“Con su casco simbólico en que aparecía grabado el numero 451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagador y la casa quedó rodeada por un fuego devastador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego, empujar un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y en el jardín de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía”.
Fragmento de “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury.
La historia de la cultura humana no es sólo la historia de cómo y por qué la humanidad ha querido conservar la memoria de sus textos. Parece que cuanto más culto es un pueblo o un hombre, más dispuesto está a eliminar libros bajo la presión de mitos apocalípticos. La historia de nuestra cultura es también la historia de cómo y por qué se ha perseguido a las bibliotecas y a los libros, de cómo se han destruido, generalmente por el fuego, el pasado y la memoria de pensadores, pueblos y culturas a lo largo de los siglos. La historia del libro y las bibliotecas es también, por desgracia la historia de la , de cómo el fuego y las hogueras han conformado nuestra herencia cultural. Según algunos cálculos el sesenta por ciento de los libros de la humanidad han desaparecido intencionadamente, víctimas del celo de los seres humanos por hacer desaparecer la cultura y la memoria de sus enemigos. Algunas de las destrucciones tienen tintes y proporciones míticas, como la atribuida al emperador chino Shi Huangdi en el 213 A.C., quién ordenó quemar todos los libros del imperio excepto aquellos que versaran sobre medicina, agricultura o profecías, o la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, que probablemente tuvo lugar en varios episodios hasta su total desaparición. Otra destrucción mejor documentada e igualmente de proporciones terribles fue la de la Biblioteca de Constantinopla, llevada a cabo por las tropas cristianas de la cuarta cruzada el 12 de Abril de 1.204. Los cruzados, además de arrasar la ciudad y cometer innumerables violaciones y asesinatos, saquearon todas las obras de arte que tuvieran algún valor y además arrojaron a las llamas un número incalculable de obras de la Grecia y Roma clásicas que desaparecieron así para siempre. Lo que no había sucedido en siglos de declive de la cultura griega, ni siquiera con la desaparición del Imperio romano y las invasiones bárbaras, lo consiguieron los cruzados en tres días de sangre y fuego.
La quema de cualquier libro que pudiera ser considerado herejía ha sido una constante en la historia europea. Afortunadamente la imprenta y la consiguiente abundancia de ejemplares de una misma obra hizo que las innumerables hogueras que se prendieron en toda Europa no tuvieran como consecuencia la desaparición de obras para siempre, como había sucedido en Alejandría y Constantinopla. El Renacimiento y la consiguiente modernidad cultural europea trajo consigo una actitud mucho más proclive hacia la libertad de pensamiento y publicación pero, en contra de los que pudiera pensarse, la quema de libros no terminó con la Ilustración. Las tropas napoleónicas, supuestamente ilustradas, arrasaron con algunas de las bibliotecas monásticas más importantes de Europa, como la del Monasterio de Montserrat, en Catalunya. A mediados del siglo XIX, la quema de libros parecía ya algo del pasado. El poeta y dramaturgo alemán Heinrich Heine estrenaba en 1.821 su obra “Almanzor”, en la que el caudillo musulmán se lamentaba de la quema en público de un ejemplar del Corán en la España reconquistada, a lo que su criado Hassan respondía que donde se comienza quemando libros se termina quemando personas. Quizá tenía en mente Heine a otro español, el aragonés Miguel Servet, que murió en la hoguera de la Ginebra calvinista con su obra “Christianismi Restitutio” a sus pies, sirviendo de combustible. Lo cierto es que para el público europeo de la obra de Heine la idea de que los cristianos quemaran libros, y no digamos ya personas, resultaba inaceptable en esa época. Poco podía imaginar Heine hasta que punto la tradición de la quema de libros y de personas cobraría nuevos bríos en la Europa del siglo XX, y cuantas veces la frase que pusiera en boca de Hassan sería recordada para describir lo sucedido en Alemania en los años del nazismo.
El 10 de Mayo de 1.933 los estudiantes alemanes que simpatizaban con el nacional-socialismo quemaron alrededor de 25.000 libros en varias universidades alemanas, en hogueras públicas y festivas. Durante la II Guerra Mundial el Tercer Reich creó una unidad especial, el llamado , ERR en sus siglas en alemán. Rosenberg era a la sazón el encargado del área de formación ideológica en el partido nazi. El objetivo de esta unidad era primordialmente destruir toda clase de material impreso y, ocasionalmente obras de arte, que pudiera considerarse contrario a la ideología nacional-socialista. Con tal fin el ERR, destruyó un número incontable de grandes bibliotecas y archivos en toda Europa, principalmente en sinagogas, logias masónicas y sedes de partidos socialistas y comunistas. Esta ha de ser entendida como complementaria a la que se estaba llevando a cabo en los campos de exterminio. Solo en segundo lugar el ERR se dedicó a robar aquellos ejemplares de libros y obras de arte que se consideraban más representativos, con vistas, en el caso de las obras de arte, a ser fundidas, vendidas o para a engrosar la colección de una futura universidad del partido nazi en Berlín. Si bien muchas de las obras de arte han sido recuperadas, el número de documentos y de libros perdidos es incalculable.
La práctica de quemar bibliotecas a la vez que se queman personas, sin embargo, no abandonó Europa con el final del nazismo, ni siquiera con el final de los regímenes comunistas totalitarios y de las dictaduras del sur de Europa. El 25 de agosto de 1.992, en medio de una nueva guerra de limpieza étnica, las tropas serbias dirigían un ataque incendiario contra la Biblioteca Nacional y Universitaria de Bosnia en Sarajevo. La biblioteca ardió durante tres días, a pesar de los esfuerzos de bomberos y voluntarios, que tuvieron que llevar a cabo su misión bajo el fuego de los francotiradores serbios que disparaban no solo a los voluntarios, sino también a las mangueras. Gracias a las cadenas humanas que se formaron allí donde no alcanzaba el campo de tiro se salvaron 100.000 volúmenes. Ardieron un millón y medio de obras, entre las que estaban lo mejor de la biblioteca, durante tres días. La colección que documentaba la convivencia de siglos en Sarajevo de musulmanes, judíos y cristianos católicos y ortodoxos desapareció para siempre. Entre los pocos libros de valor que se pudieron rescatar destaca, por su valor artístico, histórico y simbólico el volumen conocido como la “Haggadah” de Sarajevo, texto ritual judío que incluye una narración sobre la liberación de los israelitas de la esclavitud en Egipto. Este volumen simboliza la persecución que ha sufrido el libro a lo largo de siglos en Europa. Se trata de un volumen manuscrito ricamente ilustrado, encargado por judíos sefardíes súbditos de la Corona de Aragón alrededor de 1.350. Se desconoce cómo sobrevivió a la persecución de la Inquisición y cómo abandonó la península. Aparece en Venecia en 1.609 y un censor de la Inquisición lo salva de la quema, anotando en el libro que no hay nada escrito en él que ofenda la religión católica. Después del siglo XVII se pierde su pista y, a finales del siglo XIX, reaparece en la comunidad sefardí de Sarajevo y es adquirido por el Museo Nacional de esa ciudad. Ya en la II Guerra Mundial, el volumen sobrevivió a la rapiña del ERR nazi escondido bajo las tablas del suelo de una mezquita, gracias a un bibliotecario musulmán que, arriesgando su vida, logró sacar el libro de Sarajevo. El libro volvió a salvarse, gracias a la acción heroica de otro bibliotecario musulmán, a la quema ya descrita de 1.992 y, después de permanecer a salvo en la caja fuerte de un banco hasta 1.995, ya está expuesto de nuevo, desde el 2002, en el renovado Museo Nacional. La “Haggadah” se ha convertido en un símbolo de la resistencia de la ciudad de Sarajevo a todos los intentos de limpieza étnica y cultural que ha sufrido a lo largo de su historia, y en un homenaje a todos aquellos que han arriesgado su vida para salvar libros de las innumerables quemas que durante siglos han asolado Europa.
España tiene un lugar de honor en la historia de la quema de libros en el mundo. Es de conocimiento común este hecho durante la llamada Reconquista. Al-Andalus había contado con algunas de las bibliotecas más grandes de Europa. La destrucción de los libros musulmanes y judíos por parte de los cristianos fue tan concienzuda que cuando Felipe II quiso adquirir libros en árabe para la Biblioteca del Escorial y envió al morisco Alonso de Castillo a Córdoba y Granada a buscar libros, apenas encontró ninguno y tuvo que recurrir a la rapiña de los cuatro mil volúmenes de la biblioteca del sultán magrebí Mulay Zidan en 1.612. La quema de libros continuó a buen ritmo con la conquista de América. Los mayas habían desarrollado un sistema de escritura pictográfica sobre páginas hechas de hojas machacadas de ficus y cubiertas con una capa de cal, plegadas en acordeón o cosidas en forma de códice y encuadernadas en piel de jaguar. Otras culturas centroamericanas también habían desarrollado sistemas de escritura que hoy se han perdido totalmente. En 1.529 Juan de Zumárraga, obispo de México, comenzó una orgía de destrucción haciendo llevar todos los escritos conocidos entonces a la plaza del mercado de Tlatelolco encendiendo con ellos una gran hoguera. El 12 de Julio de 1.562 el franciscano Diego de Landa culminó la labor comenzada por Zumárraga y quemó miles de códices que había encontrado ocultos en el pueblo de Mani. Quizá movido por los remordimientos salvó tres de ellos, los únicos restos de códices mayas que se conservan hoy en día; uno está en Madrid, otro en París y el otro en Dresde. Gracias a las notas tomadas por Landa y recogidas en su libro “Relación de cosas de Yucatán”, se ha podido reconstruir la escritura maya y leer no solo los libros salvados sino también las inscripciones en piedra y cerámica.
A partir de 1.502 las quemas de libros en los reinos de Castilla y Aragón serían menos frecuentes, por innecesarias. En esa fecha los Reyes Católicos dispusieron que fuera necesaria la probación real para publicar cualquier libro en los reinos. Fue la primera vez que las autoridades políticas se atribuyeron esa potestad en la historia de Europa. En 1.515, en el quinto Concilio Lateranense, el papa León X siguió el ejemplo de los Reyes Católicos y prohibió cualquier libro en toda la cristiandad que no contara con el del obispo o inquisidor local. En los siglos siguientes el control de las imprentas hizo que los inquisidores tuvieran menos que preocuparse de quemar libros prohibidos, ya que no se imprimían, que de quemar a las personas. Los españoles, sin embargo, a falta de libros para quemar siguieron mostrando su tradicional desafección por lo escrito de la misma manera en la que secularmente han mostrado su desafecto por todo su patrimonio cultural, es decir, a través de la desidia y el olvido, cuando no del desprecio y la burla. Reproducimos aquí, para poner un ejemplo, una cita extraída de un decreto del ministro de Fomento, Manuel Ruiz Zorrilla, de 1.869: “Por 1.000 reales se han salvado del fuego de una fábrica varias arrobas de riquísimos pergaminos de las Bibliotecas y Archivos eclesiásticos de Aragón; los códices que sirvieron a Cisneros para la Biblia Complutense se han empleados en hacer petardos y cohetes para una función de fuegos artificiales; un empleado en Bibliotecas rescató de una fábrica de cartones y regaló al Estado buena parte de los papeles de la Inquisición de Valencia; por un reloj de plata y una escopeta se ha canjeado en otro punto un libro, adquirido poco después por el Museo Británico en 45.000 reales; La Biblioteca Nacional ha gastado algunos miles en comprar manuscritos extraídos fraudulentamente de las bibliotecas de las ordenes militares. Por último, un erudito alemán ha publicado un catálogo en que da minuciosas noticias de las arrobas de códices y documentos españoles adquiridos en el extranjero, cuya exactitud es una vergüenza para todo amante de España.”
El informe del ministro Ruiz Zorrilla podría haber sido escrito en España cien años antes o cien años después, y podría estar referido a cualquier ámbito de nuestro rico patrimonio cultural y la descripción de la situación hubiera sido prácticamente la misma: la secular mezcla hispana de desprecio y altanero temor hacia la cultura, desprecio que lleva a la desidia en su preservación, temor que conduce a que se intente destruir cuando la ocasión sea propicia, y todo ello aderezado con una pizca de picardía que lleva a mercadear por cuatro cuartos cualquier cosa que sea vendible. Basta con que se relaje la vigilancia de las autoridades para que el atávico impulso hispano por la destrucción de su patrimonio cultural salga a la luz. Así sucedió los días 10 y 11 de mayo de 1.931, solo un mes después de la proclamación de la II República, cuando el populacho se lanzó a la calle para quemar iglesias, monasterios y conventos con todo su patrimonio artístico. Ardieron bibliotecas y archivos católicos en toda España. En Madrid ardió la biblioteca de los jesuitas y la biblioteca del Instituto Católico de Arte e Industrias. Ambas colecciones albergaban cientos de incunables y primeras ediciones irremplazables, además de toda la colección bibliográfica y archivos del paleógrafo Zacarías García Villada, más de 30.000 fichas y 2.000 diapositivas, y quién sería posteriormente fusilado en 1.936 en la cuneta de la carretera Madrid-Vicálvaro, cumpliéndose así el trágico axioma de que primero se eliminan los libros y luego a las personas. Estas dos colecciones sumaban el mayor patrimonio bibliográfico en España después del de la Biblioteca Nacional. Todo ello ardió un 11 de mayo, en medio del vacío de autoridad surgido tras la proclamación de la ilusionante II República. Las hogueras continuaron con el aplastamiento de la rebelión de Asturias en Octubre de 1.934, que brindó al ejército la ocasión para arrasar la Biblioteca Universitaria de Asturias y las pequeñas bibliotecas de todos los ateneos populares y casas del pueblo que encontraron a su paso, y culminó en la orgía de sangre y fuego que fue la guerra civil, en donde españoles de ambos bandos se afanaron por destruir cualquier libro, archivo o biblioteca que fuera sospechoso de ser proclive al pensamiento del enemigo. Finalizada la contienda, la dictadura del general Franco impuso en los desolados anaqueles de las bibliotecas que sobrevivieron a la destrucción la paz de los cementerios. La represión y la censura hicieron que las hogueras de libros fueran a partir de entonces poco frecuentes, por falta de material combustible.