“Señores, no estén tan contentos con la derrota de Hitler. Porque aunque el mundo se haya puesto de pie y haya detenido al bastardo, la Puta que lo parió está caliente de nuevo”.
-Bertolt Brech-
La toma del poder por los nacionalsocialistas en 1.933 en Alemania supuso la casi inmediata desintegración del panorama literario alemán, que no tardó en verse seriamente mermado por la emigración. Entre las primeras medidas tendentes a asegurar la llamada “Gleichschaltung” o sea la adecuación de los criterios individuales a las tesis del partido nazi, se encuentran la presión ejercidas sobre los miembros de la Academia Prusiana de las Artes, algunos de los cuales tuvieron que dimitir, las quemas públicas de libros del 10 de Mayo de 1.933, a las que sucumbieron obras de más de cuarenta autores entre ellos Heine, Heinrich Mann, Bertolt Brecht o Kurt Tucholsky, y, en Noviembre del mismo año, la fundación de la Cámara de escritores del Reich, que pasó a controlar la producción y difusión literarias y cuyos integrantes sólo podían ser de sangre alemana. Las asociaciones independientes fueron disueltas y de las bibliotecas y librerías se retiraron las obras de autores judíos, pacifistas o comunistas.
Sin embargo, y en contraste con el tajante radicalismo adoptado en el campo de las artes plásticas, estas medidas fueron haciéndose efectivas sólo en forma paulatina, ya que el interés principal de Joseph Goebbels, el todopoderoso ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich, se centraba en la industria cinematográfica, la célebre UFA, y tras el éxodo inmediato de los “indeseables” artistas judíos, el Ministerio de Propaganda intento incluso frenar la salida de aquellos autores, actores y directores teatrales que, si bien no gozaban de las simpatías oficiales, tenían un público lector ya establecido. La relación escritor-régimen se torna particularmente compleja en casos como los de Gottfried Benn y Ernst Jünger, dos escritores de gran relevancia, que tras una ferviente adhesión inicial se vieron pronto decepcionados y buscaron refugio en la denominada “emigración interna”, concepto que designa el repliegue al propio espacio interior, teñido de un inconformismo velado y a una no-participación más o menos protestataria. Interesantes testimonios de este conflicto son precisamente títulos como “Doble vida” publicado en 1.950, de Benn, y los diarios de Jünger “Irradiaciones” editados entre 1.942 y 1.958, quién participó en la campaña de Francia y pasó la mayor parte de la guerra en París. Entre estos emigrante internos se cuentan asimismo autores como Gertrud von Le Fort y Werner Bergengruen, de orientación católica, la novelista y ensayista Ricarda Huch, Rudolf Alexander Schröder, Ernst Wiechert y Frank Thiess, este último protagonista,ya finalizada la guerra, de una absurda polémica con Thomas Mann, en la que atribuía a la emigración interna el mérito de haber salvaguardado la cultura y literatura alemanas durante el Tercer Reich, permaneciendo “junto al lecho de Alemania, la madre enferma”, en vez de “dirigir manifiestos desde afuera”.
Muy diversa fue, por otra parte, la suerte de quienes por obligación o espontáneamente emprendieron el camino del exilio. Francia se convirtió al comienzo en el refugio principal de estos exiliados al no poner demasiadas trabas para la obtención del permiso de residencia, y París fue el centro de la “Liga protectora de escritores alemanes” durante algunos años. Otros países elegidos fueron Austria, Checoslovaquia, Bélgica, Holanda y Dinamarca, aunque, claro está, tuvieron que ser nuevamente abandonados al producirse, entre 1938 y 1.940, las sucesivas anexiones e invasiones por parte de la Alemana nazi. En los años que precedieron a la guerra se crearon asimismo varias revistas y publicaciones de exiliados, en su mayoría de vida muy breve: “Deutsche Blätter” en Praga, 1.933-1.935; “Die Sammlung” en Amsterdam, 1.933-1.935 y “Mass und Wert” en Zurich, 1.937-1.940, esta última cofundada por Thomas Mann.
Tras la caída de Francia, en Mayo de 1.940, se produjo por último una oleada final de emigración hacia Méjico, la Unión Soviética y los Estados Unidos, entre los que están Alfred Döblin, Franz Werfel, Fritz von Unruch, Heinrich Mann y Bertolt Brecht. Las adversas condiciones de vida, el aislamiento o la imposibilidad de caer en manos de la omnipresente Gestapo llevaron a muchos intelectuales emigrados al suicidio: Kurt Tucholsky en Suecia en 1.935, Ernst Toller en Nueva York en 1.939, Walter Benjamin y Carl Einstein en el sur de Francia, al serles denegado el permiso de entrada en España, en 1.940, y Stefan Zweig en Brasil en 1.942. La producción de los autores exiliados cuenta con no pocos grandes títulos, publicados en su mayor parte por editoriales de Amsterdam, Estocolmo, Viena y Zurich. Entre los principales, novelas de tema histórico, utópico o religioso, conviene citar “Henri Quatre” de Heinrich Mann , “Novenber 1.918” de Döblin, “La cripta de los capuchinos” de Joseph Roth, publicadas en 1.938, y “La canción de Bernadette” de Franz Werfel de 1.941.
Existieron, desde luego, autores de quién podemos decir que crearon una literatura militante en el nacionalsocialismo, aunque hoy sus nombres no son dignos de mención. Sin embargo, sí debemos recordar dos formas de producción literaria que enorgullecieron al nazismo: el “Thing” y la llamada “novela nacional-popular”. El primero es un espectáculo teatral de masas a caballo entre misterio medieval, auto barroco y teatro reaccionario; había nacido con el autoritarismo sobre los años veinte y durante el Tercer Reich movió a multitudes. El “thing”, pese a su escaso valor artístico, resume como ningún otro tipo de producción las aspiraciones artístico-literarias del nacionalsocialismo alemán y su ideal de “obra total”: era una forma monumental de arte propagandístico que glorificaba ritualmente la voluntad, la raza, el imperialismo, etc., que llegó a movilizar a cientos de actores y que electrizó a decenas de miles de espectadores. También había aparecido hacía la segunda década del siglo la llamada “novela nacional-popular”, que encuentra sus correspondencias en otros puntos de Europa. El fascismo alemán la potenció para utilizarla con fines propagandísticos; en realidad, era una derivación de la novela realista y regionalista decimonónica, en la que se habían ido subrayando muchos de los valores ideológicos impuestos en la sociedad germana de la época, tales como el populismo, nacionalismo e imperialismo, e institucionalizados por el Tercer Reich.
Es discutible si el nazismo creó o no un arte y, en nuestro caso, una literatura propiamente fascista y germana y no pocos pensadores consideran que el único arte creado por el nacionalsocialismo alemán fue el de su política, de cuya perversión hicieron una auténtica forma de cultura. Lo más frecuente es que el nazismo echara mano de artistas precedentes en cuya vida, obra y pensamiento creían ver encarnados los valores de la raza aria y del pueblo teutón como, por ejemplo, la deformación histórica a la que se sometió a Hölderlin en el terreno de la poesía, o a Wagner en el de la música. Este asunto todavía da que hablar.