¡Oh sí! Conmigo vais, campos de Soria,
tardes tranquilas, montes de violeta,
alamedas del rio, verde sueño
del suelo gris y de la parda tierra,
agria melancolía de la ciudad decrépita.
Me habéis llegado al alma,
¿o acaso estabais en el fondo de ella?.
De “Campos de Castilla”. Antonio Machado.
Antonio Machado nació en Sevilla en 1.875; su padre era un conocido folclorista romántico y liberal que educó a sus hijos Antonio y Manuel -también poeta- en la Institución libre de Enseñanza. Ambos se inclinaron desde su juventud hacia la literatura: en Madrid trabajaron como actores y autores dramáticos, y por intereses literarios viajaron en 1.899 a París, donde ya declinaba el Simbolismo. Al regresar a España, Antonio Machado comenzó su producción poética en clave modernista; es la época de “Soledades” de 1.903, libro influido a partes iguales por Rubén Darío y por Gustavo Adolfo Bécquer. Pero la progresiva y característica depuración de su obra le empujará a rechazar una estética limitada a lo formal: el resultado es una segunda versión del libro con el título de “Soledades, Galerías y otros poemas” de 1.907, de tono más libre y personal. Ese mismo año llegaba Machado como catedrático de instituto a Soria, donde conoció a Leonor, con quién se casó en 1.909.
Castilla fue para Machado, como para todo el 98, una realidad natural y esencial con la que sintonizó rápidamente y de cuya experiencia surgió “Campos de Castilla” de 1.912, quizá su mejor obra. El revés de la muerte de Leonor en ese mismo año le lleva a abandonar Soria; se traslada a Baeza, donde escribió las nuevas composiciones que añadirá a la segunda edición de “Campos de Castilla” en recuerdo de Leonor y Soria. Aunque los poemas más hondos, los más sentidos, los ha reservado a Castilla y a su recuerdo, a partir de 1.913 Machado se abre en Andalucía a la realidad, a la objetivación de una situación concreta. Su poesía gana en realismo y arremete contra una España envejecida e inferior frente a la cual coloca una España nueva, joven y anhelada. Tras ese periodo vuelve a Castilla, a Segovia: Machado es ya un poeta consagrado a pesar de mantenerse al margen de los ambientes culturales y de cualquier moda literaria.
A partir de 1.927, a raíz de su elección como miembro de la Real Academia, Machado pasa su vida entre Segovia y Madrid, donde conoció a Pilar Valderrama, amor de madurez escondido en sus versos tras el seudónimo de “Guiomar”. El gobierno de la Segunda República, recién instaurada y vista con buenos ojos por el autor, le proporcionó en 1.931 una cátedra en el Instituto Cervantes que le permitía mayor libertad para desarrollar su labor literaria. La Guerra Civil le sorprende en Madrid, desde donde se proclamó defensor de la República; en tanto que fue un personaje conocido, debió de pasar pronto a Valencia, desde donde se trasladaría a Barcelona junto a quienes ya iniciaban el camino del exilio. Machado se confinó en Francia, en el pueblecito de Collioure, donde murió pobremente en 1.939, sin ningún honor ni cargo en el exilio, “casi desnudo, como los hijos de la mar”, como él había anunciado.
Los inicios de la poesía de Antonio Machado se corresponden con los del Modernismo más superficial y, digamos oficializado; es decir, con los de una retórica y una imaginería tópica que, en España presentaba todavía restos acusadamente posrománticos y que, en el caso de Machado, revelaba un fuerte y decisivo influjo de la lírica de Bécquer. Esta primera etapa abarca los primeros años del siglo pasado y a ella podemos adscribir dos libros, “Soledades” de 1.902 y “Soledades, Galerías y otros poemas” de 1.907, aunque, en realidad, estamos ante un modernismo intimista con influencias románticas, con algún resabio decadente y vertebrado sobre pretensiones simbolistas. Esto significa que el entronque de Machado con el Modernismo no dejó de ser pasajero y que en pocos años el poeta lo había abandonado para dedicarse a ahondar en su propio interior y descubrir en él la esencia poética. Con “Campos de Castilla” (1.912 y 1.917) ya hay una depuración estética: la poesía del autor se lanza a la búsqueda de la verdad esencial y debe traspasar lo aparente para llegar a lo auténtico, lo superficial para aspirar a lo profundo. Las dos últimas obras de Antonio Machado, “Cancionero apócrifo” y “Juan de Mairena”, son libros misceláneos. “Juan de Mairena” es una obra en prosa en la cual recopila artículos y ensayos, párrafos sueltos, diálogos, etc. atribuidos a un personaje ficticio con mucho de filósofo y algo de poeta. El “Cancionero apócrifo”, por su lado, aunque recoge ensayos críticos sobre diversas cuestiones, destaca por la inclusión de las “Canciones a Guiomar”, algunas de ellas de gran belleza por su sentido y sencillo lirismo.
Siendo la obra machadiana relativamente breve, sorprende la variedad de tonos e incluso de formas que adoptó, y es que fue Machado uno de los líricos más originales y de voz más personal que ha dado el siglo XX en España. Su recia personalidad impregna todos y cada uno de sus poemas, incluso sus composiciones iniciales, hasta el extremo de poder afirmarse que en ella se hallaba el embrión su obra de madurez; o sea la tendencia del poeta a la reflexión y a la interiorización que se manifiesta desde sus primeros poemas, aunque será en sus últimos años cuando encuentre sus formas idóneas. En estricta atención a sus propias palabras: “la poesía es la palabra esencial en el tiempo”, se ha subrayado frecuentemente la cimentación de la poética machadiana sobre la esencialidad y la temporalidad. Machado aspiro a separar siempre en su lírica lo accesorio de lo fundamental, lo anecdótico de lo esencial. En la poesía, según él, pueden cambiar los temas, el estilo, le métrica; pero lo que hace literaria a una obra no es la forma, lo externo, sino la realidad misma, aunque trascendida por medio, en primer lugar, por la sencillez.
En la producción lírica del poeta sólo hay sitio para una progresiva depuración de la realidad; esto no quiere decir que su poesía sea simple, ya que, por el contrario, esta esencialización conlleva una seria y rigurosa profundización en la complejidad de la realidad, si bien tal profundización debe realizarse con el filtro de la subjetividad, pero esto no afecta para nada a la impresionante objetividad de la lírica machadiana: en su poesía hallamos su propia experiencia, real y objetiva, aunque no tal cual, sino reflexionada e interpretada en términos absolutos; en definitiva esencializada en lo que se ha llamado “poesía de la esencia de la experiencia”. Es precisamente esa experiencia la que marca la temporalidad de la lírica de Antonio Machado. El sentido del tiempo está registrado en su poesía a partir del propio tiempo personal: el tiempo pasado se nos ofrece como recuerdo ( en un sentido muy proustiano), es decir, como una interpretación estrictamente personal de una experiencia también personal; por un lado el futuro está marcado por el signo de la esperanza, como si viniese cargado con lo que se anhela para el presente. Hacia la autenticidad, que fue también norte de su existencia, camina siempre Machado. El vocabulario para conseguirlo, y ahí está una de sus grandezas, es en la mayoría de las ocasiones el habitual del mundo que le rodea, transformándolo en vivencia y convirtiendo la vivencia en símbolo. Camino, noria, fuente, olmo viejo, días claros y azules, mar…., son términos que en la lírica machadiana se elevan a la categoría de símbolos y en ellos están el espacio, el tiempo, el pasado y el futuro, la muerte y el misterio: el hombre.