“ yo, como estaba hecho al vino, moría por el y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sutil, y delicadamente, con una muy delgada tortilla de cera, taparlo; y al tiempo de comer, fingiendo tener frío, entrábame entre las piernas del triste ciego, a calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos, y al calor de ella luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destilarme en la boca, la cual yo de tal manera ponía que maldita la gota se perdía”.
Fragmento del “Lazarillo de Tormes”.
Por espacio de poco menos de cien años, desigualmente repartidos entre los siglos XVI y XVII, va a tener vigencia un tipo de novela que se compone según un patrón conocido hoy como género picaresco. Con él la literatura clásica del Sigo de Oro español alcanza uno de los hitos más destacados y de mayor resonancia universal. Cuando aún no se aplicaba a tales libros el término de novela – reservado entonces para ciertos cuentos y relatos breves – ni se disponía de conceptos teóricos claros, la novela picaresca española sentó con su enfoque realista las bases del importante desarrollo de la novelística moderna europea. Sin petulancia puede afirmarse que España inventó la novela realista con Cervantes y la picaresca, hecho olvidado con frecuencia. Lo que distinguía principalmente a la novela picaresca de otros géneros narrativos coetáneos, como los libros de caballerías y pastoriles, era su cercanía a la realidad de aquel tiempo, representada como telón de fondo de las aventuras del héroe o protagonista. No siempre provenía ello de una observación directa del entorno real. En buena medida, los autores extraen sus personajes novelísticos y no pocos puntos del argumento del fondo folklórico de refranes, historietas y chascarrillos populares, que tanto influjo ejerció sobre la literatura del Siglo de Oro.
Figuras tales como estudiantes pobres y traviesos, soldados sin acomodo, hidalgos tronados, mendigos, criados ingeniosos, rufianes, prostitutas, cómicos de la legua.., corren como estereotipos de boca en boca y aparecen en diversos géneros, como el teatro, el cuento y la poesía satírica, además de la picaresca. El propio pícaro, héroe que da nombre al género, pertenece al mismo censo de personajes. Esta circunstancia, sin embargo, no quita valor al realismo de la novela, ya que, en definitiva, la realidad es la fuente primera de inspiración para crear entre el pueblo tipos y situaciones típicas. La innovación de la novela picaresca consiste en implicar a estas figuras, petrificadas en la tradición popular, con otras inventadas por el autor, en una trama novelística, cuyo hilo conductor es la vida de un personaje al que corrientemente se denomina pícaro. La forma de disponer el material revestirá unas características comunes para la docena larga de novelas acreedoras al título de picarescas.
Al revés que los libros de caballerías y pastoriles, que con su idealismo proporcionaban al lector evasiones literarias a mundos artificiosos, respectivamente heroicos y sentimentales, la novela picaresca tiene, en principio, voluntad de referirse a problemas sociales. Se vincula así la corriente literaria que integran obras realistas como “La Celestina” y las promovidas por el humanismo de inspiración eramista. En especial este último movimiento intelectual, fuerte alrededor de la segunda mitad del siglo XVI, se inclina de forma influyente por una literatura que, sin descuidar el aspecto de diversión, contenga enseñanzas morales. Al pícaro, a la vez protagonista y narrador de su vida, se le encomienda una función crítica y surge así la figura nueva, y en cierto modo paradójica, del pícaro reformador que sermonea o despotrica sobre una cantidad de temas que interesan a la sociedad de su tiempo. Con todo sorprende el amplio margen que concedía la censura de la época a la discusión de valores y comportamientos de las clases dirigentes y al despliegue de las lacras del país. En función de este cometido, los novelistas adecuarán la personalidad de los pícaros a las propias intenciones, dentro de una amplia gama de variantes.
Aparte de factores ideológicos y literarios específicos, las peculiaridades sociales de España se hallan en la raíz de la aparición de la novela picaresca en este – y no otro – país. Ciertamente las condiciones de vida, reflejadas en la picaresca, eran igualmente malas, si no peores, en el resto de Europa occidental. Pero en ninguna parte se daban las contradicciones y fisuras de la sociedad española. Durante aquel tiempo se produce el auge y el declive político, económico y militar de España; el desarrollo de la picaresca coincide con las primeras fases, aún indecisas, del proceso fatal. Las victorias en el exterior y las riquezas del Nuevo Mundo concurren en las repetidas bancarrotas del Estado y la peste y el hambre que asolaban la despoblada Castilla. En la sociedad del país que aspiraba a una dominación universal, se discriminaba a grupos con lejanos ascendientes judíos conocidos, a pesar de su total integración social y religiosa. La riqueza de los pocos contrastaba con la pobreza de los muchos. En la novela picaresca no dejan de repercutir consciente o inconscientemente algunos de esos problemas. En particular, las barreras que imponen las clases privilegiadas, cada vez más cerradas en sí mismas, a los intentos individuales de ascenso social. Los medios poco honrados empleados por los arribistas guardan cierta relación metafórica con las trampas del pícaro para mejorar su suerte.
El desdén manifiesto de muchos pícaros por la honra al propalar la infamia de sus padres o despreocuparse del qué dirán de la gente, había de seducir a los lectores españoles, agobiados por una sociedad puntillosa y exigente con sus miembros en las formas externas de comportamiento. El viejo concepto de honor había quedado reducido a las apariencias de conducta o nacimiento que crean el prestigio u honra, acordada por la opinión de la gente, perfectamente manipulable, como demostraba el pícaro. Como consecuencia de la explosión demográfica del XVI, el éxodo rural llena las ciudades europeas de desocupados, que se mantienen por la caridad o el vicio y el delito que propicia el desarraigo. El aumento del hampa y el parasitismo se deja notar en España, sobre todo en las ciudades de rápido crecimiento, como Sevilla, centro económico, y especialmente Madrid, convertida en sede de la Corte, que rondan los cien mil habitantes, por eso en sus bajos fondos se ambientan muchas novelas picarescas. Se calcula en un 14 por ciento la proporción de población mendiga, en parte asimilable a los pícaros literarios. El fraude y el germen del delito en estas comunidades preocupan mucho a los reformadores de la asistencia pública; esa preocupación se traslada también a algunos novelistas, como Mateo Alemán, de forma explícita.
El interés por el modo de vida de los falsos mendigos y delincuentes en otros países europeos dio lugar a tratados descriptivos, a veces llamados <<anatomías>>. Sólo en España una realidad en la que se combinan pobreza, marginación social y delincuencia recibió un tratamiento novelístico. El mérito y la iniciativa de transformar en ficción narrativa esa parcela de la realidad corresponden a un librillo de apariencia modesta: “Lazarillo de Tormes”. Con él arranca un género que incluye obras maestras junto a otras mediocres. Las circunstancias no pudieron ser más desfavorables para el nacimiento del género. A poco de salir impresas sin nombre de autor las tres primeras ediciones conocidas el mismo año 1.554 y otra al siguiente, se incluye el “Lazarillo” en la lista o índice de libros prohibidos por la Inquisición. Junto con la prohibición de estudiar en universidades extranjeras y el control estricto de los libros introducidos en España, el índice es una de las medidas de Felipe II que puso fin al clima intelectual de los últimos años del reinado de Carlos V, en los que se fraguó la novela. Para el espíritu combativo y cerrado de la Contrarreforma, implantada por Felipe II, el “Lazarillo” transpiraba malicia anticlerical y trataba con demasiada ligereza y libertad temas religiosos. Más tarde, en 1.573, para evitar su lectura clandestina, se autorizó una edición expurgada, con un par de capítulos y varios pasajes suprimidos, lo que evitó su total olvido hasta que Mateo Alemán tomó el relevo en 1.599 e inauguró el género ya con otros aires políticos más benévolos.
El nombre del autor del “Lazarillo de Tormes” sigue siendo un enigma, a pesar de que no hayan faltado candidatos. A comienzos el siglo XVII se proponen los nombre del distinguido fraile jerónimo Juan de Ortega – por hallarse a su muerte un manuscrito de la novela, original o copia – y Diego Hurtado de Mendoza, aristócrata, historiador y poeta. De espíritu liberal y alegre ambos carecen, no obstante, de textos similares que apoyen la atribución del libro. Por coincidencias con el estilo, las ideas o la personalidad posible del autor anónimo, se ha señalado modernamente, sin pruebas concluyentes, a los hermanos erasmistas Alfonso o Juan de Valdés, el folklorista Sebastián de Horozco y varios autores más con pocas probabilidades. Son aproximaciones valiosas, en el mejor de los casos, al perfil humano e ideológico del autor, cuya identidad sólo podrá revelar hipotéticamente un descubrimiento sensacional. En tal empeño se ha partido del sentido y de indicios encontrados en la misma obra, interpretados en formas muy dispares. Así, se le ha considerado erasmista. Pero en ninguna parte se expone su programa de renovación de la Iglesia a través de la práctica de un cristianismo íntimamente sentido, depurado de las supersticiones y pompas que fomentaba un clero ignorante e indigno. Con todo, la sátira de la vida eclesiástica, corriente desde la Edad Media, sitúa la obra en la atmósfera crítica que crearan el erasmismo y otros movimientos afines, con el beneplácito de Carlos V, algunos años atrás.
Varios indicios, diversamente valorados, de inconformismo religioso y la ridiculización de la honra falsa del escudero, tercer amo de Lazarillo, dieron pie a la hipótesis de un autor descendiente de conversos. Aparte que éstos no ostentaban la exclusiva del descontento, falta demostrar que hubo una concepción de la realidad uniforme para todos los cristianos nuevos. A la vista del factor más sobresaliente del libro, la ambigüedad moral relativa a Lázaro de Tormes, resulta tentador imaginar al autor como un espíritu escéptico y abierto, libre de prejuicios y partidismos, que enfrenta a un individuo con la sociedad, corrompida, hipócrita y despiadada, y que le hace, por último, sucumbir al ambiente. Cuando por fin Mateo Alemán se inspiró en el esquema del “Lazarillo de Tormes” para escribir el “Guzmán de Alfarache”, aquel dejó de ser la golondrina aislada que no hace verano. A la zaga del éxito editorial de la obra en 1.599, a uno de los editores se le ocurrió aquel mismo año reimprimir el casi olvidado “Lazarillo”; luego, ambos libros se publicarán juntos varias veces. En la conciencia de los lectores estaba claro que “Lazarillo” y “Guzmán” pertenecían al mismo tipo o género de libros. Pronto los imitadores, deseosos de reactualizar el éxito de Mateo Alemán, seguirán en sus novelas la pauta establecida conjuntamente por ambos.
La fórmula inventada por “Lazarillo de Tormes” y aplicada por Alemán era bastante sencilla. Consistía en un relato autobiográfico de un personaje ficticio, un sujeto de vil condición. Los episodios de la vida se narran en sucesivas etapas al servicio de una serie de amos, que representaban a diferentes tipos de la sociedad y se prestaban a la sátira de narrador; Mateo Alemán introduce una variante equivalente al hacer encarnar también a su pícaro diversas personalidades o profesiones. La relación de sucesos vividos en el pasado servía para explicar una situación de deshonor en el presente en el que se escribía; una vez cumplida su misión, la narración se cerraba y terminaba. Juntamente, el presente proporcionaba el motivo de escribir. Así, Lázaro se ve obligado por un señor a justificar su matrimonio con la manceba de un clérigo por sus aventuras anteriores. Guzmán confiesa arrepentido sus faltas pasadas para advertencia del lector, mientras cumple condena como remero de una galera por sus delitos. Ante este andamiaje constructivo, el carácter picaresco del héroe pasa a un segundo plano. A Lázaro ni siquiera se le llama pícaro, aunque retrospectivamente, tenga muchos rasgos en común. Sin más que la presencia de personajes picarescos, una novela que no reúna otras condiciones no puede adscribirse al género. La vida del pícaro abarca dese la infancia a la edad adulta y se inicia con la mención de los padres deshonrosos. Los episodios se refieren desde el único punto de vista posible: el del pícaro narrador. En una alternancia continua de la fortuna, adversa o favorable, el héroe se afana por mejorar de condición, a fuerza de trampas y engaños. Por tal motivo, el viaje es un recurso, además de un medio para conocer varios ambientes.
A grandes trazos, el cotejo del breve “Lazarillo de Tormes” y el dilatado “Guzmán de Alfarache” proporciona este modelo resultante, que se puede alterar en los detalles, siempre que se tenga en cuenta el conjunto de rasgos esenciales. El impacto extraordinario de estas dos obras animó a otros escritores a seguir sus pasos y, aunque la novela picaresca posterior cae en manos de autores más respetuosos con el sistema que el autor anónimo y Alemán. Podemos citar aquí “El Buscón” de 1.626, del gran Francisco de Quevedo; “La pícara Justina”, de Lòpez de Úbeda; “Vida del escudero Marcos de Obregón” de Vicente Espinel; y “Vida y hechos de Estebanillo González, hombre de buen humor” de 1.646, que marca el cierre del ciclo de la picaresca española y que se trata de una obra anónima, autobiografía cierta o ficticia, que señala el enlace con la primera novela picaresca, cuyo autor pretende ser Lázaro de Tormes; es significativo, el círculo queda totalmente cerrado. Cervantes y su relación con la picaresca daría para varios espacios complementarios.
Aunque por mucho tiempo España se desinteresa de la novela y de la picaresca en particular, no puede decirse que el género muere completamente. En Europa, la novela picaresca española es apreciada y saboreada en traducciones. De este modo, en los siglos XVII y, sobre todo, XVIII, puede hablarse de imitaciones europeas del género, en las que se transponen las novelas a las respectivas circunstancias nacionales, como por ejemplo: “Simplicissimus” de Grimmelshausen; “Gil Blas de Santillana” de Lesage, “Moll Flanders” de Daniel Defoe o “Tom Jones” de Fielding. En otras novelas, también se manifiesta el influjo de Cervantes, que con la picaresca, es el maestro de los autores realistas del XVIII y XIX. No cabe la menor duda de que la novela picaresca, como genero genuinamente español, continúa siendo un valor vivo de la literatura universal.