“Sentía Antonia que entre ella y su Joaquín había como un muro invisible, una cristalina y transparente muralla de hielo. Aquel hombre no podía ser de su mujer, porque no era de sí mismo, dueño de sí, sino a la vez un enajenado y un poseído. En los más íntimos transportes del trabajo conyugal, una invisible sombra fatídica se interponía entre ellos. Los besos de su marido parecían besos robados, cuando no de rabia.
”Fragmento de “Abel Sánchez” – Miguel de Unamuno
Quizás la figura intelectual más importante de la Generación del 98 es Miguel de Unamuno. Nacido en Bilbao en 1.864, su nombre va unido a la ciudad de Salamanca, donde vivió la mayor parte de su vida y en cuya Universidad regentó la cátedra de griego, además de ser rector de la misma. Unamuno murió el último día del trágico año de 1.936. Salamanca todavía hoy guarda el recuerdo de esta personalidad excepcional de nuestra vida intelectual; Fray Luis de León y Unamuno pueden identificar dos épocas gloriosas de nuestras letras y, claro está, de esa Universidad salmantina, cuna de muchos acontecimientos trascendentales de la cultura española desde el Renacimiento.
Don Miguel de Unamuno tuvo siempre una actitud existencial de lucha, de batallar continuo contra las dudas que le atormentaron. De espíritu intelectual agresivo, su estado de zozobra y angustia ante los problemas intelectuales y ante las agitaciones de su alma le llevaban a estados prolongados de crisis, consecuencias de buscar respuestas a preguntas que él sabía de antemano no obtendría nunca. Fe y Razón en oposición siempre en Unamuno y siempre intentando lograr alguna prueba de una inmortalidad que Don Miguel anhelaba, necesitaba, y que se convertía en ansia de su propia existencia. Lucha entre el corazón y la cabeza – como dice él -, entre el sentimiento y la inteligencia, entre ésta que afirma y el otro que niega, entre uno que consuela afirmativamente y la otra que se mantiene en silencio. Y, paradójicamente, esta guerra en la paz es la que ofrece a Unamuno las fuerzas necesarias para seguir viviendo, pues el continuo estado de lucha se opone a la pereza espiritual y Unamuno pide para él y para los demás el vértigo y la zozobra frente al orden y la tranquilidad: << Y bien se me dirá, ¿cuál es tu religión? Y yo responderé: mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aún a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper el alba hasta caer la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello del Inconocible – o Incognoscible, como dicen los pedantes – ni con aquello otro de “de aquí no pasaréis”. Rechazo el eterno ignorabimus. Y en todo caso quiero trepar a lo inaccesible.>> Y en otro lugar don Miguel afirma rotundamente: << La cuestión humana es la cuestión del saber qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya y de la de todos, después de que cada uno de nosotros se muera.>>
Esas ideas de Unamuno, y otras muchas desperdigadas por la enorme cantidad de ensayos que sobre muy diversos temas escribió y publicó en España y en América, se encuentran recogidas en una serie de volúmenes como “Mi religión y otros ensayos breves”, “Contra esto y aquello”, “Soliloquios y conversaciones” y otros más. De mayor interés, por su coherencia interna y por la profundidad de las reflexiones, son “Vida de Don Quijote y Sancho” – el protagonista como símbolo de lo español y del anhelo de inmortalidad , “La agonía del cristianismo” y, sobre todo “Del sentimiento trágico de la vida”. En esta última obra, Unamuno desarrolla ese conflicto antes citado entre Razón y Fe, entre la lógica y la existencia…. y siempre al fondo el ansia angustiosa de la inmortalidad, del no-morir.
La segunda gran preocupación unamuniana es España, y sus ideas son imprescindibles para un conocimiento de lo que es ese dolor en el alma de los hombres y mujeres del 98. A buscar la esencia, las raíces eternas de lo español se lanza Unamuno y esa tradición vital la encuentra en el <<fondo intrahistórico del pueblo español>>, en sus paisajes, en sus costumbres, en las manifestaciones artísticas, en la sangre que late detrás de cada palabra y palabras que han hecho historia. Y es que a través del lenguaje (paradojas, arcaísmos, juegos etimológicos, pero siempre con precisión) se encuentran las entrañas de un pueblo, su cultura, su tradición eterna. De ahí que Unamuno, nada propicio a la escenografía en su teatro, ni tampoco a espacios concretos en sus novelas – o nivolas como el las llamaba -, se identifique amorosamente en sus ensayos y en su poesía con las encinas castellanas, con las piedras del pizarral salmantinas, con los campos góticos palentinos, con las montañas de Gredos….
Con los trágicos griegos y los primitivos españoles; con Velázquez y su trágico Cristo; con Cervantes y la vida es sueño calderoniana; con San Agustín y Kierkegaard; con las escrituras y Lutero; con estos nombres, y cientos de otros muy diversos que aparecen en las páginas de su obra, Unamuno conversa y discute, en ocasiones de una manera contradictoria, pero siempre apasionadamente. Interpreta a su manera el mito de Don Juan en “El hermano Juan” y reflexiona sobre la envidia con su “Abel Sánchez”; sobre la fe en “San Manuel Bueno, mártir” o sobre la maternidad en “La tía Tula”….Y siempre, detrás de cada página, en los ensayos o en el teatro, en la novela o la poesía, una palabra que define la personalidad del admirado don Miguel: congoja.
Miguel de Unamuno y Jugo nació en Bilbao en 1.864. Sus primeros estudios los hizo en su ciudad natal y publicó su primer artículo en en el periódico El Noticiero. Cursó Filosofía y Letras en Madrid, licenciándose en 1.883 y doctorándose al año siguiente. Opositor desafortunado, viajó por Italia y Francia antes de lograr en 1.891, la cátedra de griego en la Universidad de Salamanca. Por esa época colaboró en la prensa socialista bilbaína. En 1.900 fue nombrado, por primera vez rector de la Universidad de Salamanca y, dos años después consejero de Instrucción Pública. Su firme oposición a la dictadura de Primo de Rivera le valió un confinamiento en la isla de Fuerteventura (febrero-julio de 1.924), de la que se evadió en un velero fletado por el director del periódico francés Le Quotidien. Estuvo un año en París, y en 1.925 se estableció en Hendaya, localidad francesa en la que vivió hasta la caída de la Dictadura en 1.930. Proclamada la Segunda República, fue nombrado otra vez, en mayo de 1.931, rector de la Universidad de Salamanca y elegido diputado a Cortes Constituyentes. Al año siguiente ocupó la presidencia del Consejo de Instrucción Pública. Se jubiló en 1.934, el mismo año en que la Universidad de Grenoble le recibió como doctor Honoris Causa. En 1.935 fue nombrado ciudadano de honor de la República. En 1.936 la Universidad de Oxford le honró también con otro doctorado Honoris Causa. Por su apoyo a la sublevación de julio de 1.936 fue destituido por el gobierno republicano, mediante un decreto firmado por Azaña, y en cambio era confirmado en el rectorado por la Junta de Burgos, para ser cesado al mes siguiente, en un decreto rubricado esta vez por Franco.
Como rector de la Universidad de Salamanca, al empezar la Guerra Civil, Unamuno se había encontrado en territorio nacionalista. La República le había desilusionado, había admirado a algunos de los jóvenes falangistas, y dio dinero para el alzamiento. Todavía en 15 de septiembre del 36 apoyaba el movimiento nacionalista. Pero en octubre había cambiado de opinión veía a la España nacionalista como, según escribió, <<militarización africanista pagano-imperialista>>. Estaba, como dijo más tarde, <<aterrado por el cariz que estaba tomando aquella guerra civil, realmente horrible, debida a una enfermedad mental colectiva, a una epidemia de locura, con un sustrato patológico>>. El 12 de octubre, aniversario del descubrimiento de América por Colón, en que se conmemoraba la <<Fiesta de la Raza>>, se celebró una ceremonia en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. Allí estaban presentes el obispo de Salamanca, y el general Millán Astray, el fundador de la legión extranjera, que por entonces era un asesor importante, aunque oficioso, de Franco. Su parche negro en un ojo, su único brazo y sus dedos mutilados lo convertían en el héroe del momento. Presidía el acto Unamuno, el rector de la Universidad. La ceremonia tenía lugar a un centenar de metros del cuartel general de Franco, instalado desde hacía poco tiempo en el palacio del obispo, por propia invitación del prelado. Después de las formalidades iniciales, vinieron los discursos del dominico Beltrán de Heredia y del escritor monárquico José María Pemán. Ambos discursos fueron muy apasionados. También lo fue el del profesor Francisco Maldonado, que atacó violentamente al nacionalismo catalán y vasco, describiéndolos como <<cánceres en el cuerpo de la nación. El fascismo, el sanador de España, sabría como exterminarlos, cortando en la carne viva como un cirujano resuelto, libre de falsos sentimentalismos>>. Desde el fondo de la sala alguién grito el lema de la legión extranjera: ¡Viva la muerte! Millán Astray dio a continuación los gritos excitadores de multitudes que ahora eran ya habituales: ¡España! Gritó. Automáticamente, una serie de personas gritaron:¡Una! España volvió a gritar Millán Astray. ¡Grande! contestó el auditorio. Y al grito final de ¡España! del general, sus seguidores respondieron: ¡Libre!.
Varios falangistas, con sus camisas azules, hicieron el saludo fascista ante la fotografía sepia de Franco que colgaba de la pared sobre el estrado. Todos los ojos se volvieron hacia Unamuno, cuya antipatía a Millán Astray era conocida, y que, al levantarse para cerrar el acto, dijo: <<Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces quedarse callado equivale a mentir. Porqué el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso, por llamarlo de algún modo, del profesor Maldonado. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao. El obispo – y aquí Unamuno señaló al tembloroso prelado que estaba sentado a su lado -, lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona>>. Hizo una pausa. Se produjo un silencio cargado de temores. Nunca se había pronunciado un discurso como aquel en la España nacionalista. <<Pero ahora – continuó Unamuno – acabo de oir el necrófilo e insensato grito: ¡ Viva la muerte! Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán Astray es un invalido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un invalido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero, desgraciadamente, en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo como se multiplican los mutilados a su alrededor>>.
En ese momento, Millán Astray ya no pudo contenerse por más tiempo. <<¡Mueran los intelectuales! – gritó – ¡Viva la muerte!>>. Este grito fue coreado por los falangistas, con quienes el militar que era tenía, en realidad, muy poco en común. <<¡Abajo los falsos intelectuales! ¡Traidores!, exclamó José María Pemán, deseoso de limar las aristas del frente nacionalista. Pero Unamuno continuó: <<Este es el templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaríais algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho>>.
Siguió una larga pausa. Algunos de los legionarios que rodeaban a Millán Astray iniciaron un amenazador movimiento de aproximación al estrado. El guardia personal de Millán Astray apuntó a Unamuno con su ametralladora. La mujer de Franco, doña Carmen, se acercó a Unamuno y Millán Astray y pidió al rector que le diera el brazo. El se lo dio, y los dos salieron juntos, lentamente. Pero esta vez fue la última vez que Unamuno habló en público. Aquella noche, Unamuno fue al casino de Salamanca, del que era presidente. Cuando los miembros del casino, algo intimidados por estos acontecimientos, vieron la venerable figura del rector subiendo las escaleras, algunos gritaron: << ¡Fuera! ¡Es un rojo, y no un español! ¡Rojo traidor! >>. Unamuno entró y se sentó. Un tal Tomás Marcos Escribano le dijo:<<No debería haber venido, don Miguel; nosotros lamentamos lo ocurrido hoy en la universidad, pero, de todos modos, no debería haber venido>>. Unamuno se marchó, acompañado de su hijo, entre gritos de ¡Traidor! El único que salió con ellos fue un escritor de segundo orden, Mariano de Santiago. A partir de entonces, el rector ya no salió casi nunca de su casa, y la guardia armada que le acompañaba tal vez era necesaria para garantizar su seguridad. La junta de la universidad pidió y obtuvo su dimisión del cargo de rector. Murió con el corazón roto de pena el último día de 1.936. La tragedia de sus últimos meses fue una expresión natural de la tragedia de España, donde en ambos lados del frente la cultura, la elocuencia y la creatividad estaban siendo reemplazadas por el militarismo, la propaganda y la muerte. Poco después hubo incluso un campo de concentración para prisioneros republicanos llamado “Unamuno”.
Aparte de su producción literaria existe en Miguel de Unamuno un irracionalismo que ha sido muy ligeramente despachado en nombre de la ortodoxia marxista, mientras la Iglesia católica incluyó alguna de sus obras en el Indice. Se podría decir que Unamuno, tan complejo como su abundante obra, fue la encarnación viva de la contradicción.