“La pequeña ciudad de Verrières puede pasar por ser una de las más bonitas del Franco-Condado. Sus casas blancas, con tejados puntiagudos de tejas rojas, se extienden sobre la ladera de una colina en donde unos macizos de vigorosos castaños acentúan las menores sinuosidades. El Doubs fluye a nos centenares de pies por debajo de sus fortificaciones, antaño construidas por los españoles y hoy en ruinas.”
-Comienzo de Rojo y Negro-
En la tradición realista francesa, pocos escritores han puesto tan desesperada tenacidad como Stendhal en sustituir la vida propia por otra elegida, inventada, como con un afán de rehacerse biográficamente en el que hay una crispación que da carácter a toda su obra. El Stendhal de la literatura es un sugestivo y rebuscado seudónimo del señor Henri Beyle, cuya carrera tiene siempre el signo de lo gris, la señal de la frustración y del fracaso. No querrá llevar su nombre y apellido, sino llamarse Stendhal; No será su ciudad natal, Grenoble, sino de su querida Milán; italiano y no francés, ciudadano del Renacimiento o de la posteridad, como se quiera, pero no de su siglo. Nadie más descontento de sí mismo y de todo lo suyo que él. Nace en Grenoble el 23 de enero de 1783, pero su ciudad le parece un <<cuartel general de la mezquindad>> y <<un innoble estercolero>>; a su padre le ve como a un monstruo, y engloba en su condenación a su familia y a su preceptor, excepto a su madre, que murió cuando él tenía siete años, a la que evoca quizá con una suerte de ilusión. El fin del antiguo régimen, con la caída de la monarquía y el advenimiento de la Revolución, que está viviendo Francia abre las puertas a las rebeldías íntimas más audaces. Si el mundo está cambiando de una manera tan rápida y total, quizá sea posible que él también deje de ser quién es para ser otro más a su gusto. Este excepcional cambio de la Historia alienta las esperanzas de cualquier metamorfosis personal.
A los dieciséis años el joven Henri abandonará Grenoble para presentarse al ingreso en de la Escuela Politécnica de París, coincidiendo con el golpe de Estado del 18 de Brumario, llevado a cabo por Napoleón Bonaparte; si el joven general podía ocupar el lugar del rey Luis XVI, ¿por qué él no podía dejar atrás a Henri Beyle y convertirse en algo mucho más alto y ambicioso?. En realidad la Escuela Politécnica no le interesaba en lo más mínimo; tenía el proyecto de ser distinto, de no ser igual a sí mismo ni ser igual a los demás, e incluso sentirse por encima de todos. Y esa idea aristocrática, que parece poco conciliable con sus convicciones liberales, republicanas y jacobinas, va a estar siempre presente en su vida y en su obra. En ese París de fines de 1799 y comienzos de 1800, sin haberse presentado al examen de la Escuela Politécnica, ocioso y viviendo de la modesta pensión que le enviaba su padre, consigue su primer empleo como oficinista del Ministerio de la Guerra, gracias a la influencia de unos parientes bien situados. Stendhal, que presume de tener un alma rebelde y heroica, llamada a los más altos destinos, pasará muchos años de su vida dedicado a menesteres burocráticos, una de las muchas paradojas de su existencia.
Pronto saldrá de París en su primera experiencia militar, al iniciarse la segunda campaña de Italia. En Milán, ya con uniforme y grado el en Sexto de Dragones, vive por unos meses lo que le parece la plena felicidad: el ambiente de Italia, su civilización, y su arte…y también el amor. El flechazo milanés, no solo de su amada, la bella Angela, sino de la ciudad, durará lo que su vida, y siempre se considerará hijo adoptivo de ese Milán maravilloso con el que se puede abolir el antipático recuerdo de Grenoble. Siguen unos meses de monótona vida de guarnición; el subteniente Beyle se aburre y lo deja todo para volver a París. Comienza a escribir poesía y teatro, sin ningún éxito, y mientras la gloria y la fortuna se le muestran tan esquivas, hace su aprendizaje de dandy, porque para él vestir bien es el único medio de liberarse de su timidez. Los gastos que ello ocasiona, que no se puede permitir, hacen que el señor Beyle de Grenoble se niegue a abrir la bolsa, lo que ocasiona la ruptura total entre ellos, en medio de una abierta hostilidad y frenéticos insultos. Después de intentar hacer fortuna por la vía del comercio en Marsella acompañado por la actriz Mélanie Gilbert, los dos fracasaron en sus respectivos empeños y se separaron. Tuvo que darse por vencido y volver con las orejas gachas a casa de sus influyentes parientes en París.
Stendhal vuelve a empezar desde abajo, de nuevo sin uniforme, grado ni empleo, y como acaba de declararse la guerra a Prusia se le envía a Alemania, donde ejercerá funciones administrativas en la Intendencia militar: preparar alojamientos, evacuar heridos y cuidarse de los hospitales militares. Allí descubre la música. Y en Viena la música se llama Mozart, su gran descubrimiento de esos años. A este período siguen los veinte meses más brillantes de su vida en París, donde ha sido nombrado auditor del Consejo de Estado. Añade a su apellido la partícula ennoblecedora (es el señor Henri de Beyle), tiene un soberbio guardarropa, un cabriolé y una calesa, caballos, dos criados, frecuenta los salones mundanos y la Opera, aspira a ser barón, y luce como amante titular a Angeline Bereyter, una cantante de la compañía del Teatro Italiano. Casi no se puede pedir más.
Pero ha empezado la campaña de Rusia y, en el verano de 1812, como correo de Su Majestad el Emperador, tiene que salir para Moscú. Allí asiste al incendio de la ciudad y forma parte de la calamitosa retirada del ejercito francés en pleno invierno. La epopeya imperial toca a su fin. Ante el gran descalabro, el mayor bien que posee Stendhal es el recuerdo luminoso de Italia; lo vende todo y se destierra voluntariamente a Milán. Allí, sin dinero, cargado de deudas, sospechoso de bonapartista y de liberal ante las autoridades austríacas y, para colmo con el drama de su ruptura con la voluble Angeline, los primeros tiempos no son fáciles, y para ocuparse en algo se dedica a escribir. Publica primero unas “Vidas de Haydn, de Mozart y Metastasio”, donde plagia sin escrúpulo todo lo que tiene a su alcance – el escritor más original del siglo empieza así su carrera plagiando descaradamente a diestro y siniestro -, y que firma con un seudónimo entre imperial y bufo: Louis Alexandre César Bombet. Luego escribe “Historia de la pintura en Italia”, en apariencia un libro de arte pero, en realidad un libelo que hormiguea de alusiones políticas; y por fin su primera obra enteramente original: “Roma, Nápoles y Florencia en 1817”, carné de viajes repleto de ideas subversivas, firmado, por primera vez, con el seudónimo de Stendhal.
Por aquel entonces el gobierno austriaco le acusó de apoyar el movimiento independentista italiano, por lo que abandonó Milán en 1821, pasó una temporada en Londres y se instaló de nuevo en París. Dandy afamado, frecuentaba los salones de manera asidua, mientras sobrevivía con los ingresos que le procuraban sus colaboraciones en algunas revistas literarias inglesas. En 1822, publicó “Sobre el amor”, ensayo basado en buena parte en sus propias experiencias en el que expresaba ideas bastante avanzadas. Asentó su renombre de escritor gracias a la “Vida de Rossini” y las dos partes de su “Racine y Shakespeare”, auténtico manifiesto del romanticismo. Después de una relación sentimental con la actriz Clémentine Curial, que duró hasta 1826, emprendió nuevos viajes al Reino Unido e Italia y escribió su primera novela, “Armancia”. En 1828, sin dinero ni éxito literario, solicitó un puesto en la Biblioteca Real, que no le fue concedido; hundido en una pésima situación económica, la muerte del conde Daru, su pariente y benefactor en 1829, le afectó particularmente.
Superó este periodo difícil gracias a los cargos de cónsul que obtuvo primero en Trieste y más tarde en Civitavecchia, mientras se entregaba sin reservas a la literatura y en 1830 apareció su primera obra maestra: “Rojo y negro”, una crónica analítica de la sociedad francesa durante la Restauración, en la que Stendhal representó las ambiciones de su época y las contradicciones de la emergente sociedad de clases, destacando sobre todo el análisis psicológico de los personajes y el estilo directo y objetivo de la narración.
En 1839 publicó “La Cartuja de Parma”, una obra mucho más novelesca que la anterior, que escribió en tan sólo dos meses y que por su espontaneidad constituye una confesión poética extraordinariamente sincera, aunque fue recibida con frialdad y sólo recibió el elogio de Balzac. Ambas obras son novelas de aprendizaje, y participan de rasgos románticos y realistas; en ellas aparece un nuevo tipo de héroe, típicamente moderno, caracterizado por su aislamiento de la sociedad y su enfrentamiento con sus convenciones e ideales, en el que muy posiblemente se refleja en parte la personalidad del propio Stendhal. El autor falleció de un ataque de apoplejía, en París el 23 de marzo de 1842, a los 59 años de edad, sin concluir su última obra, “Lamiel”, que fue publicada mucho después de su muerte.
A Stendhal no le preocupaba que sus novelas fueran piezas originales. Tal como en Shakespeare, que tomó sus argumentos de crónicas medievales y novelas italianas, muchos de sus argumentos provienen de manuscritos antiguos o de hechos de la vida real. De acuerdo con su concepto de que la novela debía ser <<un espejo que se pasea a lo largo de un gran camino. Unas veces refleja a vuestros ojos el azul del cielo, otras el fango de los lodazales>>, Stendhal prescindía de inventar, concentrándose sobre todo en revestir los temas que tomaba en préstamo con la sustancia de su experiencia y con los datos de la realidad. La trama de “Rojo y negro” tiene su origen en un proceso reseñado en La Gaceta de los Tribunales en diciembre de 1827. El ex seminarista Berthet fue ajusticiado por haber disparado durante la misa y en el momento mismo de la consagración, contra la madre de los niños a quienes había servido como preceptor. La reseña mostraba a un Berthet ambicioso y malvado, de bajos instintos y capaz de premeditación y alevosía.
Cuando Stendhal lee esta historia, que será casi idéntica a la peripecia de Julián Sorel, héroe de “Rojo y negro”, le da una interpretación totalmente distinta de la del jurado. Se interesa de tal manera en el sino fatal del muchacho , que de inmediato proyecta otra historia en la que estarían unidos los hechos del proceso Berthet y los datos biográficos más dolorosos del novelista: su arribismo social, su liberalismo, su odio por la involución ideológica acaecida tras la derrota de Napoleón. Por eso se puede decir que “Rojo y negro” es en verdad una novela revolucionaria, un ataque juvenil y jacobino a los valores de la Restauración y una denuncia de las injusticias del orden social.
En el proceso Berthet Stendhal vio la derrota de un hombre pobre e inteligente cuya mayor falta había sido querer ascender en una sociedad como la que campaba en Francia en los años veinte del siglo XIX. El ex seminarista ajusticiado se convirtió en Julián Sorel, uno de los personajes más vivos y universales de todos los tiempos, símbolo de una sociedad mal hecha, donde los plebeyos de inteligencia superior y fuerte voluntad se veían obligados a la carrera del sacerdocio para salir del gueto donde habían nacido, porque de nada servía ya el valor individual que había podido hacer, con la República, a un soldado corso Emperador de Francia. Uno de los grandes logros del talento de Stendhal fue la clarividencia y valentía con que se adelantó a su época, pintando un personaje tan complejo y contradictorio como Julián Sorel, en el que podríamos reconocer hoy en día a un intelectual sensible y emotivo sometido a la presión de cualquiera de los estados policíacos de nuestro tiempo.
El mundo en que se mueve Julián es reaccionario y beato, un mundo eminentemente antibonapartista, porque Bonaparte es en “Rojo y negro”, el símbolo de la libertad, y Julián, que guarda celosamente un ejemplar del “Memorial de Santa Helena”, ha bebido en sus páginas la gesta napoleónica, sacando de ella la admiración por el valor y por la verdadera inteligencia. Así el mundo es para Julián un enemigo y se enfrenta a él, esforzándose en aplicar en la batalla por la ascensión social las mismas armas morales que habían valido el éxito a Napoleón: la severidad consigo mismo, la dureza con los demás y, sobre todo, la táctica del engaño. El, sin embargo, no es un hombre frío como Napoleón; su temperamento es sentimental y desbordado, gobernado por la pasión. La hipocresía que se impone para conseguir sus fines lo agobia tanto que, aunque la practique con constancia, no llegará nunca a gobernar su vida.
Paradójicamente, sus éxitos se deberán al aspecto de su personalidad que no puede controlar: sus ojos que hablan, los cambios súbitos de humor, la altivez, la timidez, su extraña belleza, la ternura y el arrebato. Cuando se ha comparado a Julián con un Maquiavelo sin entrañas sólo se ha visto en él la parte voluntaria de su personalidad, pero Stendhal ha pintado también su parte espontánea, que va imponiéndose a la primera hasta anularla y hacer de él lo que siempre había tratado de evitar: la víctima de sus impulsos irreflexivos que le llevan a la muerte. Sus palabras ante el jurado son el desenmascaramiento que por fin llega; son las palabras que habría pronunciado para empezar a vivir de nuevo en un mundo en que la sinceridad sirviese de algo. Pero la realidad fría e implacable devorará a ambos. El héroe de “Rojo y negro”, símbolo de las contradicciones de una época y de una clase social, representa de alguna manera una proyección del propio novelista, quién también fue devorado por su tiempo y sólo reconocido luego por la Historia.