“Por doquiera que fui
la razón atropellé,
la virtud escarnecí
y a la justicia burlé.
Y emponzoñé cuanto vi,
y a las cabañas bajé,
y a los palacios subí,
y los claustros escalé;
y pues tal mi vida fue,
no, no hay perdón para mi”.”Don Juan Tenorio”. José Zorrilla.
A lo largo de su historia algunos de los personajes emblemáticos de la literatura universal han creado sustantivos o adjetivos derivados de su propio nombre; así, oímos hablar de un tartufo, de un quijote, de una bovary como héroes ya sustantivados en los que generalmente se da una connotación más bien negativa. Incluso al hablar de un quijote, del quijotismo, hacemos referencia a un loco visionario, con toda la grandeza que puede tener don Quijote pero con cierto tinte conmiserativo; por supuesto se tacha a una persona de otelo por su naturaleza celosa o se habla del carácter fáustico para marcar al ambicioso dispuesto a vender su alma al demonio o a cualquier demonio contemporáneo a cambio de la inmortalidad, el poder social o el triunfo económico.
Don Juan es uno de los personajes con más vida literaria de la historia. Tenemos únicamente un don Quijote, tenemos un Hamlet, tenemos una Emma Bovary y alguna secuela también, y muy notable, en la Ana Ozores de la “Regenta”, de Clarín. Estos son personajes únicos de un solo libro. Don Juan, por el contrario, se configura como un mito y además un mito surgido a partir de obras literarias (la de Tirso de Molina en particular y la de José Zorrilla) valiosas pero no comparables a “Don Quijote” de Cervantes, a “Madame Bovary” de Flaubert, a “Hamlet” y “Otelo” de Shakespeare o al “Fausto” de Goethe. Quizá por esa misma razón y por el propio carácter del personaje, Don Juan ha tenido muchas encarnaciones y las sigue teniendo. Es un personaje que seduce aún, no únicamente a las mujeres de su leyenda ni a los autores que escriben sobre él, sino que también sigue seduciendo al lector, quién parece tener una predisposición natural para saludar a un nuevo Don Juan con curiosidad y con aprecio; y aunque en la mayoría de esas reencarnaciones el personaje sigue conservando un carácter un tanto desabrido o cínico, el hombre de la calle no recibe con disgusto la apelación de donjuán que alguien le pueda dar, sino todo lo contrario. El donjuanismo como calificativo (frente a lo que podría ser el otelismo o el tartufismo) implícitamente es un secreto motivo de placer para el hombre al que se tilda de ello. Los rasgos esenciales del personaje se esbozan ya en “El burlador de Sevilla” de Tirso de Molina, aunque con un siglo de diferencia, comienzan a aparecer nuevas recreaciones algunas muy célebres como la de Moliere, o naturalmente la más tardía de Zorrilla (que en España es la que consolida y relanza al personaje), y otras que ya en el siglo XX alcanzarían notoriedad, como las de Von Hörvath o Max Frisch. Lo cierto es que es un personaje ilimitado que ha trascendido el género estrictamente dramático y se han ocupado de él poetas como Byron y Pushkin, novelistas como Pérez de Ayala y Torrente Ballester o libretistas como Bertati (para el compositor Gazzaniga) y Da Ponte (para la suprema ópera “Don Giovanni”).
Cuando hacemos la reconstrucción del personaje a través de sus versiones sucesivas nos damos cuenta de que estamos ante alguien cuya esencia es la falta de carácter, desprovisto de voluntad, cuya vida se va construyendo como una línea sin trazo definido, discurriendo a golpes, con altibajos, y que en un momento dado suele concluir trágicamente. La única fuerza motriz que da impulso a esa trayectoria de un personaje que deja recuerdos pero no huellas sería la fuerza del disfrute, del deseo del placer sensual. Hay dos visiones negativas de Don Juan: una, teñida de ideología o de moralismo trata de la que a partir de un concepto religioso de la vida, rechaza al personaje como representante por antonomasia del cuerpo frente al espíritu. En la obra de Zorrilla Don Juan es básicamente un cuerpo emisor de signos verbales, gran exhibidor de su propia fuerza física, y alguien que también desafía otra de las normas centrales de la religión: la monogamia, la fidelidad matrimonial. Todo precepto queda desafiado por ese burlador de las mujeres casadas, las noches de boda y las doncellas casaderas que es, por excelencia, Don Juan. Por extensión es el enemigo de la paternidad, por que es el hombre que nunca se consume, nunca se delimita, nunca ha sido visto como un procreador; es el que va picoteando entre las mujeres, el seductor, el amante de una noche o de una aventura, el que realiza una difícil conquista, pero nunca el generador de una estirpe. De hecho, nunca es visto como un posible padre, y por tanto, también por ese lado chocaría con otra esencia de un entendimiento cristiano de la vida. Hay otras visiones que calan negativamente al personaje de modo mucho más considerable, y son las que le pintan como un desalmado, un personaje sin capacidad de expresión sentimental alguna, un coleccionista de mujeres, un manipulador, un arruinador de las personas, que las sitúa como trofeos en una vitrina y un mentiroso que utiliza constantemente el disfraz. Todo ello puede resumirse en un concepto central: el de la infidelidad. No ya la infidelidad matrimonial, que es un pecado en general disculpable por todos los hombres y las mujeres, sino una infidelidad más profunda, más alarmante: la personal.
Don Juan es el hombre que no se casa con nadie, y no solo en el sentido nupcial de la palabra; es el hombre que no se compromete con nadie, que no es fiel a nadie, que no cumple ninguna promesa, que no respeta ninguna amistad, que no atiende a ningún vínculo, y cuya propia esencia es ese deslizamiento huidizo entre los principios más sólidos mediante los cuales los seres humanos nos entendemos y nos soportamos los unos a los otros. En algunas versiones, como la de Da Ponte – Mozart, este aspecto se refleja en las relaciones que mantiene con su criado, que se supone que es su gran asistente y su cómplice; esas relaciones son a menudo, por el contrario, antagónicas, típicas de dos bribones puestos en conexión: la bribonería del señor frente a la bribonería un poco más a ras de suelo del criado, Leporello, vistas como el conflicto entre dos infieles naturales.
Esta es, a grandes rasgos, la doble visión negativa del personaje. Pese a la cual, insisto, casi ningún hombre se sentirá insultado al ser catalogado como un donjuán. Si leemos el drama de Tirso, teniendo en mente las obras posteriores, se advierte un deseo fundacional de mito, un intento que va más allá de la creación de una obra de ficción, una comedia de intriga moral. En ese Don Juan no hay solo la plasmación afortunada y llena de futuro de un personaje, la creación de un prototipo que ha dado pie a un mito posterior de gran envergadura, y al cual Tirso alude en distintos episodios. Tal vez el más llamativo aparece al comienzo de la obra de un modo casi cinematográfico: al levantarse el telón toda la acción está ya en desarrollo, en torno a la seducción de Isabela, quien, aún un poco sofocada por la peripecia que acaba de sufrir o de gozar pregunta a su seductor quién es; Don Juan le responde “¿quién soy?. Un hombre sin nombre”.
Y es que en cierta medida “El burlador de Sevilla” trata de la construcción del nombre, de la fundación del nombre de Don Juan Tenorio, el Don Juan a secas de la imaginación popular posterior. Un personaje que a través de sus acciones, conquistas, desafíos, a través de su propio final (que en el caso de Tirso no es un final feliz: Don Juan se condena y es arrojado al infierno por la mano que le apresa, la mano pétrea de la estatua que viene aceptando la invitación a cenar ) se crea un nombre, una leyenda.