Una excursión por Guara, por Elena Parra
Hace casi un siglo y medio, en septiembre de 1890, cuatro personas hicieron un recorrido por la Sierra de Guara, tres prohombres, y un criado. Fue un viaje corto a pie, a lomos de un burro, a caballo y en tartana. Un mes después, uno de ellos, Enrique Font, escribió tres artículos de ese viaje que se publicaron en el Diario de Zaragoza.
Me encantan los viajes cortos y condensados en el tiempo, sobre todo los que transitan entre los siglos XIX y XX. Aportan descripciones superficiales, casi costumbristas, de los hechos, se centran sobre todo en las curiosidades del paisaje y contienen anotaciones artísticas a veces con muy poco contenido que debes recomponer y actualizar bajo una nueva mirada en otro contexto cultural. Busco estas incursiones en el territorio en libros y archivos, las leo con avidez, sigo el recorrido por las aplicaciones virtuales e intento detenerme en las marcas del camino, en los hitos que emocionaron a los viajeros. En ocasiones, consulto la temperatura, si ha llovido, o si acaso está nevando. Trazo la ruta en mapas convencionales, consigno una detrás de otra las inclemencias descritas e intento destripar la dureza de las situaciones que se detallan. Sus protagonistas siempre me han parecido pequeños héroes, personas curiosas, la mayor de las veces, bondadosas, que consiguieron vencer la adversidad para alcanzar lo que deseaban. En pro de causa pequeña, mediana, noble o menos noble…
Hoy os quiero contar, a vuelo de pájaro, cómo fueron esos días de 1890 en los que nuestros protagonistas pasearon por la sierra de Guara. Quizá resulte un poco traído por los pelos, pero a mí me parece que estaban haciendo excursionismo: iban descubriendo el territorio para interpretarlo después.
Pero primero, os diré por qué estamos escuchando este reconocible y a la vez insólito Vivaldi, y también por qué Guara es hoy la protagonista.
”Hace diez años, el pianista y compositor Max Richter publicó una audaz e innovadora grabación consistente en una recomposición de Las cuatro estaciones de Antonio Vivaldi, osadía que los más puristas tildaron provocación por atentar contra la esencia de la música barroca. No obstante, esta descalificación no fue óbice para que la mayoría de críticos especializados emitieran un dictamen favorable por mucho que el proyecto de Richter fuera más allá de interpretar a Vivaldi de un modo diferente, al deconstruir la partitura original en un intento de ahondar en las raíces de Vivaldi, un músico que, no lo olvidemos, también fue innovador al marcar la transición del concierto grosso barroco al concierto moderno para instrumento solista que actualmente conocemos.
Al presentar su obra, Richter declaró su intención de “combinar el ADN de Vivaldi con suyo propio, de múltiples influencias”, un maridaje que le permitió apreciar, sin renunciar a la esencia de la obra original y a pesar de que la reconstrucción se hizo desde una perspectiva minimalista, otra lectura de Vivaldi que conserva la tonalidad en todo momento y consigue una estructura armónica y rica en melodías”.
Alberto Soler Montagud, Nuevatribuna.es, 3 de junio de 2022
Aquí empieza la historia, ahora sí. Es Navidad y estoy en casa con gripe. Pienso con qué material componer mi primer paseo del año. Ando indefinida, no encuentro el hilo. Y necesito un principio. Tiro de mi hemeroteca personal, que no es otra cosa que un remix de documentos y bocetos y trozos de escritos inacabados, para ver si a partir de ahí llego a algún lado
Mientras rebusco en cajas llenas de papeles, entre la fiebre y la tos, suena en spoti esta pieza, las Cuatro Estaciones de Vivaldi, reconstruidas o recompuestas por Max Ricther. Y en ese momento se obra el milagro y todas las piezas empiezan a encajar. Siento con fuerza la máxima de que el pensamiento moldea la realidad, y en red, que es como funciona la memoria, me he ido hasta Guara, porque es allí donde escuché esta grabación por primera vez y donde me emocionó igual que ahora. Era otoño, iba con Chip. Y me pareció que Vivaldi se abría en canal para mí mientras conducía por las carreteras secundarias del universo.
Guara siempre ha estado en mi retina. Supone el principio de la montaña, un perfil que reconozco y al que vuelvo constantemente. Yo, que no creo que el universo resuelva nunca, me siento de repente en paz y tranquila. La mirada de Guara me ha encontrado siempre, y me ha afectado siempre. Y pienso en aquello de que la mirada que sentimos es la que creemos merecer, por lo que cierro los ojos y aunque esté en el pasillo de casa puedo ver la primera línea de su paisaje, sus curvas y cortados delineados en un orden perfecto; es un territorio, el de Guara, que puedo interpretar.
Primero ha sido Vivaldi el que me ha llevado a Guara, pero poco después otro latigazo cerebral enganchará con los anteriores. Parece casualidad pero esto es sincronicidad: Jung está jugando conmigo cuando encuentro los tres artículos que Enrique Font escribió en el Diario de Zaragoza tras su excursión por esta sierra.
El viaje de Enrique Font, de sus compañeros y del criado que se encargaba de los detalles, empieza un día de final de verano, concretamente, el 2 de septiembre de 1890. Parten de Huesca en busca de emoción, y la crónica comienza así “Uno de los deseos que más excita al hombre es el afán por lo desconocido”. Entre descripciones infantiles repletas de emociones primarias, con más visión histórica que artística, Enrique va narrando las “vicisitudes” de esos días de campo. Abundan adjetivos del tipo de risueño, recoleto, cristalino o bullicioso. Sorprende la minuciosa descripción de algunos elementos mínimos del paisaje y la prolija enumeración de la vegetación propia de este entorno natural. Desde los Fértiles campos a las feraces llanuras, las manchas inmensas de robles, los encinares, pinos, enebros, sauces, bojes, vides y olivos que les salen al encuentro… Y es que Guara, en esos días de septiembre, se mostraba en todo su esplendor entre “finísimas gasas de nieblas y barrancos profundos calcáreos formados por las continuas lluvias y deshielos”.
Sorprenden también las pobres descripciones de los monumentos que visitan, y lo tosco de su vocabulario cuando se refiere a ellas, ya sean ermitas, castillos o cuevas. Probablemente muchos de los edificios estaban abandonados, en mal estado, en ruinas, o habían sido víctimas de incendios destructores, como ocurre con el castillo de Montearagón, primera visita de nuestro grupo el día de su partida. El grandioso castillo-abadía de Montearagón, fundado y construido por Sancho Ramírez, es una presencia que evoca en nuestro periodista épocas gloriosas, con referencias a la grandeza perdida de la patria. Hay que tener en cuenta el incendio que se produjo aquí en 1843, “casual o premeditado”, como dirá Enrique, “donde la yedra y el espino dan fe del abandono”. Sí que hace mención al magnífico retablo de Damián Forment, que en esas fechas ya se había trasladado a Huesca. Menciona las desaparecidas sepulturas de Alfonso el Batallador y otros cien, que en realidad también se han trasladado a Huesca. Finaliza con una especie de homilía a lo que ya no está, “Todavía a mediados de este siglo alzábanse por encima de los muros del antiguo monasterio sus diez magníficas torres, todavía se conservaba intacta su sólida muralla de 35 m de altura y 2 m de espesor… ·”
Seguirán hacia Loporzano, el santuario de Nuestra señora del Pueyo, Angüés, y dormirán este primer día en Ibieca. Al siguiente partirán hacia Labata, para visitar después la gruta de Chaves y la caverna de Solencio, y terminarán en Panzano, antiguo lugar solariego de la noble casa de Villahermosa. Ay, entre los duques de Villahermosa y los condes de Guara (que eran del mismo linaje) se repartían casi la totalidad este hermoso territorio. Y aún conservan vastas y extensas propiedades.
Este segundo día atravesarán “pasos difíciles”, se sentirán desorientados y narrarán la angustiosa entrada a las cuevas de Chaves y Solencio. Pero una vez en su interior, se sentirán maravillados por las cascadas y las ondulaciones en la piedra. La descripción del Camarín de las hadas de la gruta de Chaves, estancia a la que los lugareños llaman la sala del becerro de oro, alude a los “prismas caprichosos que se descomponen en mil haces luminosos” por efecto de la luz artificial que portan. Y Solencio les hará recordar las palabras de la Divina Comedia de Dante “abandonen toda esperanza…” como advertencia para quienes están por entrar en el infierno.
No conoció nuestro excursionista las pinturas rupestres de la cueva de Chaves, ya que fueron descubiertas más tarde. El yacimiento neolítico de Chaves, uno de los más importantes de la península Ibérica, sería destruido de manera ilegal en 2007 por Victorino Alonso al realizar unas obras que convirtieron la cueva en un abrevadero.
El tercer día será de “Mal descanso y peor ascenso”. Llegarán, a través de duros y mal mantenidos caminos de herradura, hasta el santuario de San Cosme y San Damián, situado en una “garganta formada por dos altísimos montes cortados a pico que conforman un espantoso precipicio”.
Lugar de peregrinación, rodeado de una naturaleza agreste y salvaje, el santuario supondrá un remanso de paz. Después, tras nueve horas a caballo, llegarán a Ibieca, donde dormirán para acercarse, el último día, a la iglesia de San Miguel de Foces, construida, a caballo entre el románico y el gótico, por Ximeno de Foces como panteón familiar. En su interior, dos imponentes arcosoleos y unas maravillosas pinturas góticas que nuestros próceres, y su criado, no llegarán a ver, ya que el párroco había encalado completamente el interior del edificio. Esta preciosidad está a 2 km de Ibieca, y destaca en el skyline del Parque Natural de la Sierra y los Cañones de Guara. Impresiona por su elegancia y sobriedad entre olivos centenarios y campos de cereal
El grupo llegará por fin a Huesca hacia la medianoche del cuarto día, “sin que el más ligero incidente desagradable haya turbado la alegría de la caravana expedicionaria”.
Hemos escuchado diferentes fragmentos de las Cuatro estaciones. La reinterpretación de Richter conserva, al modo clásico, los tiempos de cada concierto, pero conforma unos paisajes sonoros que, aunque reconocibles en todo momento, sorprenden a la vez por su minimalismo y magnificencia. Las melodías fijas, tan conocidas por todos nosotros, se repiten en bucle, se reinventan, se rizan… y se mezclan con el perfil de Guara.
Vivaldi y Guara recompuestos. Y yo, la verdad, también me he recompuesto.