En esta ocasión nos remontaremos en el tiempo para dar una vuelta por las callejas, calles y plazuelas que conformaban el recoleto espacio donde hoy se abre el lustroso paseo de la Independencia. De esta forma, modificamos el punto de vista hasta ahora seguido (el conocimiento de diversos aspectos de la historia del barrio de San José), para ampliarlo al conjunto de la ciudad. Se trata de un nuevo reto que asumo con ilusión, y que espero que pueda ser de interés para quien nos escuche.
Comenzaremos aclarando que antes del siglo XIX el centro de la ciudad no estaba en el actual paseo de la Independencia. Durante muchos siglos, el centro, como privilegiado espacio urbano, estaba en el entorno de la plaza del Mercado, entre el barrio de San Pablo y la puerta de Toledo, que desde antiguo ejercía de auténtica plaza mayor de la población. Así, y hasta casi mediados del siglo XIX el precio del suelo urbano en esa zona seguía siendo el más alto de toda la ciudad.
Mientras tanto, el área delimitada entre la Cruz del Coso al norte y la antigua puerta de Santa Engracia al sur, estaba determinada en la zona oriental por la rotunda presencia del enorme Hospital Real de Nuestra Señora de Gracia y el convento de Santa María de Jerusalén, ambos confrontados con el no menos extenso convento de San Francisco y su extensa zona de huerta. Entre estos complejos se abría una estrecha calleja denominada precisamente del Hospital, a la que daba continuación la de Santa Engracia, así llamada porque desembocaba en la plazuela de acceso al convento y puerta homónimos, puerta que entonces era uno de los ingresos secundarios al perímetro urbano de Zaragoza.Confrontando con el convento de Santa Engracia destacaban además los conventos de Nuestra Señora de los Ángeles de las Capuchinas y el de San José de las Carmelitas Descalzas, así como los hospicios de los monasterios de Veruela, Rueda, y Santa Fe. Estos conventos, sobre todo el de Santa Engracia, incluían una notable extensión de huerta. Sin embargo, a pesar de esta alta densidad de importantes edificaciones religiosas, y de contar con la puerta de Santa Engracia, el ingreso principal a la ciudad desde el sur era el que se hacía por la puerta del Carmen. Al oeste de las calles del Hospital y de Santa Engracia se abrían callejas como la de Huertas, de Monzón y del Riego, y al este las de Olmos y de Ballestar. Finalmente, varios ramales de la gran acequia de la Romareda circulaban al aire por esta zona surtiendo de agua a conventos y monasterios. La absoluta hegemonía de edificios religiosos hacía que en esta zona apenas hubiera espacio para unas pocas casas o edificios de viviendas.
El cambio radical de todo este escenario vino dado por un dramático evento bélico: los asedios franceses de 1808 y 1809, que afectaron gravemente al Hospital de Gracia y a los conventos de San Francisco, de las Capuchinas y de Santa Engracia. Durante la etapa de administración josefina que sucedió a la capitulación de 1809 se comenzó a despejar las ruinas del Hospital de Gracia y del convento de San Francisco, lo que permitió ensanchar un nuevo espacio en forma de plaza que recibió el provisional nombre de San Francisco, e iniciar el arranque de un nuevo y ancho paseo proyectado por el arquitecto municipal Joaquín Asensio, denominado Salón Imperial y que tomó como referencia la parisina rue de Rivoli.
Hasta la salida francesa en 1813, se consiguió ensanchar el primer tramo del paseo y colocar en él farolas, bancos de piedra, y plantar cuatro hileras de árboles, convirtiéndose pronto en un referencial entorno de encuentro y esparcimiento ciudadano. Esta iniciativa marcó la dirección del ensanche de la ciudad hacia el sur en dirección al Canal Imperial, desde donde, además, estaba previsto que sus aguas bajaran para alimentar la nueva fuente para la que el escultor Llovet esculpió una figura tridentina del dios Neptuno.Tras la marcha de los franceses el proyecto de Salón Imperial quedó en suspenso durante un tiempo. La plaza de San Francisco fue redenominada de San Fernando, en homenaje al deseado y absolutista rey, y el paseo vivió diversos avatares hasta que en 1833, con el inicio de la transición al estado liberal, recibió un nuevo impulso que durante el resto del siglo lo consolidó como codiciada zona residencial (de hecho aquí se produjo la primera promoción urbanística residencial moderna de Zaragoza) y como progresivo centro de la vida social de la ciudad, mediante un intrincado proceso que excede los límites del programa de hoy, y que incluyó en un momento dado, por ejemplo, la posibilidad de haber convertido todo el lado oeste del nuevo paseo en un parque, a la manera de las parisinas Tullerías. Posibilidad esta de configurar una ciudad distinta, sin duda, que no fructificó.
Esta y otras cuestiones relacionadas podrían plantearnos, tal vez, que hoy no tendríamos el paseo de la Independencia de no haber sido por la invasión francesa. Lo que sí parece claro es que desde la restauración de Fernando VII se ha asentado en el imaginario colectivo local, de forma mayoritaria, la incorrecta idea de que la desfiguración de la Zaragoza que románticamente sigue siendo añorada como “la Florencia española”, sería exclusiva responsabilidad de los desastres de la guerra de 1808-1809, es decir, de los franceses, de los gabachos, que habrían destruido toda la ciudad. Por supuesto que esa tragedia, propiciada por la invasión francesa, se llevó por delante de forma irreversible algunos elementos arquitectónicos de Zaragoza singulares y valiosísimos, pero algunos no significa todos, ni siquiera la mayor parte, porque desde 1809 ha habido tiempo más que suficiente para ver cómo se han perpetrado auténticas barbaridades urbanísticas y arquitectónicas en las que los franceses, reales o imaginarios, no han tenido ninguna participación, que se sepa.
Por eso, pienso que no se trata ni de agradecer o de culpar a los franceses por esta u otra ausencia patrimonial, y que en este caso concreto es más constructivo valorar que las destrucciones habidas en esta zona de la ciudad abrieron una posibilidad para que el devenir urbanístico fuera por un camino que hasta entonces, objetivamente, no parecía posible, como nos deja bien claro un vistazo a cualquier plano de la ciudad anterior a 1808.
Sin embargo, y para terminar, también en Zaragoza tenemos muestras de cómo otras zona de la ciudad, sin ser afectadas por guerra o invasión alguna, también han sido radicalmente modificadas hasta hacerlas irreconocibles en la actualidad. Por ejemplo, el área delimitada entre la plaza de Santo Domingo, la puerta de Sancho y la del Portillo, donde se extendían los antiguos e importantes conventos de Santo Domingo, Santa Lucía, las Fecetas y Santa Inés, de los que por circunstancias de las que no quiero acordarme apenas han perdurado unos menguados restos edilicios.