El origen
No quiero insistir más en eso de que la vida te da sorpresas porque va a parecer un mantra, y ya lo cantan demasiados poetas. Hoy os quiero llevar, entre el pasado y el presente, a otro de los lugares que me parecen mágicos. Me diréis que ya vale, que son muchos, pero no sé por qué tengo que elegir uno sobre otro, es muy reductivo… Conforme más descubro, más me emociona lo descubierto. Caminar y ver sin pararse donde no se está bien. Seguir sin pereza, con presteza, hacia otro sitio, continuando el camino.
Ayer por la noche trazamos la ruta. Nos informamos un poco en internet y pactamos los mínimos. Salimos ya, prestos a poner nombres concretos en el mapa mental que llevamos hilvanado. Veremos lo que podamos ver, lo que se deje, y nos lo llevaremos bien aprisionado en la mirada para, una vez en casa, reposado el viaje, estemos preparados para contarlo.
El itinerario es sencillo; iremos en coche y algún rato a pie, no penséis que vamos lejos, para nada. Lo cercano es muy emocionante cuando llega hasta el alma. Y nuestras almas están hambrientas esta mañana, porosas, con ganas de recibir y colmatarse.
Decía Guy Debord que «Entre los procedimientos situacionistas, la deriva se presenta como una técnica de paso ininterrumpido a través de ambientes diversos. El concepto de deriva se opone en todos los aspectos a las nociones clásicas de viaje y de paseo.»
Un laberinto, un azar, la seguridad de que tomas caminos inciertos… deambular presupone un lugar, y otro lugar. Nada es si en ningún lugar está. Será el conocimiento a través de los sentidos, pero los caminos, aunque parezcan desconcertantes, suelen llegar a un sitio. Eso sí, luego se transforma, y continúa. O se detiene, a veces. La deriva también te puede dejar aparcado en los márgenes fronterizos de los situacionistas, entre las nociones «clásicas de viaje y de paseo».
El destino elegido para hoy es el Valle de Aísa-Borau, y podría ser, claro que sí, el efecto de una deriva. Salimos de Jaca en dirección norte, hacia Francia, siguiendo la dirección del transitado y turístico camino de Santiago y las vías del ferrocarril que va o debería ir hasta Canfranc. El aire baila y atraviesa tantas cosas que no caben en la mirada. No es fin de semana ni fiesta alguna, con lo que vamos solos y a la velocidad que elegimos, lenta y menos lenta. Paramos, y volvemos a parar.
La mañana es brillante; por las ventanillas abiertas se cuela la velocidad transformada en brisa; la carretera dos, que es un desvío de la carretera uno con un ascenso vertiginoso que hacemos a 20 por hora, reserva la emoción de lo que todavía queda por descubrir: el lugar, el enclave, «el santuario» de Eduardo Martínez de Pisón.
Si tuviéramos capacidad de bucear dentro de lo que nos acontece, nos daríamos cuenta de que eso que llamamos sorpresas no son tales. Son, mejor, cauces de energía que nos hacen ver mucho donde a primera vista parece que no hay demasiado. Y a veces el lugar de donde vienen esas potentes corrientes es un camino que se inició hace mucho y sigue abierto, porque es como si nada terminara nunca.
Es lo que sentí cuando tomamos la empinada recta que conecta el valle del Aragón con el de Aísa-Borau, territorio que une Navarra con Aragón. De repente mi memoria filosófica me lleva volando a otro momento, a otro coche, a otra compañía, a otra atmosfera en la que sonaba Sad Song y sus casi siete minutos de maravilla. las ventanillas también estaban abiertas. Llevaba las antiguas gafas raiban, las de antes de estas actuales raiban, que me guardaban de los rayos directos del sol de verano. Era un esplendoroso mediodía. Íbamos a Borau en compañía de Lou Reed por el territorio primigenio del reino de Aragón. Fernando tenía una casita en Borau, y le encantaba la Velvet.
Seguimos y tras una curva, en la cima del collado, aparece el desvío hacia Las Blancas. Para mí es otro fongonazo: el camino hacia el pasado del que os hablaba, que continúa abierto.
“Esta una de las pistas más espectaculares del Pirineo aragonés. Primero ganas altura entre masas arbóreas, pero a mitad de pista un nuevo mundo de piedra y roca se abre ante ti. Collarada, Lecherines, el Aspe o el Biraurín se abren ante tus ojos como si fueran un continuo mirados mientras transitas por una arista de monte que separa los valles del Aragón con los de Borau y Aísa” (La joya de la Jacetania, en el blog puertos de Huesca).
La primera vez que vi abierta la barrera de la pista que sube hasta el pico de Las Blancas, me acababa de leer un estudio sobre la capacidad de acogida en los espacios naturales protegidos, y llevaba en la cabeza las expectativas de los visitantes, el nivel de masificación la necesidad de limitar el número de visitantes o la capacidad de acogida psicológica… Se analizaban también otros parámetros que tenían que ver con aspectos físicos, o con otros más difusos como el nivel de confort de las visitas o la accesibilidad para personas con movilidad reducida.
La realidad es que la subida por esta pista primero en coche y luego a pie hasta el refugio militar López Huici, resulta impresionante: acabas envuelto por bosques, el cielo y los valles del Aragón y de Aísa-Borau. Cuando miras hacia el precipicio, además de mirarte él a ti, puedes ver el Oroel debajo de todas las montañas intermedias desdibujado entre la calima. Solo pasa algún todoterreno con cazadores y perros y ciclistas exhaustos -los ciclistas siempre me parecen exhaustos-.
Es una pista solitaria que casi siempre está cerrada. Es un placer que los accesos no faciliten la llegada, no tener que pagar el peaje de los recorridos interpretativos ni rellenar encuesta alguna que indague sobre el nivel de satisfacción tras la visita. Me siento recompensada por no tener que oír hablar de que el «número de episodios de tránsito» (recorridos diarios realizados) sea el mínimo posible, por obviar las «paradas interpretativas» y por no tener que valorar la calidad de la visita, pensar en la pérdida de la sensación de “exclusividad” ni estar pendiente de guardar la distancia mínima de 10 m entre mi vehículo y el de delante.
Es un placer perderse y pararse el tiempo que te apetezca; meten caña su dificultad y su aislamiento; impresionan las grandiosas vistas y aprecias el tiempo que dedicas a los grandes -y pequeños- hitos hechos por los hombres que van saliendo al encuentro y personalizan el paseo dándole dimensión humana además de divina: los diques y paredes de contención, los detalles casi imperceptibles del mantenimiento de caminos y bosques o la mínima y escondida señalización. Son referencias más que suficientes, parecidas a las señales de humo, meros saludos o recordatorios de que estamos aquí y no en otro sitio. No quiero pensar que la pista pueda ser accesible a todo ni puedo imaginar que entre el inicio del camino y la punta de Las Blancas se proyecte una superautopista que salude al futuro. Quizá la única forma de preservar sea el puro desconocimiento. Y dejar que solo los lobos lleguen hasta aquí las noches frías.
Cuando llegamos a Borau vamos a casa de Pili y Cala. Cala es un hombre de sonrisa corta, que sabe cómo se comportan el tiempo y las lluvias, que subía el ganado a los altos pastos en verano y conoce el nombre de todas las estrellas de su hemisferio. Hablamos de historia y de la etimología de días pasados en la cocina de su casa mientras sale el café. Después nos detenemos un rato largo en el maravilloso suelo empedrado de su zaguán, que conservan y cuidan y van recomponiendo con infinito esmero. Hago fotos de todos los detalles.
El día es de más de diez. Terminamos la mañana recorriendo el valle del río Lubierre hasta su nacimiento, donde se juntan los arroyos Calcil y Lupán, y donde se erigió San Adrián de Sásabe o Sásave (o Sasau, sin tilde, tal y como lo pronuncia Pili, estudiosa de esta ermita, antes monasterio) en el siglo X. Estamos en el lugar donde se inició el condado de Aragón, que en ese momento dependía del reino de Pamplona. Este monasterio, tras ser sede itinerante del primer obispo de Aragón, se abandonó conforme el condado se volvió reino y se expandió hacia el sur. Un siglo más tarde, en el XI, se rehízo, pero solo esta pequeña iglesia y ya en las iniciáticas claves y contraseñas del románico lombardo, con las características del quehacer constructivo que iba marcando la catedral de Jaca. Singular el ábside, mucho nivel estilístico. Pili desmenuza la simbología esculpida en las ménsulas mientras grabo su voz. Le da vergüenza. Habla de hexapétalas protectoras, cruces, leyendas de la mano de San Adrián aguantando el timón de un barco en medio de la tormenta, círculos solares, rosetones… Nos encanta.
Su emplazamiento resulta extraño: al final de un valle boscoso, en un terreno que no asienta en roca firme, sino sobre tierras húmedas y con materiales de arrastre. Quizás el monasterio fue fundado en este lugar debido a algún hecho mágico o milagroso. Y cuenta la leyenda que aquí estuvo el Santo Grial, camino de Jaca, San Juan de la Peña, Zaragoza y Valencia; copa errante custodiada durante siglos por monjes, caballeros y obispos.
Después comemos bajo un sol que quema a casi 30 grados en el bosque de Abi, un hayedo húmedo todavía pelado de hojas plata, mientras las piedras y el ruido del agua, que es más que un rumor de sólidos y líquidos, nos siguen contando cosas. Hay un letrero interpretativo que leemos que identifico con la escritura de José Miguel, con quien trabajé un tiempo y a quién pillé la manera de expresarse. Un texto directo escrito casi en clave poética, una bonita forma de interpretar el patrimonio. José Miguel es muy bueno en eso.
El Aspe, blanco hoy en vez de negro, vigila nuestros movimientos. Nadie más lo hace.
Volvemos a Jaca al atardecer y nos tomamos un par de copas de vino en la terraza. Luego nos arreglamos y nos vamos a cenar. La catedral despliega ante nosotros óculos, rosetones y capiteles llenos de figuras arremolinadas de forma natural unas sobre otras en disposición de racimo. El románico lombardo en su esplendor. El origen del reino de Aragón y el origen, para mí, del tiempo de Lou Reed en Borau.
Todas las canciones que han sonado son de la lista de Fer, versátil y curiosa, como él. Quedan muchas cosas de las personas que pasan por la vida de uno, por ejemplo la música. Lo que escucho es un compendio de lo que escuchan y escucharon los que me acompañan. Hay tiempo, y espacio, para todos.
-Elena Parra-