DIBUJO DE LA MUERTE
Guillermo Carnero (Valencia, 1947)Publicado por vez primera en 1967, Dibujo de la muerte era el rompedor poemario de un jovencísimo Guillermo Carnero (contaba tan solo 20 años) con el que inauguraba su trayectoria poética y confirmaba una nueva etapa para la lírica española, dejando atrás no sólo la llamada poesía social sino también el intimismo vitalista de sus más inmediatos predecesores generacionales. Podría decirse que, saltando por encima de ellos, entroncaba con el proceso literario interrumpido con la guerra civil y que tenía como punto de partida el Modernismo de finales del XIX y como término las vanguardias y la conocida como generación del 27.
Dos son las notas que caracterizan a Dibujo de la muerte. En primer lugar, la representación de un mundo artístico de Belleza. Nos encontramos, aquí, ante la Belleza creada por el Arte: el monasterio de Las Huelgas, Citerea, Aranjuez, Venecia…O con individuos que encarnan la persecución de ese ideal: Scarlatti, Oscar Wilde, Watteau, o, incluso, el ficticio Detlev Spinell (protagonista de la nouvelle de Thomas Mann Tristán, que reemplaza en el poema de Carnero al compositor Gustav von Aschenbach de Muerte en Venecia). Y Belleza también del lenguaje con el que se describen objetos, espacios, sensaciones.
Y junto a la Belleza, la omnipresencia de la Muerte, ángel debelador que transforma el Arte en artificio, que resuelve todo en ruinas: cómo lamenta Scarlatti la irrupción de las voces humanas (inexorablemente sometidas a la muerte) en medio de la belleza sonora de su Concertato, en qué pétreo silencio se ha convertido la vida en el monasterio de Las Huelgas, qué agónico el final de Detlev Spinell, tras haber comido un puñado de fresas, atrapado por su pasión amorosa en una Venecia apestada, con qué desprecio mira Watteau a los vulgares paseantes de los Campos Elíseos (¡los paradisíacos Campos Elíseos, nada menos!) siendo como es él dueño de un universo fabuloso surgido de su imaginación, con qué inútil obstinación se recluye Oscar Wilde en su mundo para preservarse del dolor. Y, finalmente, con qué piadoso desencanto ve el sujeto poético de “Embarco a Citerea” zarpar la nave hacia la isla de la eternidad.
Selección poemas:
I. Amanecer en Burgos
(Las Huelgas)
En el silencio de los claustros reposa
la luz encadenada por la epifanía del tiempo.
Florece la altísima tumba
en blancos capullos de escarcha. Un ámbito
de otro oculto transcurre, sólo por unas losas
que oscuramente resuenan, incubando
el crescendo angustioso de la proclamación de la muerte.
Fidelidad no ensayada a la hora de vivir,
permanece cada corazón bajo el delicado sudario
que nada oprime. Sobre las piedras se abre
una fontana de musgo. Porque quizá
temiéramos vivir, en la sombra germina
la floración de la carne muerta. Andrajos y oro
el esplendor revelan de los cuerpos antiguos.
Entre imágenes de lejana belleza, piadosamente se oculta
la carne muerta. Y así es hermoso
discurrir fugazmente entre la eternidad de la vida, engarzada
por la geométrica perfección de los albos sepulcros,
como quien nada escucha, puesto que ni seremos
llamados a los turbios festejos de la muerte
ni el amor y el deseo corruptos, y el impalpable polvo de los besos
alteran, en la madrugada tibia que turba el aire,
el armonioso vuelo de la piedra, elevado
en muda catarata de dolor.
II. Muerte en Venecia
Detlev Spinell, son aquí debajo
de la muerte.
La sangre de la noche
por el parque, las alas de la noche
por el agua del parque, hasta la sangre
los ojos submarinos, las palomas,
el negro viento de su pelo, el agua
por el kiosko, por las porcelanas
azules, por los álamos, la orilla
de la noche, los mimbres destejidos
de la noche.
Debajo de su nombre,
del borroso marchamo, demasiada
fue su belleza por entre las barbas
de los antepasados, los blasones
y el yeso colorado de los culos
de los ángeles.
Mira: no es el pájaro
debatiendo su herida en el teclado
ni es la cuerda que gime ni el antiguo
sonido de su nombre, ni los tilos
ni el sol sobre la nieve.
Aquí debajo,
Detlev Spinell, de la muerte, al fondo
de las playas que rozan las palomas
de sus dedos, debajo de la muerte,
ya has olvidado el nombre de los bancos
de madera, la grava del camino,
las sombrillas de seda, los rugidos
de un presentido mar, mira la horrible
presencia de las cosas, los zarpazos
del sol, rugen las flores, se despliegan
los dientes de la noche, arriba sombra,
el martillo del mar, amor, oh noche
debajo de la muerte!
Se ha rizado
muy tenuemente el mar, o era su pelo,
se levanta cantando entre el tiznado
desnudo de los árboles, o el viento
ya quebrantado de su pelo, ola
por el monte lluvioso, hacia los viejos
sonidos de la vida, su lejana
adolescencia…
No, ni en el piano
ni en su muerto cabello, no, debajo
de la muerte renace, ni en las fotos
amarillas, debajo de la muerte,
en la ola de hoy se ha creado
su pasada belleza.
Ahora recoge
tu viejo libro… Pola, la sirena,
il vaporetto, las palomas grises
su belleza la ola pronto el viejo
maletín, hacia el puerto, hacia Venecia,
hacia ninguna parte.
El afilado
grito desde la nieve, desde el hueco
bramido de la noche los zapatos
de viaje deprisa allí la muerte
la arena, aquel sonido como el largo
vuelo de las gaviotas, allí tienes
Detlev Spinell deprisa la capa
de viaje tu muerte pronto, tienes
que llegar
el sombrero de los músicos
la pasarela, el Lido, las palomas,
und bon jour, euer Exzellenz!
la ola
ya está muy lejos, Venecia, tu muerte,
Detlev Spinell, has sentido el largo
sonido anticipado, ve, tu muerte,
rescata la belleza de su inútil
adolescencia.
Una vez más el silencioso resbalar de la góndola, casi
para tocar hacia la sangre un ramillete de frío,
para mirar al fondo de los derrumbaderos de la noche.
Como tantas otras veces, hacia la laguna,
despacio, desde ese ligero puñado de fresas,
tantas y tantas veces por entre los leones de piedra
y las columnillas transparentes de mármol, su delgado racimo de sangre,
tantas veces entre el aire mordido por las gárgolas,
en los rincones de las loggias, en los ecos
cubiertos de polvo en el mojado silencio de las fuentes,
una y otra vez
casi podría decirte cómo he recorrido
los dedos y la palma de mi mano,
cómo he visto despacio el opaco vacío de mis ojos
al mirar y tocar y correr y seguir cada tarde hacia la laguna
la góndola ligeramente velada por la niebla,
un puñado de fresas, a lo lejos,
allá atrás, en la playa, podría buscar ahora
las largas trasparencias sobre el pálido fondo del abismo
pero no
rozar la mano ligeramente sobre las aguas
para tocar con los dedos la punta de otros dedos, no,
allá a lo lejos es la muerte acaso,
tan sólo es un racimo de fresas salvajes, casi puedo
decirte cómo iba buscando el rostro de las cosas desde el brocal de los pozos,
quiero descender blandamente hacia la más alta noche,
ahora llevo mi muerte por la sangre vuela una golondrina,
quiero llevar mi muerte hacia la noche,
a la orilla del mar, hasta la orilla
de la noche,
quiero dejar mi muerte a orillas de la noche,
respirar la brisa de la noche, las flores ateridas,
el aire de las cosas, la tierra que no es,
al mismo fondo de los derrumbaderos de la noche.
III. Watteau en Noguent-Sur-Marne
En el brillante centro de la sala se oye
las risas y el reloj. En cuatro círculos
giran las Estaciones, y las Gracias recatan
su desnudez en el coronamiento.
Ágatas y nogal, si se entrelazan
a los pies del reloj, la caja oprime
las resonantes cuerdas, los finísimos flejes y el contenido cauce de la música.
Broncíneos bancos labrados y Pomonas veladas de musgo.
El círculo de los naranjos, contenido con violencia y arte,
concede en la distancia un húmedo refugio. Cómo puede
el aire frío de la noche conservar su pureza originaria,
del ir y venir de candelabros y libreas separado tan sólo por unas vidrieras transparentes.
Ficción o engaño. Pero los aprendidos pasos de baile, ¿son acaso
razón para una vida? Mezzetin, Citerea,
el espectáculo, el universo vuestro en mí surgido
donde no soy extraño.
Mirad: más vida
hay en la mano enguantada que abruma de encajes su antifaz,
o bajo los losanges del arlequín que pulsa las cuerdas del arpa,
que en todos vosotros, paseantes de los Campos Elíseos.
Porque el hombre desea conocer lo que ama,
descifrar la sangre que pulsa entre sus dedos, recorrer
íntimamente los senderos intuidos desde la cancela.
Nada vuestro me es oculto, personajes de fábula, porque soy uno mismo con vosotros,
y sin embargo, estoy tan solo como cuando, al entrar en el salón,
oprima una mano desconocida bajo la seda, en la próxima danza.
IV. Óscar Wilde en París
Si proyectáis turbar este brillante sueño
impregnad de lavanda vuestro más fino pañuelo de seda
o acariciad las taraceas de vuestros secreteres de sándalo,
porque sólo el perfume, si el criado
me tiende sobre plata una blanca tarjeta de visita,
me podría evocar una humana presencia.
Un bouquet de violetas de Parma
o mejor aún, una corbeille de gardenias.
Un hombre puede
arriesgarse unas cuantas veces, sobre la mesa
la eterna sonrisa de un amorcillo de estuco,
nunca hubo en Inglaterra un boudoir más perfecto,
mirad, hasta en los rincones una crátera de porcelana
para que las damas dejen caer su guante.
Oh, rien de plus beau que les printemps anglais,
decidme cómo hemos podido disipar estos años,
naturalmente, un par de guantes amarillos no se lleva dos veces,
cómo ha podido esta sangrienta burla
preservarnos del miedo y de la muerte.
Un hombre puede, a lo sumo unas cuantas veces,
arriesgar el silencio de su jardín cerrado.
Pero decid, Milady, si no estabais maravillosa preparando el clam-bake
con aquella guirnalda de hojas de fresa!
Las porcelanas en los pedestales
y tantísimas luces y brocados
para crear una ilusión de vida.
No, prefiero no veros, porque el aire nocturno,
agitando las sedas, desordenando los pétalos caídos
y haciendo resonar los cascabeles,
me entregará el perfume de las flores, que renacen y mueren en la sombra,
y el ansia y el deseo, y el probable dolor y la vergüenza
no valen el sutil perfume de las rosas
en esta habitación siempre cerrada.
V. Concertato
(Scarlatti)
Qué míseras las voces. Llamean, imploran, gimen,
se desatan en llanto. En la espesura surte
una liviana flauta, tímidamente vibra, y resonante
asciende y vigorosa turba
los reinos de la sombra.
Vibración de la música
derrumba las altísimas vidrieras. Qué deseo
para que brote el arpa, fluya el clave continuo,
irrumpa a contratiempo la vida.
En las noches de estío
qué míseras las voces.
VI. El Serenísimo Príncipe Ludovico Manin contempla el apogeo de la primavera
Tierra adentro, o allí donde se crispan
masteleros y jarcias, algo altera,
algo renueva o mata el armonioso curso
de los astros. Así fuera, Durazzo,
el rutilante ondear de púrpuras y sedas en la Dogana,
el tintineo de los cálices, las esclavas
y los leopardos jóvenes encadenados
junto a los cestos rebosantes de fruta.
Un fanal
alancea insomne el tibio sudario inamovible,
el mascarón copia en el agua la sempiterna mueca
de su ferocidad jamás extinta. Escarlata y armiño,
nada se estremece, nada tiembla al latir de los remos,
nada turba el rítmico martilleo del marfil, la caoba y el sándalo, ni estorba
la desvaída estela, las trompetas doradas que en la popa pregonan,
reposan fláccidos los flecos del quitasol, fruta madura
sazonada entre polvo y esplendorosos sueños de victoria,
de matanzas, de esclavos azotados, naves hacia Dalmacia, pero haced, Tesalónica,
viejos mármoles ultrajados por el monótono ronroneo del agua,
haced que clamen otra vez las trompetas de bronce.
Pero nadie
dude hoy que el antiguo esplendor y la felicidad consisten
en ungirse con los ricos despojos de sueños y cadáveres,
asistir, escarlata y armiño, en el altísimo sitial donde nada se siente,
calor ni frío, sino una imperturbable beatitud, al tibio
rielar de polícromos fanales en el agua insomne.
VII. Capricho en Aranjuez
Raso amarillo a cambio de mi vida.
Los bordados doseles, la nevada
palidez de las sedas. Amarillos
y azules y rosados terciopelos y tules,
y ocultos por las telas recamadas,
plata, jade y sutil marquetería.
Fuera breve vivir. Fuera una sombra
o una fugaz constelación alada.
Geométricos jardines. Aletea
el hondo transminar de las magnolias.
Difumine el balcón, ocúlteme
la bóveda de umbría enredadera.
Fuera hermoso morir. Inflorescencias
de mármol en la reja encadenada;
perpetua floración de las columnas
y un niño ciego juega con la muerte.
Fresquísimo silencio gorgotea
de las corolas de la balaustrada.
Cielo de plata gris. Frío granito
y un oculto arcaduz iluminado.
Deserten los bruñidos candelabros
entre calientes pétalos y plumas.
Trípodes de caoba, pebeteros
o delgado cristal. Doce relojes
tintinean las horas al unísono.
Juego de piedra y agua. Desenlacen
sus cendales los faunos. En la caja
de fragante peral están brotando
punzantes y argentinas pinceladas.
Músicas en la tarde. Crucería,
polícromo cristal. Dejad, dejadme
en la luz de esta cúpula que riegan
las trasparentes brasas de la tarde.
Poblada soledad, raso amarillo
a cambio de mi vida.
VIII. Embarco para Cyterea
Sicut dii eritis
GÉNESIS III, 4
Hoy que la triste nave está al partir,
con su espectacular monotonía,
quiero quedarme en la ribera, ver
confluir los colores en un mar de ceniza,
y mientras tenuemente tañe el viento
las jarcias y las crines de los grifos dorados,
oír lejanos en la oscuridad
los remos, los fanales, y estar solo.
Muchas veces la vi partir de lejos,
sus bronces y brocados y sus juegos de música:
el brillante clamor
de un ritual de gracias escondidas
y una sabiduría tan vieja como el mundo.
La vi tomar el largo,
ligera bajo un dulce cargamento de sueños,
sueños que no envilecen y que el poder rescata
del laberinto de la fantasía,
y las pintadas muecas de las máscaras
un lujo alegre y sabio,
no atributos del miedo y el olvido.
También alguna vez hice el viaje
intentando creer y ser dichoso
y repitiendo al golpe de los remos:
aquí termina el reino de la muerte.
Y no guardo rencor,
sino un deseo inhábil que no colman
las acrobacias de la voluntad,
y cierta ingratitud no muy profunda.