“A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde».
De “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”.
En 1.927, y entre las manifestaciones que conmemoran el centenario de Góngora, se publica una edición de las “Soledades” del poeta cordobés. Nace entonces la llamada Generación del 27. La personalidad de Federico García Lorca representa el testimonio más elocuente de esa generación. García Lorca, que nació en 1.898 en Fuentevaqueros, Granada y murió en Víznar, cerca de Granada, en 1.936, tenía el ingenio y el duende de su tierra andaluza, estaba dotado de una especial sensibilidad para cualquier manifestación artística y su simpatía y su bondad lo convirtieron en el eje fundamental del grupo. A todo este derroche de humanidad debe añadirse la trágica muerte de Federico, víctima directa de esa guerra que a él le llevó fuera de este mundo que amaba intensamente y que a otros forzó a un exilio real o al silencio obligado en la misma España. García Lorca nació en Granada, cerca de Granada será asesinado, y Granada estará presente en toda su obra desde la poesía al teatro y desde sus conferencias hasta las apasionadas charlas en la Residencia de Estudiantes.
En 1.936, muy poco antes de morir, Lorca afirmaba su doble propósito: no trasladar más la casa a las estrellas y dejar el ramo de azucenas para meterse en el fango hasta la cintura, aunque siempre su voz quedó fuera de ese fango, y ayudar así a los que buscaban las flores. Este camino, que comienza con “El maleficio de la mariposa”, tiene sus hitos fundamentales en ese canto al amor y a la libertad que es “Mariana Pineda”, en esa obra apasionada y con el destino convirtiendo en noche de sangre una noche de amor como es “Bodas de sangre”, en esa tragedia de la esperanza frustrada que es “Yerma” y en “La casa de Bernarda Alba”, una de las obras más importantes del teatro español, con la libertad como grito y como anhelo de unos seres condenados al encierro. Y Federico también es poeta. “Poeta por la gracia de Dios- o del demonio- y también por la gracia de la técnica y del esfuerzo”, decía él. Romances los suyos leídos por todos, pero que están lejos del popularismo que puede dar a entender la repetición mecánica de muchas de las composiciones de su “Romancero gitano”. El mundo poético de Lorca, de brillantes metáforas o de gusto surrealista, como en “Poeta en Nueva York”, es producto de una estilización y de una técnica, que completan ese duende existente en la personalidad de Lorca, pero del que tanto se ha abusado para explicar sus cualidades líricas
El “duende” tiene difícil definición, aunque a ello dedicara Lorca una magnífica conferencia que tituló “Teoría y juego del duende”. Y es que, como uno de los estudiosos del poeta granadino ha escrito, se necesitarían muchos términos para explicar lo que en ese sólo se expresa, como Federico sabía perfectamente lo que había detrás de esa palabra y que él poseía como ningún poeta ha disfrutado a lo largo de la historia de la lírica española. “Duende” hay en toda la obra de Lorca, desde su primer gran libro “Canciones”, como algo místico, telúrico y misterioso encontramos en el teatro, en la prosa y, especialmente, en la obra poética del artista. Desde 1.918, en que Lorca publica “Impresiones y paisajes”, hasta el libro originalísimo que es “Diván del Tamarit”, la evolución poética de Federico es constante y la calidad irá acentuándose en un proceso que es alarde de perfección y de bondades líricas. La lectura de sus obras así lo prueba de una forma patente, aunque ya en los primeros poemas se encuentre esa visión trágica, profunda y trascendental de su Andalucía y el dolor, la sangre, la sensualidad, la luna, el amor y la muerte, que marcan las coordenadas fundamentales de un escritor, que sin nunca separarse de la tierra se eleva a unas alturas que sólo la capacidad creadora de la palabra lorquiana puede lograr.
El lector disfruta de las composiciones juveniles del “Libro de poemas”, a pesar de que algunos de ellos sean frutos tempranos, como puede también gozar del colorido, la brillantez, y la gracia de las cortas composiciones de su libro ”Canciones”; pero es en el “Romancero gitano” y luego en el “Poema del cante jondo” cuando Lorca se convierte en el poeta admirado por todos y también cuando Federico consigue eso tan difícil de ser respetado por los cultos y recitado de memoria por el pueblo. El “Romancero gitano” surge de las raíces más profundas de la Andalucía lorquiana y con él logra el escritor la universalización de unos tipos, de una raza y de un pueblo. El “Romancero” es el gitano convertido en mito y lo que en manos de otros poetas fue retrato o donaire, gravedad o pintoresquismo, en Lorca pierde contorno real para entrar en el mundo atemporal de los sueños. Y todo ello logrado por el poeta a través de la pena de Soledad Montoya, de los jinetes y de las fraguas donde lloran, dando gritos, los gitanos, de Preciosa y de Antoñito el Camborio o de esa monja gitana que en el silencio de la cal y del mirto borda alhelíes sobre una tela pajiza. Brillantez radiante y patetismo, fuerza trágica y admirables imágenes, todo esto y mucho más respira este libro de Federico, como la canción popular andaluza – la seguiriya, la soleá, la petenera y otras – y la mítica Andalucía habían sido el centro del “Poema del cante jondo”.
Pero Lorca no es sólo, que ya es bastante, el más profundo recreador de esa Andalucía y el poeta de la imagen y de la brillante metáfora que alcanza en el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” calidades admirables. Lorca es el autor de un libro super-realista de difícil lectura y de agradable sorpresa para quién únicamente sea asiduo lector de la obra anterior. “Poeta en Nueva York” es la antítesis del microcosmos precedente, como la ciudad americana a orillas del Hudson será la cruz de esa limpia y brillante faz que es para Lorca la Granada de la Huerta de San Vicente, del Darro y del Genil, del Albaicín o de las aguas rumorosas de la Alhambra. García Lorca vive en la ensoñación de la naturaleza, del campo, de los árboles y de las flores, de los insectos y del sol mediterráneo y se encuentra en su estancia neoyorquina el cemento y los rascacielos, Wall Street y el maquinismo. Es un mundo de sombras frente a la vivificadora luz que añora; es el presente que constata y sufre y es también, no lo olvidemos, el futuro que Lorca adivina para el mundo como una profecía que describe un sueño dantesco. El poeta recrea, desde la emoción y el poder de su capacidad lírica, la ciudad de Nueva York, pero también testimonia y denuncia. Y Federico, después de ver a la moderna sociedad, representación del nuevo imperio levantado por el capital, desde la Torre del Chrysler Building, anhela un mundo nuevo, radicalmente nuevo, que sea “flor de aliso y perenne ternura desgarrada”.
La angustia del hombre acorralado, devorado por la civilización de la máquina (que recuerda a Chaplin en su magnífica película “Tiempos modernos”) exigía esa poesía amarga y la renuncia al verso tradicional. En vez de éste, Lorca usa ahora el verso libre, inquieto, desasosegado, que va mejor a la expresión surrealista y a las imágenes oníricas, tan frecuentes en el libro. Para terminar, unos versos que dedicó Antonio Machado al poeta asesinado:
“Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas en la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
No osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
– sangre en la frente y plomo en las entrañas –
Que fue en Granada el crimen
sabed ¡pobre Granada!, en su Granada».