“ Estoy dispuesta a contestar ante los representantes de nuestro gobierno todas las preguntas que deseen plantearme sobre mis opiniones y actividades personales, pero ni ahora ni nunca me prestaré a causar problemas a personas que cuando se relacionaron conmigo en el pasado eran completamente inocentes de toda expresión o acto desleal o subversivo. Hacerle daño a gente inocente que conocí hace muchos años para salvarme yo misma es, en mi opinión, un acto inhumano, indecente y deshonroso. No he de recortar mi inocencia para estar a la moda de este año”.
(Fragmento de la carta enviada al presidente del Comité de Actividades Antinorteamericanas. Lillian Hellman, 1.951)
Quizá la verdadera obra maestra de gran dramaturga y memorialista Lillian Hellman (EEUU 1.905-1.984), fue su conducta. La postura asumida en los años cincuenta por la autora constituye un paradigma de entereza cívica que, trasplantado al presente, supone por lo menos un elemento de preocupación moral y duda razonable.
Ante la furia inquisitorial del senador Joseph McCarthy – con su extraña amalgama de oportunismo y anticomunismo, de puritanismo y xenofobia; con su congénita animadversión hacia todo cuanto oliese a cultura , y también frente a la astucia y el juego tramposo de un Richard Nixon que ya empezaba su irresistible ascensión, fueron muchos los actores, directores, guionistas, escritores, periodistas, coreógrafos, etc. que se convirtieron en delatores. Hubo un momento en que la histeria soplona llegó a un grado tal que los colaboracionistas hacían colas para proporcionar listas de nombres ante la Comisión de Actividades Antinorteamericanas. Nombres de prestigio como Elia Kazan, José Ferrer, Robert Taylor, Edward Dmytryk, Jerome Robbins, Robert Rossen y tantísimos otros no tuvieron escrúpulos en delatar a sus amigos y compañeros y, ocasionalmente inventar responsabilidades ajenas, asignándoles nombres y apellidos reales. Unos delataban espontánea y gozosamente, y siempre encontraban una justificación patriótica; otros delataban culposa y tartamudamente, y no se repondrían jamás de ese gesto abyecto; otros más delataban como quien teje una amenaza, y así llegaban a sentirse realizados. La amenaza de quedarse sin contratos y, en consecuencia, sin mansión en Beverly Hills, sin fans, sin oscar, resultó insoportable para muchos. Nadie fue torturado para que declarase a gusto del tándem Nixon-McCarthy, y, sin embargo pocas sevicias han logrado en el mundo tantos y tan bien dispuestos informadores como esta simple amenaza de eclipse. Eclipse del confort y de la fama, claro.
La histeria anticomunista debió su primer impulso al entonces presidente, Harry Truman; al procurador general, Tom Clark, y al director del F.B.I. John Edgar Hoover; pero encontró sus ejecutores ideales en Richard Nixon, congresista en aquel tiempo, en el senador McCarthy y en el presidente del Comité de Actividades Antinorteamericanas, John S. Wood. Lo de Truman es quizá mas lógico. Todavía hoy su nombre figura como el del único ser humano que ha ordenado arrojar bombas atómicas sobre poblaciones indefensas sobre un país ya virtualmente derrotado. Quién no ha vacilado en aniquilar en un instante a 80.000 personas en Hiroshima y a 40.000 en Nagasaky no iba a sentir nauseas al arruinar las carreras de algunas decenas de intelectuales y artistas. Vale la pena recordar que por aquellos años Winston Churchill dijo que los alemanes debían “sangrar y arder, ser aplastados hasta no quedar de ellos más que una masa de ruinas humeantes” y que a los japoneses era preciso “borrarlos de la faz de la tierra, a cada uno de ellos: hombres, mujeres y niños”. Tampoco lo de Nixon es inexplicable. Quien años mas tarde iba a concluir en Watergate era bastante lógico que aprovechara el comité para pergeñar sus primeros borradores de cinismo ideológico. Si el macartismo no hubiera sido tan nefasto se podría calificar como farsa. Walt Disney declaró que “quienes se adueñan de la Cartoonest Guild (Sindicato de los trabajadores de los estudios de animación) intentan darle a Mickey Mouse un carácter subversivo” el novelista Ayn Rand detectó propaganda comunista en la película norteamericana Songs of Russia sencillamente porque los rusos sonríen. Si Nixon y McCarthy eligieron el campo cultural para propinar un castigo ejemplarizante fue porque sospechaban que la debilidad del mundo del espectáculo, así como de su dependencia del confort, lo convertían en materia apropiada. La verdad es que los que actuaron con decencia lo perdieron todo o casi todo. Dashiell Hammett, el notable novelista con quien Lillian Hellman compartió los años mas intensos de su vida, fue encarcelado en 1.951 por negarse a proporcionar nombres, y luego, cuando recobró su libertad, ya no pudo seguir cobrando sus derechos de autor. La propia Lillian tuvo que vender su tan querida granja, y cuando se le acabaron las reservas sólo consiguió trabajar, con un nombre falso, en el departamento de comestibles de un gran almacén. Varios de los artistas citados por el comité se acogieron a la quinta enmienda constitucional, pero Lillian pese a los consejos de su abogado y del propio Hammett, se negó a ampararse en ese recurso y dirigió a John Wood, presidente del comité, una célebre carta en la que decía entre otras las palabras que hemos oído al principio del programa en la voz de Fernando. El comité no acepto su talante, y a partir de esa negativa no tuvo otra salida que acogerse a la quinta enmienda (que establece que nadie podrá, en una acción criminal, ser obligado a testimoniar contra sí mismo). Lillian llevó su concepto estricto de la decencia a desechar argumentos que tal vez la hubiesen ayudado. A fin de probar la condición independiente de su pasado, su abogado intentó utilizar, como parte de la defensa, el hecho de que en varias oportunidades la prensa del partido comunista norteamericano la había atacado y había comentado desfavorablemente algunas de sus piezas dramáticas. Pero ella negó: “aprovecharme de los ataques de los comunistas sería como atacarlos yo a mi vez en un momento en que estaban siendo perseguidos, y les habría hecho el juego al enemigo”.
Si bien su comportamiento le trajo incomprensión y resentimiento por parte de los colegas que habían claudicado, la levantisca actitud de la Hellman obtuvo el apoyo del público y la admiración de los jóvenes. Pocos días después de su comparecencia ante el comité tuvo que subir a un escenario. Se trataba del estreno de “Regina”, ópera de Marc Brizstein basada en la obra de la propia Lillian “The little foxes” (Los zorritos). Según lo programado ella debía dar lectura a un largo texto que servía de introducción a la versión operística. No bien apareció en escena, el público y los músicos se pusieron en pie y le dedicaron una ovación atronadora. Realmente, Lillian Hellman fue casi un mito para los liberales norteamericanos. No sólo por lo que hizo, sino porque fueron poquísimos (Arthur Miller, Pete Seegers y algunos mas) los que hicieron algo parecido. Ella era un mito liberal; sin embargo, según ella misma ha confesado, ya no creía en el liberalismo: “El liberalismo perdió para mí toda su credibilidad . Creo que lo he sustituido por algo muy privado; algo que suelo llamar, a falta de un término más preciso, decencia”. Curiosamente cuando McCarthy, llevado por su delirio anticomunista, arremetió nada menos que contra el ejercito norteamericano y tuvo que enfrentarse al abogado Joseph Welch, éste le hizo una pregunta que ha pasado a la historia: “¿No tiene usted sentido de la decencia, señor?”. No, el señor no lo tenía. McCarthy murió en 1.957, pero no estoy seguro de que el macartismo haya fenecido. La limpia imagen de Lillian Hellman fue de incalculable importancia en el compromiso asumido por intelectuales y artistas que vinieron después. Los que se opusieron a la guerra de Vietnam, a las políticas de Reagan o de Bush y un largo etcétera.
En las últimas páginas de su libro de memorias “Tiempo de canallas” puede leerse: “ Somos un pueblo al que no le gusta recordar el pasado”. Sin embargo, la propia Lillian Hellman es un pasado que, guste o no, debería recordarse siempre. Sin espectacularidad ni alharacas, su conducta intachable constituyó una alerta para los intelectuales norteamericanos y para todos los intelectuales, incluidos los que creen que la libertad y la justicia son meros problemas semánticos y no derechos inalienables de los pueblos. En su notable libro “Los delatores: el cine norteamericano y la caza de brujas”, de Víctor Navasky, figura una breve declaración de Lillian Hellman : “Es a Dios a quien corresponde perdonar, no a mí”. Pero tampoco han llegado noticias del perdón de Dios.