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Nada más que libros – Ionesco-Beckett-Genet

17 octubre, 2020 - Literatura
Nada más que libros – Ionesco-Beckett-Genet

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«…¿No ha terminado de envenenarme con sus historias sobre el tiempo? ¡Insensato!¡Cuándo!¡Cuándo! Un día ¿No le basta?, un día como otro cualquiera, se volvió mudo, un día me volví ciego, un día nos volveremos sordos, un día nacimos, un día moriremos, el mismo día, el mismo instante, ¿No le basta? …“

‘Esperando a Godot’ -Samuel Beckett-

La renovación del teatro. Tres maestros: Ionesco, Beckett y Genet.

 


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Eugène Ionesco nació en Rumanía en 1.912 y falleció en París en 1.994. Su madre era francesa y hasta 1.940 vivió en Francia, donde pasó su infancia, y en su país natal, desde el que atacó al fascismo, siendo más tarde perseguido por ello. Después de la II guerra mundial, Ionesco fijó su residencia en Francia, donde trabajó como corrector de imprenta y donde se consagró por fin al teatro. Sus obras más tempranas, que fueron un rotundo fracaso en su momento, intentaron provocar intencionada y conscientemente a los círculos del teatro consagrado, ya fuera mediante la parodia de las convenciones burguesas del género, ya mediante una estética cercana al surrealismo con la que intentaba analizar un mundo inconsciente. De esta época es digna de mencionar “La cantante calva” de 1.950, concebida como una “anti-pieza”, como un remedo burlesco e irónico del drama burgués: diálogos anodinos, lugares comunes, personajes inconsistentes, léxico arquetípico y situaciones tópicas se suceden en esta historia de un matrimonio conformista que ya nada tiene que decirse y en el que el hombre y la mujer casi no se reconocen. La sorpresa llega cuando son visitados por otro matrimonio que reproduce casi al detalle sus propias vidas; a partir de entonces, el ambiente se enrarece, el diálogo se disgrega y el lenguaje pierde su coherencia hasta sobrevenir el silencio. El segundo matrimonio queda entonces solo en escena para finalizar la obra con las mismas palabras y en la situación con que se había iniciado con el primero. Pero son las piezas de su 2ª época las que constituyen lo mejor de Ionesco. “Rinoceronte” de 1.958 le supuso el éxito y el reconocimiento cuando fue representada por primera vez en 1.960, y a partir de ella el autor inauguró un teatro de vena vanguardista, plagado de extraños símbolos con fuerte sabor de modernidad y de tono angustiadamente existencialista. En el caso de “Rinoceronte”, nos hallamos ante una sucesión de imágenes escénicas de carácter simbólico: las calles de una pequeña ciudad están siendo aterrorizadas por un rinoceronte que en realidad es un hombre transformado en bestia; la metamorfosis, de evidente deuda kafkiana, alcanza progresivamente a todas las personas del lugar, ganadas por el egoísmo, la hipocresía, el afán de dominio y por la violencia, salvo a una, Bérenger, cuya humanidad lo deja a salvo, aunque solo, tentado de seguir a los demás. En buena medida la obra de Ionesco participa de la vena comprometida de gran parte de la literatura francesa contemporánea, a pesar de la tergiversación que haya podido sufrir su producción a causa del calificativo de “teatro del absurdo” con que se la conoce, y que la emparenta con la del italiano Pirandello. Gracias a la confluencia de géneros diversos, a la utilización de un lenguaje surrealista y a la violencia, Ionesco le proporciona al teatro actual un sentido del realismo en todo diferente del tradicional. Entre el resto de las obras del autor podemos citar aún “Las sillas” de 1.952, perteneciente a su primera época. En ella, dos personajes, el Viejo y la Vieja, invitan a quién quiera acudir a su cita a escuchar un importante mensaje que no quieren dejar de transmitir antes de morir. Pero no acude nadie y, por no anunciárselo a unas sillas vacías, se lo confían a un Orador que resulta ser sordomudo. Hay que recordar también de su época de madurez “El rey se muere” de 1.962, obra aparentemente más clásica en la que el rey Berenguer I experimenta los diversos sentimientos y reacciones humanas ante la inminencia de la muerte: desesperanza, resignación, incredulidad, rebelión ante lo inevitable……; en torno a él, sus esposas, amante, solícita y consoladora la segunda despechada la primera, el médico indiferente en quién siempre ha confiado, el pueblo esperando un nuevo rey, y otros personajes más.

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El irlandés Samuel Beckett (1.906-1.989) escribió su obra tanto en francés como en inglés, cultivando sin demasiada fortuna la novela y consiguiendo el reconocimiento internacional, incluido el Nobel en 1,969, por su teatro, del que puede decirse que ha sido referente inexcusable para los nuevos dramaturgos de todo el mundo. Su producción de sitúa en la línea del “anti-teatro” que intentaba una ruptura con las técnicas tradicionales, o sea: acción mínima, potenciación de la gestualidad, diálogos apenas esbozados, personajes esquemáticos, decorados desnudos de carácter abstracto y simbólico, etc.; todo ello al servicio de una idea básica: la insignificancia de la vida humana, cuyo nulo interés o transcendencia revela la acusada angustia existencial que embarga al hombre contemporáneo. Entre lo vanguardista y existencial, el teatro de Samuel Beckett se ha convertido de este modo en una producción emblemática de la literatura actual. “Esperando a Godot”, escrita en 1.948 y estrenada en 1.952, es sin duda la mejor obra de Beckett y una de las piezas más sintomáticas de la producción dramática del siglo XX. En medio de una carretera rural, con la sola presencia de un árbol, dos vagabundos, Vladimir y Estragón, esperan un día tras otro a un tal Godot con el que, creen, han concertado una cita, y del que esperan no se sabe exactamente qué. Durante la espera dialogan interminablemente sobre múltiples cuestiones, aunque sin centrarse en ninguna y no pocas veces con grados de comunicación muy deficientes. Es de reseñar también la aparición de otros dos personajes: Pozzo, hombre arrogante y cruel, y Lucky, una especie de esclavo a quién aquel le obliga a realizar todos sus caprichos. También es digna de destacar su obra “Oh, los buenos tiempos”, escrita originalmente en inglés en 1.961 con el título “Happy days” y que sobresale por su original puesta en escena: la cincuentona Winnie se halla enterrada prácticamente hasta el busto en una especie de promontorio; habla y habla continuamente mientras su marido Willie, siempre cerca pero ausente, se limita a emitir de vez en cuando, como réplica o asentimiento, un gruñido. Todos los días Winnie repite los mismos actos, recuenta las pertenencias de su bolso, siempre idénticas; y, sobre todo, recuerda las mismas cosas triviales e intrascendentes, pero que integran, irónicamente sus buenos tiempos.

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Entre el resto de los dramaturgos que contribuyeron a la renovación del panorama teatral destaca Jean Genet, nacido en 1.910, en París, ciudad donde falleció en 1.986. Fue un autor muy admirado en su país y cuya vida y obra se difundió ampliamente por todo el mundo. Ha contribuido poderosamente a ello el aura de su vida maldita y amoral: de padre desconocido, su madre lo abandonó y se educó en una inclusa; a los diez años fue acusado de robo, quizás injustamente: el caso es que a partir de entonces decidió hacer de sí lo que dicha acusación afirmaba que era, rechazando de este modo la sociedad que lo había repudiado. Iniciaba así un camino de degradación que, según él, lo llevaba a la “santidad”; abandona una casa de rehabilitación, se enrola en la Legión Extranjera y más tarde deserta, roba, se prostituye y es encarcelado. En prisión, en 1.942, comienza su carrera de escritor, primero con la poesía y la novela, donde destacan “Milagro de la Rosa” de 1.946, “La querella de Brest, 1.947, ambas autobiográficas, como su “Diario de un ladrón”, de 1.949; pero había de ser en el teatro donde Genet encontrase su mejor forma de expresión, aunque prácticamente ninguna de sus piezas fuese representada dado los problemas de rechazo y de censura (por esa época fue exiliado, aunque el presidente francés lo indultó gracias a la intervención de otros intelectuales, entre ellos Sartre; del mismo modo que después sería repetidamente condenado por escándalo y pornografía). Desde 1.961 abandonó la creación literaria y se dedicó preferentemente a la actividad política: apoyó a los movimientos negros de liberación en Estados Unidos y a los palestinos frente a Israel, y defendió el derecho a la violencia de los terroristas alemanes en los setenta. Sólo al final de su vida se ha valorado su obra literaria (recibió el Premio Nacional de las Letras Francesas en 1.983), y esta fue reconocida en todo el mundo. Lo autobiográfico impregna toda la producción de Genet, a la que su personalidad le imprime un carácter peculiar que tiene en la amoralidad y en la sátira de la sociedad actual sus dos pilares básicos. Es la inversión de los valores morales uno de sus objetivos prioritarios, no ya tanto por ética o estética como por una necesidad de afirmación personal, puesto que Genet insta a una “in-humanización” que una con el mal al ser humano, a quién invita a una suerte de compromiso antisocial. Su obra es, no obstante antirrealista; su inclinación al “teatro dentro del teatro” es síntoma de su preferencia por algo parecido a un juego de espejos, de tal forma que todos los elementos de sus obras hacen referencias a otros reconocidos por el espectador y tergiversados paródicamente por Genet. Así podemos ya verlo en su primera pieza, “Las criadas” de 1.947, en la que dos hermanas que sirven en una casa aprovechan la ausencia de la dueña para jugar a ser respectivamente la señora y la criada, como un medio de liberación de su opresión. Pero la más clara muestra de ese complejo juego de espejos la tenemos en “Los negros”, de 1.959, en la que unos actores negros representan la muerte ritual de una mujer blanca bajo la mirada de espectadores blancos que en realidad son negros; entre bastidores, sin embargo, se desarrolla la muerte real de un negro traidor, por lo cual son felicitados en el “infierno” los “blancos” cuando son ejecutados. Los continuos guiños al espectador llegan a hacerle dudar a éste del sentido de la realidad, o al menos lo llevan a relativizarla, con lo que las nociones morales también son puestas en duda. Idéntica intención tiene “Los biombos”, de 1.961, cuyo simbolismo se confía en esta ocasión al aspecto técnico, pues el escenario se halla dividido en cuatro niveles con biombos rodantes de papel que al final de la obra son atravesados por los personajes muertos para pasar a un nivel superior.

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En la línea más innovadora del teatro de estos tiempos podemos situar aún en Francia a dos dramaturgos, nacidos ambos fuera de sus fronteras pero estrechamente vinculados al “absurdo” y al compromiso de buena parte del teatro actual. Arthur Adamov (1.908-1.970), de origen ruso, insiste con su producción en la posibilidad de una función liberadora y desinhibidora del drama, creando una expresión en principio simbólica como en “El sentido de la marcha” de 1.953, y más tarde políticamente comprometida, de deuda brechtiana como en “Ping-pong” de 1.955, sátira de la sociedad de consumo; “Paolo Paoli”, de 1.957, que pone al descubierto los intereses comerciales que rigen las guerras y “La primavera 71”, de 1.961, sobre los acontecimientos de la Comuna. Por su lado, la obra de Fernando Arrabal, nacido en Melilla en 1.932, ha seguido una personalísima evolución, que en su momento no fue comprendida en España, donde la cultura le imponía unos estrechos límites, por lo que abandonó su país para instalarse definitivamente en Francia, en el año 1.955. Allí se convirtió en hombre esencial del teatro francés y europeo, y se ha revelado como un espíritu inconforme, rebelde e iconoclasta que, poses aparte, arrasa provocativamente todo convencionalismo. Su teatro ha evolucionado desde el absurdo de las piezas de una primera época, que intentaban poner de relieve la degradación del mundo como en “El cementerio de automóviles” de 1.958, al violento expresionismo de vena surrealista característico de Arrabal y que él mismo ha denominado “teatro-pánico”, entendido como acto de escandaloso terrorismo teatral basado en la radical violencia del lenguaje y de la puesta en escena, como en “Concierto en un huevo” de 1.958. Pero, en general, son sus mejores obras aquéllas en las que, a partir de una reflexión personal (aquí Arrabal tiende a dejarse llevar por su ego), ha sabido proyectar su compromiso de intelectual en la sociedad contemporánea, como en “El arquitecto y el emperador de Asiria”, de 1.967 y “El jardín de las delicias” de 1.969, acaso sus dos mejores obras.

 

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