“¡ Miserable Paris, raptor de mujeres !, le gritó. Mira como ríen de ti los aqueos que te creyeron un campeón por tu gallarda figura, cuando no hay fuerza ni valor en ti. ¿Y siendo así un cobarde te has atrevido a robar a la esposa y cuñada de hombres belicosos, trayendo mil desgracias a tu padre y a tu pueblo?. ¿Por qué no esperas a Menelao? Si lo hicieras no te valdrían tu cítara y tu hermosura cuando rodaras por el polvo”.
La Ilíada – Canto III.
Homero era jonio, casi con seguridad, nacido en alguna de las islas del Egeo oriental o en el litoral de Asia Menor. Las historias que canta las llevaron allí los griegos que huyeron del Peloponeso cuando las invasiones dorias, a partir del año 1.000 a.C. El dialecto de los poemas es predominantemente jonio y las descripciones de los lugares de Troya indican que el poeta conocía muy bien aquellos territorios, que había estado allí. También es muy posible que hubiera viajado bastante por toda Grecia, y la prueba está en la exactitud de su narración cuando habla de los paisajes de la isla de Ítaca. Sobre el hecho de que fuera ciego hay más que sobradas dudas, en especial si se tiene en cuenta expresiones de sus poemas tan exactas y visuales como “la aurora de rosados dedos”, “el alba de azafranados velos” o “el vinoso ponto”. Ciego o vidente, jonio o tracio, viene a darnos lo mismo. Platón señaló que era opinión extendida en su tiempo que Homero había educado a toda Grecia. Y si educó a Grecia, educó al hoy llamado mundo occidental, ya que a los griegos les debemos, entre otras muchas cosas, el inicio del pensamiento especulativo, la filosofía, la poesía en sus formas laicas, la comedia, la tragedia, la historia crítica, las narraciones de viajes, la biografía y los diálogos.
Por lo general, los estudiosos de Homero están de acuerdo en que la maestría de la “Ilíada” reside en el hecho de que el poeta, al relatar un acontecimiento particular de la guerra de Troya, la cólera de Aquiles tras la muerte de su amigo Patroclo, resume diez años de combates. Leemos el poema y estamos viendo la guerra en su totalidad. Y es tal la fuerza del libro que todo se nos hace grandioso, como si delante de nuestros ojos cruzaran los ejércitos camino del campo de batalla, alzando un clamor inmenso con sus gritos de combate. Podemos ver a Aquiles y a Héctor corriendo a luchar el uno contra el otro, nos estremece la dureza de la pelea y casi podríamos respirar el polvo que levante el carro de Aquiles dando vueltas alrededor de los muros de la ciudad arrastrando el cadáver de su enemigo. La “Ilíada” comienza diez años después de que los aqueos llegasen a las playas de Troya y asediaran la ciudad para rescatar a Helena, esposa de Menelao. Su cuñado Agamenón, el jefe de la expedición guerrera y Aquiles, el más valeroso y fuerte de los héroes aqueos, se enfrentan a causa de un reparto de botín. Los dos se insultan con violencia, y la irritación de Aquiles es tal que jura no combatir más en la guerra y se retira a su tienda con la única compañía de su amigo íntimo Patroclo. La situación desespera a los aqueos, porque están seguros de que, sin Aquiles, la victoria no es posible. Muchos de ellos se dirigen a las naves para regresar a sus patria, lo que significaría el fin del asedio. Pero el astuto Ulises, les convence de que vuelvan al combate, y de nuevo los sitiadores se lanzan enfurecidos contra la ciudad. Los troyanos, al verlos atacar, salen a campo abierto para rechazarlos, y al frente marcha el príncipe Paris, el raptor de Helena. Cuando lo reconoce Menelao, al marido burlado, se lanza contra el troyano y Paris huye. Héctor, su hermano y principal héroe de Troya, le reprocha su cobardía y Paris, avergonzado decide regresar al campo de batalla y reta a Menelao en duelo, ofreciendo a Helena como trofeo al vencedor, a condición de que, gane quién gane, los aqueos retornen luego a su país, dando por concluida la guerra. Todo está preparado para el duelo. Menelao era mucho más fuerte que Paris y le habría vencido con toda seguridad, pero Afrodita acude en su auxilio, le envuelve en una nube y se lo lleva al palacio de Troya.
Los dos ejércitos luchan de nuevo: los aqueos creen que la victoria es suya, y los troyanos lo niegan. Se acuerda un nuevo duelo, esta vez entre Héctor, el más valeroso de los troyanos, y Áyax de Salamina, el más fuerte de los caudillos aqueos después de Aquiles. Pelean con enorme violencia, pero la noche cae y el duelo concluye en tablas. Al siguiente día Héctor, conduciendo su carro de guerra al frente de sus hombres, ataca a los griegos a campo abierto. La batalla llena la llanura de muertos, algunos de los héroes principales de los aqueos son heridos y la victoria parece inclinarse del lado troyano. Patroclo suplica a su amigo Aquiles que salga de la tienda y combata junto a los suyos, pensando que, al verle, el ejército enemigo perderá su coraje. Aquiles no cede, pero permite que su compañero vista su armadura y acuda a la batalla como si fuera él mismo. El truco resulta. Troyanos y aqueos creen que Aquiles ha vuelto a la lucha. Y los primeros huyen en desbandada hacia la ciudad, pero al llegar a las puertas de la ciudad, Héctor de vuelve, se enfrenta a Patroclo y lo atraviesa con su lanza, llevándose a la ciudad, como trofeo, la armadura del temible campeón aqueo.
La cólera de Aquiles estalla al tener noticia de la muerte de su amigo. Llorando, jura no enterrar a Patroclo hasta lograr matar a Héctor. Su madre, la ninfa Tetis, acude a consolarle y le promete que Hefaistos, el dios herrero, le forjará una nueva armadura aún más bella que la que ha perdido. A la mañana siguiente Aquiles se reconcilia con Agamenón y, juntos, encabezan el asalto contra sus enemigos. Homero describe al colérico héroe como “un león que deseara aplastar a una multitud de hombres, a un país entero”. Los troyanos buscan refugio en su ciudad y sólo Héctor permanece fuera de los muros, dispuesto a combatir. No obstante, cuando ya se acerca el temible Aquiles, emprende la huida. El aqueo le persigue y, por tres veces, rodean los muros de Troya. Al fin, Héctor se detiene y hace frente a su adversario. Combaten con ferocidad y el el último instante, Héctor se echa blandiendo la espada sobre Aquiles; este repele el ataque y, con un lanzazo preciso y vigoroso, atraviesa de parte a parte el pecho de su enemigo. Aquiles recupera su antigua armadura y arrastra el cuerpo de Héctor, atado a su carro, alrededor de la ciudad. Luego, regresa al campamento aqueo y lo abandona para que lo devoren los perros y las aves carroñeras. Esa noche celebra las exequias de su amigo Patroclo, con numerosos sacrificios de toros, carneros, cabras y cerdos. El cuerpo de su amigo es incinerado en una pira, y sobre sus restos se erige un túmulo. Los dioses sienten piedad de los padres de Héctor y envían a Tetis, madre de Aquiles, para que convenza a su hijo de que devuelva el cadáver del troyano a su familia. Príamo, padre del héroe muerto, se dirige a la tienda del aqueo llevando un tesoro para pagar el rescate del cadáver. El anciano llora ante Aquiles y el héroe, conmovido e incluso sollozando a su vez, accede a devolverle los restos de su hijo, eximiéndole incluso del pago del rescate. Ese mismo día Héctor es incinerado dentro de la ciudad, entre los lamentos de todos sus compatriotas. La “Ilíada” termina en ese punto. Otras narraciones posteriores, griegas y romanas, cuentan la muerte de Aquiles, a quién Paris alcanzó de un flechazo en el talón, el único punto vulnerable del cuerpo del héroe. Poco después, Paris moriría también, herido a su vez por una flecha envenenada.
El fin de la guerra de Troya, según esas narraciones posteriores y según se cuenta también en la “Odisea”, se produjo gracias a Ulises, que ideó un ingenioso ardid. Hizo creer a los troyanos que los aqueos abandonaban el combate y regresaban a sus barcos. Y dejó ante los muros de Troya un gran caballo de madera, en cuyo interior se escondieron él mismo y un grupo de guerreros fuertemente armados. A la noche, pensando los troyanos, merced también a un engaño de Ulises, que el caballo era un regalo de los dioses, lo metieron dentro de la ciudad. Cuando Troya dormía, después de celebrar con grandes festejos y vino a raudales el final del cerco, Ulises y sus hombres salieron del caballo, abrieron las puertas de la ciudad y el ejército aqueo penetró en su recinto. Troya fue incendiada, sus hombres muertos, sus riquezas robadas y sus mujeres repartidas entre los vencedores.
Habían transcurrido diez años de guerra. Menelao recuperó a Helena; a Ulises, entre otras mujeres, le tocó en el lote Hécuba, la madre de Héctor, y Agamenón se llevó a la princesa Casandra como concubina. Príamo pereció entre las llamas y tan sólo un príncipe troyano, Eneas, pudo escapar, ayudado por la diosa Afrodita, llevándose con él a su familia. Este héroe atravesaría luego el mar hasta alcanzar las costas del Tirreno, donde la leyenda dice que fundó la ciudad de Roma. Quizá por esta razón, los romanos se sintieron siempre descendientes de los legendarios troyanos. En cuanto a los aqueos, regresaron a sus ciudades con un espléndido botín de guerra. Sólo uno de ellos, Ulises, se perdió en la navegación de vuelta a su patria, la isla de Ítaca, y durante diez años navegó sin rumbo por el Mediterráneo. El relato de las aventuras de este héroe vagabundo formaría el cuerpo de la segunda gran epopeya homérica: la “Odisea”.