baudelaire y Leconte. Sigue su primer libro, “Poemas saturninos”, muy boudeleriano, y tras una crisis en la que sufre trastornos nerviosos y bebe en exceso, frecuentando los ambientes de la bohemia literaria, parece equilibrarse gracias a Mathilde Mauté, con quién va a casarse en 1.870. En las “Fiestas galantes”, de 1.869, evoca con sensibilidad el mundo frágil y bello de Watteau, y en “La buena canción” de 1.870 canta su nuevo amor, que le ha dado la felicidad y la paz. Pero no eran tiempos de paz: inmediatamente sobrevino la guerra franco-prusiana, y luego el asedio de París y la Comuna. Verlaine perdió su empleo y la armonía conyugal se vio amenazada. En ese momento crucial de la vida del joven poeta, débil y apasionado, su destino se cruza con una de las figuras más fuertes y enigmáticas de toda la literatura contemporánea, otro joven, diez años menor que él, que ocupa también un lugar de primer orden en la descendencia de Baudelaire: Arthur Rimbaud (1.854- 1.891), precocísimo y rebelde a ultranza, que coincidirá con Verlaine en ese París dolorido y espectral que hace pocos meses ha sido escenario del desastre de la Comuna. El encuentro de ambos torcerá para siempre la existencia de Verlaine y será el origen de una intrincada y dramática historia.

Rimbau había nacido en Charleville, en las Ardenas, en un hogar desavenido, y ya en su época de colegial empezó a escribir versos, insólitamente buenos para su edad; constantes disputas con una madre muy autoritaria le empujaron a huir de Charleville en varias ocasiones, y en febrero de 1.871 llegó a París y conoció a Verlaine, quién le introdujo en los ambientes literarios de la capital. La influencia del jovencísimo Rimbaud, que deslumbraba a todos con su talento poético y su espíritu de rebeldía absoluta, fue decisiva, y en 1.872, cuando se fue a Bélgica, arrastrando con él a Verlaine, quién abandonó a su esposa y a un hijo de pocos meses. Los dos amigos pasan a Inglaterra, se suceden las riñas y las reconciliaciones, y por fin la ruptura se produce en Bruselas, donde Verlaine dispara sobre Rimbaud dos tiros de revólver que le hieren en la muñeca. Condenado a dos años de prisión Verlaine publica “Romanzas sin palabras”, un libro profundamente innovador, que revela una poética nueva, fundada en la música del verso, pero que cae en el vacío total. Mientras, la separación legal se consuma, y el poeta encarcelado recobra la fe cristiana de su niñez. Al verse de nuevo en libertad, trata en vano de reconciliarse primero con Mathilde y luego con Rimbaud, provocando así una pelea con este último en Alemania. Rimbaud había seguido su vida errante por diversos países de Europa, como movido por una desazón íntima que se expresa en los poemas en prosa de “Una temporada en el infierno”, conjunto de visiones escritas en un lenguaje bello y hermético que parece aventurarse mucho más allá de donde habían podido llegar los poetas más audaces y revolucionarios. Rimbaud será ya para la literatura el vidente por antonomasia, como Verlaine el más refinado y sensible de los músicos que ha tenido la lengua francesa.

Verlaine volvió a Inglaterra para ganarse la vida con la enseñanza, volvió a caer en el alcoholismo, y ya en los años ochenta se habrá convertido en un guiñapo humano cuya vida escandalosa le sitúa al margen de la sociedad; publica un nuevo libro de poemas “Cordura” de 1.881, de inspiración religiosa, da a conocer a los que él llama “Los poetas malditos”, de 1.884, volumen que habla de Rimbaud, Corbière y Mallarmé, y en “Antaño y ayer” de 1.885 reúne versos de épocas muy diversas, algunos maravillosos, otros mediocres. La desigualdad, la irregularidad, el mal uso y el despilfarro de unas inmensas dotes líricas, va a ser hasta el final una constante en él. Conoce de nuevo la cárcel por haber agredido a su propia madre encontrándose bajo los efectos del alcohol, e instalado definitivamente en París empieza el último y lamentable período de su vida; entrando y saliendo de los hospitales, viviendo a salto de mata, borracho la mayor parte del día, y publicando una desconcertante mezcla libros poéticos de tema religioso y de tema descarnadamente erótico. En los años noventa, una vez ha echo eclosión el movimiento llamado simbolista, los jóvenes le reconocen como un gran maestro, y le visitan reverentemente en las tabernas, burdeles y hospitales que suele frecuentar. A pesar de vivir en la miseria más sórdida, en 1.893 es candidato para la Academia y al año siguiente recibe el pomposo título de . Muere en enero de 1.896 como una estampa viviente del poeta maldito, , como le cantó en su responso Rubén Darío, el hombre que exprimió las palabras para extraer de ellas un inimitable lirismo, una música nunca oída que habla del sueño y de lo inefable.
No menos singular, a su manera, fue también el fin de su antiguo amigo y compañero Arthur Rimbaud, quién en 1.876 parece haber renunciado por completo a escribir para lanzarse a una vida de aventuras en países exóticos. Se enrola en el ejército colonial holandés, deserta, va a parar a Chipre, luego recorre los puertos del Mar Rojo, y a fines de 1.880 fija su residencia en Abisinia, dedicándose al tráfico de marfil y de armas; uno de los mayores poetas del siglo se olvida de toda actividad literaria y vive en tierras remotas como mercader. En el curso de estos últimos años se publica en París su segundo libro “Las iluminaciones”, compuesto tiempo atrás, y que es uno de los textos más sorprendentes y fulgurantes de la poesía moderna. Rimbaud describe en estos poemas en prosa un mundo mágico y misterioso que parece obedecer a leyes que no tienen nada que ver con las de la realidad. En la pluma de este alquimista de la poesía que quiere por medio del arte de la palabra, todo se transforma en prodigio, locura o milagro, un encantamiento que permite . Esta poesía tan violenta, críptica y original iba a prestarse a las interpretaciones más contradictorias, cuando, mucho después de su muerte, se hizo el descubrimiento de Rimbaud. Para los surrealistas fue un precursor, además de un símbolo de la rebeldía absoluta ante la condición humana; otros vieron en él un gran revolucionario cuya enigmática obra sólo se explica con claves políticas; no faltó quién hablara de influencias de las religiones orientales, y Claudel, que se consideraba su discípulo, le llamaba , atribuyéndole un espíritu radicalmente cristiano.
Y el misterio que todavía hoy envuelve la poesía de Rimbaud y sus supuestos significados, iba e espesarse con las extrañas circunstancias que se dan en el último periodo de su vida. En el curso de los años ochenta, en Abisinia, Adén o El Cairo, si escribe a su familia es para pedir obras técnicas, diccionarios, manuales que le permitan conocer mejor el comercio al que se ha consagrado, jamás nada relacionado con la literatura, que parece haber borrado de su memoria. Ahora es alguien que lucha denodadamente por hacerse rico, y, cuando la fortuna empieza a sonreírle, en la primavera de 1.891, cae enfermo. Tiene un tumor en la rodilla que se agrava y que obligará que le trasladen a la costa, recorriendo trescientos kilometros de desierto en unas parihuelas; embarca con destino a Adén, allí quieren amputarle la pierna, y por fin ingresa en un hospital de Marsella donde los médicos diagnostican un cáncer generalizado. La amputación resulta inútil y muere en Marsella el 10 de noviembre de 1.891, a los treinta y siete años, después de que, según el discutido testimonio de su hermana Isabelle, se hubiese reconciliado con la Iglesia.

 

 

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