“Los fakes nacieron en talleres obreros, bajo la guisa de bromas pesadas; en tabernas literarias en la que los escritores se mofaban los unos de los otros; entre berrinches de artistas cuya obra no fue seleccionada para una exposición; en oficinas de historiadores o científicos que no encontraban las evidencias históricas de sus anhelos. Surgieron también en las frecuencias de radio y televisión, y en las páginas de los diarios; engaños embozados en un lenguaje técnico y sorpresivo y destinados a camelar audiencias con algún hecho de lo más increíble. La historia del “fake” revela una intensa pulsión creativa para diluirse en la vida social y política, para insertarse en el orden natural de las cosas y, como bomba de relojería, explotar con temporizador. La historia del “fake” es la otra historia del arte.
Tras su traumático paso por la Barcelona revolucionaria de los primeros compases de la Guerra Civil, George Orwell nos legó su visión de los hechos en numerosos textos. El sentido común más elemental hacía incomprensible que en vez de concentrar los esfuerzos en combatir el alzamiento fascista, los republicanos, socialistas y comunistas-estalinistas se desangrasen en luchas intestinas contra los anarquistas y los comunistas-trotskistas. Con el espanto todavía fresco Orwell publicó, en 1.943, “Mirando atrás en la guerra española”, unas memorias que, décadas más tarde, nos permiten leer un párrafo todavía oportuno: “Hacía tiempo que ya había notado que ningún suceso es correctamente relatado en la prensa, pero en España, por primera vez, vi periódicos cuyos reportajes no guardaban la menor relación con los hechos, ni siquiera la mínima relación que se espera de una mentira normal y corriente. Vi narradas grandes batallas donde no había existido combate alguno, vi completo silencio allí donde cientos de hombres habían muerto. Vi soldados que habían luchado valientemente ser denunciados por cobardes y traidores, y a otros que nunca habían pegado un tiro ser ensalzados como héroes de victorias imaginarias….Vi, de hecho, la historia escrita no en términos de lo que sucedió sino de lo que debería haber sucedido de acuerdo con diversas “directrices de partido”. Por esa época el gran Orwell dejó escrito: “En un tiempo de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”.
Esas palabras podrían haber sido escritas hoy, instalados como estamos en una cultura generalizada del engaño. Y es que la contribución de Orwell en el diagnóstico de las patologías de nuestro atribulado tiempo ha resultado impagable. Expresiones popularizadas en su obra como Gran Hermano, Policía del Pensamiento o Ministerio de la Verdad han traspasado los reductos especulativos de la ciencia ficción para acomodarse a situaciones de la vida real que hoy nos resultan infamemente familiares. Sus premoniciones apocalípticas sobre el futuro de la sociedad – un futuro caracterizado por la incapacidad de gestionar democráticamente los conflictos y la mendacidad implícita en toda forma de gobierno – se han cumplido con aterradora exactitud. Pero en paralelo a esa clarividencia, sorprende el punto de ingenuidad que rezuma la estupefacción de Orwell. ¿Falsedades?¿Propaganda?¿Posverdad?(añadiríamos ahora)¡Pues claro, qué otra cosa cabría esperar!. Ya lo había consignado sin embudos el senador estadounidense Hiram Johnson en 1.918 “La primera víctima cuando estalla una guerra es la verdad”
La radio, en sus tiempos heroicos, como medio casi exclusivo de comunicación de masas no visual, también hizo suyos una buena parte de los formatos de competencia objetiva, que serían explotados en uno de los más notorios “fakes” mediáticos de la historia, el protagonizado por Orson Welles en 1.938. Ese año Orson Welles, Paul Stewart, y John Houseman adaptaron radiofonicamente la novela de H. G. Wells “La guerra de los mundos”, de 1.898, a través de The Mercury Theater, una productora de radio que revolucionaría la radio estadounidense durante los años treinta con sus dramatizaciones literarias. Mediante técnicas de camuflaje y el uso preciso de recursos de construcción de autoridad, una gran parte de los oyentes, especialmente aquellos que se habían conectado cuando ya estaba empezada la emisión, se creyeron a pies juntillas que los marcianos atacaban la Tierra, empezando por Nueva Jersey. Como se aprecia en las primeras líneas del guion de la emisión, Welles no escondió el sustrato literario del drama, aunque sutilmente emplazó al oyente a un tiempo dislocado, hablando desde el futuro sobre el tiempo presente, en una época en la que se cernía el temor a una guerra mundial que pronto llegaría. Inmediatamente, aparecen las noticias del tiempo, convenientemente certificadas por una agencia gubernamental, y en las que se desliza un lenguaje análogo a lo que acontecerá como ficción: “Se informa de una ligera perturbación atmosférica de origen indeterminado sobre Nueva Escocia, que está causando una zona de bajas presiones que se moverá con cierta velocidad sobre los estados del noroeste”. Vuelve la música, la normalidad, para que a continuación surja con toda su potencia el núcleo de la autoridad: el corte informativo de urgencia, en el que algunos científicos presentan los hechos mediante términos procedentes de la física y la química. Durante casi una hora, las conexiones con testigos oculares, corresponsales “in situ”, agentes de la autoridad y académicos fueron generando un espacio en espiral en el que los oyentes, reconociendo el formato propio de lo veraz (en directo, con sus habituales fallos técnicos) difícilmente podían reconocer la ficción. La emisión de “La guerra de los mundos” generó lo que buscaba, un gran escándalo: la gente bloqueó con sus llamadas aterrorizadas las centralitas telefónicas de la policía; esta irrumpió en los estudios de la CBS con la pretensión de suspender el programa en directo; una gran parte de la prensa y numerosos políticos pidieron la cabeza de los directores y productores responsables. Orson Welles les respondió pidiendo perdón por hacer la broma precisamente el día de Halloween. Pero el efecto fue mucho más duradero. Welles interpretó de forma radicalmente nueva el formato de la radio y los medios de comunicación en general
El camuflaje perpetrado por The Mercury Theatre, la superposición de las técnicas de narración sobre el territorio de lo real, fue en parte predicho pocos meses antes por en influyente escritor E. B. White en Harper´s Magazine: “Claramente la carrera hoy está entre las cosas que son y las cosas que parecen ser”. Welles reconocía que en la nueva medialidad hay una redefinición del arte. Al final de “F for fake”, su notable película de 1.974 – falsa en sí misma – sobre la falsificación artística, Welles declara: “Nosotros, los mentirosos profesionales, esperamos ofrecer la verdad; me temo que el nombre pomposo que tiene es ARTE”.
Vale la pena reseñar el caso ocurrido en Ecuador en 1.949 en relación con la obra de Welles. El sábado 12 de Febrero de ese año Leonardo Páez llevó a cabo en Radio Quito una adaptación similar a la de Welles. Un locutor interrumpió la programación para informar sobre un supuesto objeto volador sobre las Galápagos y, posteriormente, que un platillo volante había descendido en las afueras de la ciudad. La transmisión no duró más de veinte minutos, hasta que la gente descubrió la verdad. Se produjo una verdadera agitación popular; primero tiraron piedras contra el edificio donde se ubicaba la emisora; el incendio provocado por la multitud tomó fuerza con rapidez; cinco personas murieron entre las llamas y varias personas se suicidaron debido al susto causado. Radio Quito estuvo fuera de antena durante dos años.
En la era de la posverdad, de la verdad privada, del algoritmo infalible, de la sofisticada manipulación técnica, la esfera pública se ha convertido en un complicado teatro de apariencias iconográficas, de enunciados y formatos de los que apenas somos capaces de establecer su verosimilitud. El fenómeno del “fake” desborda ya las noticias, la política, el arte, el consumo, la guerra…: se ha hecho competente. Se ha convertido en el adjetivo universal que confirma lo que tantos siempre han sospechado: que el lenguaje tiende, sobre todo, a engañar.
Sólo la civilización moderna -esa cultura convencida de superar en inteligencia a las demás- ha sido capaz de minar el suelo mismo en que se asienta, envenenar el agua que bebe y ensuciar el aire que respira. Así, la llamada crisis ecológica no es, en todo caso, sino una manifestación exterior de la crisis integral, anímica y que se manifiesta como en el episodio de la torre de Babel, como una contaminación de la palabra.
El encuentro de la Alicia con Humpty Dumpty es uno de los episodios más citados del relato de Lewis Carroll, A través del Espejo. El autor reflexiona en este pasaje sobre lenguaje y poder.
«Cuando yo uso una palabra», dijo Humpty Dumpty con un tono burlón, «significa precisamente lo que yo decido que signifique: ni más ni menos» –La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo.”
Lo decía Humpty Dumpty, y lo dicen siempre los que mandan, los que tienen capacidad para adulterar el lenguaje.
Los políticos y sus corifeos, los periodistas, no pueden jugar a ser Humpty Dumpty de modo aleatorio. Lo contrario supone una peligrosa y consciente manipulación. Deben respetar el código semántico.
– José Chamorro-