“Tal vez podamos volver a empezar en la nueva tierra rica, en California. Pero tu no puedes empezar. Tu y yo somos la ira de un momento, mil imágenes. Somos esta tierra, esta tierra roja; y somos los años de inundación, y los del polvo y los de la sequía. No podemos empezar otra vez. Y cuando el propietario nos dijo que nos fuéramos: eso somos nosotros; y cuando el tractor derribó la casa, eso somos hasta que nos muramos. A California marcharemos con nuestra amargura. Y un día los ejércitos de amargura desfilarán todos en la misma dirección. Caminarán juntos y de ellos emanará el terror de la muerte.”
“Las uvas de la ira”, película de 1.940 dirigida por John Ford, basada en la novela homónima de John Steinbeck de 1.939.
Existe una estrecha relación entre el cine y el libro, y siempre se ha puesto sobre el tapete qué tan fiel puede ser la traslación de una obra literaria al cine, así como el eterno discurso entre la influencia que hay entre estas dos corrientes artísticas. Discusiones que cobran actualidad cada vez que se dice que una película está basada en un libro determinado, sea del género que sea, y que promueven un debate que siempre estará ahí, eternamente. El libro y el cine son un puente para la aventura ya que el cine utiliza la imagen para captar la atención y la emoción del espectador, y la literatura usa la palabra para crear imágenes en la mente del lector que van a despertar su sensibilidad. Esta relación entre el cine y la literatura no es nueva. Desde que los hermanos Lumière inventaran en cinematógrafo se trato de darle un contenido culto a las películas debido a la mirada despectiva de ciertas élites que consideraban al cine como un arte menor, un espectáculo de feria, exclusivo para el consumo de las clases bajas. Para dotarle de calidad surgió la idea de incorporar obras clásicas del teatro al cine para darle un contenido artístico, e incluso grandes artistas de los escenarios se unieron al experimento que recibió el nombre de “Cine de Arte” o “Teatro fotografiado”, pero todo resultó un fracaso y duró bien poco. Adolecía, sobre todo de actuaciones sobrecargadas típicas de su origen teatral.
A pesar de ese traspié, el cine comenzó una estrecha relación con la literatura y buscó nuevos caminos para realizar adaptaciones literarias. Conviene observar que adaptar un libro al celuloide no debe ser labor fácil, ya que una adaptación no debe ser un calco completo del libro y más teniendo en cuenta que hay obras literarias que son demasiado voluminosas y por esa extensión es casi imposible trasladarlas a la pantalla, por lo que lo más correcto es sintetizarlas, y en eso el cine puede ayudar, pues la utilización de la imagen servirá en muchos aspectos para lograr esa síntesis que no desfigure la obra. Otro aspecto importante es mantener el espíritu del escritor, pues sin el una película no sería otra cosa que un envoltorio completamente vacío.
Las adaptaciones no se hicieron esperar. George Méliès, el creador de los efectos especiales y director de películas geniales, se inspiró en Julio Verne y su obra “De la Tierra a la Luna”, para realizar su cinta “Viaje a la Luna” en 1.902. En Alemania, durante la década de 1.920, aparece una corriente llamada expresionismo, que explora los rincones más oscuros de la naturaleza humana. Esta tendencia toma como referentes muchas novelas de tipo gótico o de terror, como es el caso de “Drácula” escrita por Bram Stoker en 1.897, que fue llevada a la pantalla por Friedrich Murnau en 1.922 con el nombre de “Nosferatu”; la misma que tendría un excelente con la película homónima de Werner Herzog, en 1.979, para no tener que pagar derechos de autor. Otro caso es el de la obra “El Golem” de Gustav Meyrink, de 1.915, que también es llevada a la pantalla grande por Paul Wegener en 1.920. Con la aparición del cine sonoro empezó una fiebre por adaptar obras literarias al cine, en especial en Estados Unidos, donde los escritores que posteriormente se convirtieron en iconos de la literatura contemporánea norteamericana, en géneros como el drama o la novela negra, se convirtieron en guionistas de los grandes estudios de Hollywood. Tal es el caso de autores de la talla de Francis Scott Fitzgerald, William Faulkner, Raimomd Chandler, Dashiel Hammet, James M. Cain, Ernest Heminway, entre otros. Muchas de las magníficas películas de la edad de oro de los grandes estudios están basadas en sus guiones o en sus novelas. Destacaremos joyas como “El halcón maltés”, de 1.941, basada en la novela de Dashiell Hammet y dirigida por John Huston; “El largo adiós” de 1.973, de la obra de Raimond Chandler, dirigida por Robert Altman y “El cartero siempre llama dos veces” de James M. Cain, de la que se hicieron dos versiones: la de 1.946 dirigida por Tay Garnett, con Lana Turner y John Garfield como protagonistas (para mi, la mejor), y la de 1.981, de Bob Rafelson, con Jessica Lange y Jack Nicholson.
Pero las adaptaciones literarias, en especial de los grandes clásicos, no siempre han llegado a buen puerto. Algunas de ellas incluso han deteriorado considerablemente el libro donde se originan, trastocando y envileciendo la obra literaria, a veces por razones económicas, de falta de rigor, de querer agradar al público, etc. El caso de “Don Quijote”, obra fundamental de la literatura universal, a pesar de tener decenas de adaptaciones con resultados desiguales, no ha llegado a cuajar. Existieron dos proyectos para filmar la vida del personaje de la triste figura, pero fueron abandonados por falta de dinero. Uno lo intentó realizar el inmenso Orson Welles en 1.957, del que sólo queda una versión en DVD, montada por su guionista Jesús Franco. Por su parte, Terry Gilliam, ex- integrante de los Monthy Python, comenzó una adaptación en el año 2000, aún no terminada, aunque existe un documental, llamado “Lost in La Mancha”, que augura que la película será una buena adaptación. En cuanto a obras teatrales, podemos citar esplendidos filmes basados en la obra monumental de William Shakespeare, poniendo énfasis en el gran actor y director Laurence Olivier. Pier Paolo Passolini, entre los años sesenta y setenta, adaptó magistralmente joyas de la literatura como “El Decamerón”, “Los cuentos de Canterbury”, “Las mil y una noches” y las tragedias griegas “Edipo” o “Medea”. Otro cineasta, el alemán Volker Schondorf, plasmó en 1.979 con gran pericia la monumental novela de Gunther Grass, “El tambor de hojalata”, obra mágica de la nueva literatura alemana, combinando fantasía con el más crudo realismo, describiendo el ascenso y caída del nazismo, todo ello bajo la mirada de un niño que se niega a crecer, encarnando una metáfora de la rebeldía. Por cierto el filme se llevó el Oscar a la mejor película extranjera, un premio más que merecido por su innegable calidad.
En otro orden de cosas, los llamados han tenido un papel importante en el cine, a pesar de que muchos críticos literarios los rechacen por considerarlos una escritura inferior en la literatura, y algunos se han convertido en éxitos de taquilla, como el caso de “Lo que el viento se llevó” de Margaret Mitchel, de 1.937, llevada al cine por Victor Fleming en 1.939 y protagonizada por Clark Gable y Vivien Leigh, que obtuvo un éxito arrasador y se llevó diez premios óscar. “El padrino”, novela escrita por Mario Puzo , publicada en 1.969, y aclamada por crítica y público, fue adaptada al cine por Francis Ford Coppola en 1.972, y se convirtió en una trilogía que ocupa un lugar preeminente en la historia del llamado séptimo arte. A ello hay que sumar la calidad de su realización el magnífico guion del propio Puzo y Coppola y las actuaciones de actores en estado de gracia como Marlon Brando, Al Pacino, Robert de Niro, Robert Duvall y otros. En los últimos años, la relación, a veces peligrosa, entre estos dos artes se ha incrementado. Ante la carestía de ideas de la industria cinematográfica, esta no ha tenido otra alternativa que contar con toda obra literaria que encuentre a su alcance y que suponga que tiene asegurada una buena taquilla, con el fin de recuperar la inversión y generar ganancias. En algunas ocasiones ha salido airosa con películas como la trilogía de “El señor de los anillos” , de J.R. Tolkien, dirigida por Peter Jackson entre 2000 y 2003; “El perfume”, de Patrick Suskind de 2005, dirigida por el alemán Tom Tykwer; “Expiación” de Ian Mcewan, dirigida por el inglés Joe Wright o “No es país para viejos” de la novela de 2005 escrita por Corman McCarthy y dirigida por los hermanos Coen, que ganó cuatro premios óscar, entre ellos el de mejor actor secundario que recayó en Javier Bardem en 2007. Otro escritor al que ha recurrido el cine con frecuencia es Stephen King, creador omnipresente de best sellers del género de terror. Quizá la mejor adaptación de una obra suya sea “El resplandor” de 1.977, película dirigida por el gran Stanley Kubrick en 1.980, con su habitual maestría. Este género ha llevado a la gran pantalla monstruos clásicos como Drácula y Frankenstein, creados por la pluma de Bram Stoker y Mary Shelley, hasta el punto de que decenas de versiones de estos personajes han sido realizadas por los estudios Universal en Estados Unidos y la Hammer británica en las décadas de los treinta a los sesenta del pasado siglo. Habría que resaltar la versión que de Drácula hizo Francis Ford Coppola en 1.992 en su película “Drácula de Bram Stoker”. También la ciencia ficción nos ha trasladado con su poder de anticipación a los mundos creados por H.G. Wells, como “La máquina del tiempo” o “El hombre invisible”, o a la magnífica “Blade Runner” de 1.982 dirigida por Ridley Scott, basada en la novela “Sueñan los androides con ovejas eléctricas”, escrita por Philips K. Dick en el año 1.968, ambientada en un Los Angeles agobiado por la lluvia ácida y la presencia inquietante de robots inteligentes.
Al despertar el siglo XX y en medio de la crisis de los sentimientos artísticos, se alza el joven cine adueñado de un estilo, salpicado de posibilidades. Luis Lumière se contenta con cinematografiar como antes había fotografiado, con una ciencia discreta de la composición: filma la salida de las fábricas, la entrada del tren en una estación, Venecia, la coronación del zar Nicolás II…..El cine permite registrar un acontecimiento, desde el más insignificante al más considerable, en su duración real, dando así cuerpo a la fugacidad misma. El cine fija a razón de dieciséis, y más tarde veinticuatro imágenes por segundo. En seguida empiezan a descubrirse las posibilidades. El nuevo arte ha de alimentarse abundantemente de los dos géneros literarios mayores: la novela y el teatro. Toma prestado de ellos su poder de evocación, su capacidad persuasiva, el ensueño, anudado al apetito que anhela conquistar a una sociedad industrial en pleno desarrollo. Luego la cinematografía estalla, se multiplica, se introduce en los más recónditos rincones y se derrama por el mundo con vocación literaria y principios universales: duración ajustada a lo que un espectador puede soportar sin impacientarse, sin necesidad de fragmentar su atención, personajes que evolucionan, argumento que conmociona, espacio y tiempo. Se ajusta al teatro en extensión y a la novela en técnica, y añade la imagen.
Los autores literarios, con su mirada omnisciente, pueden entrar en los sentimientos de los personajes y desnudarnos su intimidad. El director de cine, usuario de un instrumento, la cámara, meramente testimonial, necesita armarse de una habilidad extrema para filmar la realidad humana de una historia tal como está escrita. Pocos directores han sido capaces de ofrecerla con la claridad y prudencia que exige el medio, con elegancia. La mayoría de las novelas que son llevadas al cine fallan en la transmisión de los mensajes que lanza en autor, casi siempre teñidos de frivolidad. Solo los directores más hábiles filman la circunstancia humana, la de lo creado en la interioridad, la de lo secreto, en busca de una eficacia dramática estrictamente visual. Pocos son capaces de filmar directamente, es decir, sin recurrir al diálogo explicativo, sentimientos como la sospecha, el deseo, los celos, la envidia……La simplicidad y la claridad no es incompatibles con los sentimientos más sutiles de los seres humanos. Así el lenguaje del cine exige una especialización casi absoluta. El director no puede ser diestro en tal o cual aspecto, sino gestor y responsable de cada imagen, de cada plano, de cada escena, del guión, del argumento, del montaje, de la fotografía, del sonido, en fin, de muchas especialidades más que han hecho del cine un verdadero cúmulo industrial de las artes. Como sucede con las demás experiencias artísticas, las mayores inversiones no obtienen la mejor valoración crítica, y a menudo con pequeños presupuestos se obtenido magníficas películas.
La antigua inquietud por transformar “El Quijote”, Anna Karénina”, “Guerra y Paz”, Madame Bovary” o “El lazarillo” u otras grandes obras literarias en grandes obras cinematográficas, ha cosechado más fracasos que éxitos. Novelas mediocres, sin embargo, se convirtieron en brillantes filmes. Todo esto y la conciencia de estar ante un nuevo lenguaje artístico ha catapultado el estudio del cine más que otras disciplinas, en un incremento considerable en la vida académica. Veamos, para terminar, un ejemplo de cómo se acomoda al cine la tradición de determinados usos literarios. Desde los inicios del arte de las letras, las formas narrativas plantearos un juego de metáforas útiles para plasmar de forma evocadora las muy diversas facetas del encuentro amoroso. Ese juego retórico de ocultación y misterio es particularmente incitador. Puesto que anima el deseo, excita la fantasía y provoca la pasión. La tradición literaria usa estos recursos, a medio camino entre la relación amorosa y el erotismo y tiene raíces tan lejanas en el tiempo como los relatos de “Las mil y una noches” en las recónditas literaturas orientales, “El arte de amar” de Ovidio y el “Satiricón” de Petronio , “El Decamerón”, de Boccaccio; el “Libro de buen amor” de Juan Ruiz; “La Celestina” de Fernando de Rojas; y tiene su continuidad en la literatura francesa (“Las amistades peligrosas” de Choderlos de Laclos), la inglesa (“el amante de Lady Chatterley” de D.H. Lawrence ) y la italiana (“la romana” de Alberto Moravia), solo por citar algunos ejemplos. El cine no se olvida de esa tradición y la trata con los mismos principios y similares metáforas e imágenes. Muchos, y con variable destreza, son sus cultivadores. Recordemos a Federico Fellini con “Amarcord” o a Luis Buñuel con “Belle de jour”. Y sin entrar en más valoraciones, pues las épocas recientes están tan pegadas a nuestros ojos que no podemos observarlas y probablemente la mayoría de las películas de moda serán olvidadas, esa corriente recuperó impulso comercial a través de títulos como “Instinto básico”, y en España con las producciones de Vicente Aranda y Bigas Luna.
Pero no nos engañemos: la mejor película no es la de mayor presupuesto, ni la que logra un mayor éxito de taquilla, ni la del director más reconocido, ni la del actor de moda, ni la más publicitada, ni siquiera la dirigida con talento; la mejor película es la recreada por nuestra mente, por nuestro altísimo poder imaginativo. Y en ese sentido la mejor película no siempre se instala para dejarse acariciar por nuestra memoria tras haberla visto, pues muchas veces la película se adueña de nuestro pensamiento y se acomoda en nuestra razón durante la lectura de una gran novela porque la literatura es el mejor cine de nuestra vida.