Su gran amigo el poeta Vicente Aleixandre le dedicó una preciosa semblanza en Los encuentros, ese hermoso libro de 1958 en donde el premio Nobel celebra el feliz azar de la amistad. Ahí se nos aparece el Miguel Hernández de los años inmediatamente anteriores al estallido de la guerra civil: jovial, atento y pobre, irradiando luz, la luz de quien confía en el corazón humano. Y Aleixandre concluye:
“No se le apagó nunca, no, ni en el último momento, esa luz que por encima de todo, trágicamente, le hizo morir con los ojos abiertos”.
Se puede hacer un recorrido por la poesía de Miguel Hernández siguiendo el hilo de esa luz que irradiaba y lo unía al mundo, a sus fuerzas ciegas, a sus seres, al alimento mineral de su tierra. Como en todo organismo natural, se pueden apreciar en su obra las cuatro fases biológicas esenciales: la gestación en el vientre de la Naturaleza, el nacimiento, la iniciación, la consumación.
Perito en lunas (1933), su primer poemario, se corresponde con la fase de la gestación. Detrás de ese brillante ejercicio de destreza técnica que es el mencionado libro se puede apreciar al niño que abre los ojos y descubre asombrado la luz de la Realidad y se funde en ella, y al fundirse, la funda, la crea, la inventa, la inaugura: el toro, el gallo, la sandía, el río, la serpiente, el panadero, la oveja, el azahar, el retrete, el barril y el borracho, las gitanas, la luna, el crimen pasional, la veleta, el sexo… o la gota de agua:
Gota: segundo de agua, desemboca,
de la cueva, llovida ya, en el viento:
se reanuda en su origen por la roca,
igual que una chumbera de momento.
Cojo la ubre fruncida, y a mi boca
su vida, que otra mata aun muerta, siento
venir, tras los renglones evasivos
de la lluvia, ya puntos suspensivos.
El nacimiento poético de Miguel Hernández se produce con El rayo que no cesa (1936). Es el momento de la toma de conciencia de sí mismo. Y eso supone separación, brecha, entre la mirada inocente, luminosa del niño y el mundo. La herida que supura dolor, sustancia oscura como la noche. El poeta, en fin, se hace humano: toma conciencia de que la vida es lucha contra las sombras. Muchos son los poemas que dan cuenta de ese nacimiento personal a la vida. Pensemos, por ejemplo, en la “Elegía” a Ramón Sijé. En ella, el dolor por la pérdida del amigo no deja de quedar atenuado por la esperanza del reencuentro en la luz de la naturaleza de la que todos provenimos:
“(…)A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero”.
Concebido por la Naturaleza con Perito en lunas y nacido al mundo con El rayo que no cesa, la siguiente etapa es la de la iniciación, esto es, el comienzo de la actuación en la Realidad, en un aquí y ahora limitado, concretísimo: España y su guerra civil. El hombre nacido ha de actuar en una circunstancia concretísima, a la que está fatalmente ligado. Por otro lado, ese ser se reconoce en los otros seres con los que o contra los que lucha. Es por supuesto la etapa de Viento del pueblo (1937), dominado por la fe en la lucha (“Para la libertad, sangro, lucho, pervivo”) y en sus resultados (“(…) ¿Quién salvará a ese chiquillo/menor que un grano de avena./ ¿De dónde saldrá el martillo/ verdugo de esa cadena. /Que salga del corazón/ de los hombres jornaleros,/ que antes de ser hombres son/ y han sido niños yunteros”.) y de El hombre acecha (1938) en donde abundan los presentimientos de la derrota (“Pintada, no vacía, / pintada está mi casa, / del color de las grandes/ pasiones y desgracias”).
A esa época pertenece uno de sus poemas con hondura poética poco común. Se trata del titulado «Me sobra el corazón», no incluido en libro, escrito entre El rayo que no cesa y Vientos del pueblo…
Hoy estoy sin saber yo no sé cómo,
hoy estoy para penas solamente,
hoy no tengo amistad,
hoy sólo tengo ansias
de arrancarme de cuajo el corazón
y ponerlo debajo de un zapato.
Hoy reverdece aquella espina seca,
hoy es día de llantos en mi reino,
hoy descarga en mi pecho el desaliento
plomo desalentado.
No puedo con mi estrella.
Y me busco la muerte por las manos,
mirando con cariño tas navajas,
y recuerdo aquel hacha compañera,
y pienso en los más altos campanarios
para un salto mortal serenamente.
Si no fuera ¿por qué?… no sé por qué,
mi corazón escribiría una postrera carta,
una carta que llevo allí metida,
haría un tintero de mi corazón,
una fuente de sílabas, de adioses y regalos (relatos],
y ahí te quedas al mundo le diría.
Yo nací en mala luna.
Tengo la pena de una sola pena
que vale más que toda la alegría.
Un amor me ha dejado con los brazos caídos
y no puedo tenderlos hacia más.
¿No veis mi boca qué desengañada,
qué inconformes mis ojos?
Cuanto más me contemplo, más me aflijo:
cortar este dolor, ¿con qué tijeras?
Ayer, mañana, hoy
padeciendo por todo
mi corazón, pecera melancólica,
penal de ruiseñores moribundos.
Me sobra corazón
Hoy descorazonarme,
yo el más corazonado de los hombres,
y por el más, también el más amargo.
No sé por qué, no sé por qué ni cómo
me perdono la vida cada día.
Con todo, la luz de la esperanza nunca se extingue
“El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.”
La plenitud, la consumación como hombre y como poeta vendrá con sus últimos poemas (“El niño de la noche”, “Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío” entre otros) y Cancionero y romancero de ausencias (aparecido póstumamente en Argentina en 1958, aunque compuesto entre 1939 y 1941). Ahí, la amarga asunción de lo que supone ser humano se expresa por medio de poemas sencillos, de poderosa emotividad: “Menos tu vientre” o “Las nanas de la cebolla”, por citar tan sólo dos de ellos. Nos encontramos ahora en esos últimos momentos dramáticos de que hablaba al comienzo Vicente Aleixandre. No le abandonó la luz, en efecto. El poema “El niño de la noche” refleja de un modo único e inolvidable el titánico esfuerzo interior por no perder al niño que un día fuimos, hijo luminoso de la madre Naturaleza.
Riéndose, burlándose con claridad del día,
se hundió en la noche el niño que quise ser dos veces.
No quise más la luz. ¿Para qué? No saldría
más de aquellos silencios y aquellas lobregueces.
Quise ser… ¿Para qué?… Quise llegar gozoso
al centro de la esfera de todo lo que existe.
Quise llevar la risa como lo más hermoso.
He muerto sonriendo serenamente triste.
Niño dos veces niño: tres veces venidero.
Vuelve a rodar por ese mundo opaco del vientre.
Atrás, amor. Atrás, niño, porque no quiero
salir donde la luz su gran tristeza encuentre.
Regreso al aire plástico que alentó mi inconsciencia.
Vuelvo a rodar, consciente del sueño que me cubre.
En una sensitiva sombra de transparencia,
en un íntimo espacio rodar de octubre a octubre.
Vientre: carne central de todo lo existente.
Bóveda eternamente si azul, si roja, oscura.
Noche final en cuya profundidad se siente
la voz de las raíces y el soplo de la altura.
Bajo tu piel avanzo, y es sangre la distancia.
Mi cuerpo en una densa constelación gravita.
El universo agolpa su errante resonancia
allí, donde la historia del hombre ha sido escrita.
Mirar, y ver en torno la soledad, el monte,
el mar, por la ventana de un corazón entero
que ayer se acongojaba de no ser horizonte
abierto a un mundo menos mudable y pasajero.
Acumular la piedra y el niño para nada:
para vivir sin alas y oscuramente un día.
Pirámide de sal temible y limitada,
sin fuego ni frescura. No. Vuelve, vida mía.
Mas, algo me ha empujado desesperadamente.
Caigo en la madrugada del tiempo, del pasado.
Me arrojan de la noche. Y ante la luz hiriente
vuelvo a llorar desnudo, pequeño, regresado.
«En el rostro de Miguel brillaban claros los ojos y claros, clarísimos, los dientes. Rompían entre el ocre de su tez, barro cocido, amasado y abrasado y capaz de contener, y rebosar, el agua más fresca. Porque esta era la verdad. Los pómulos abultados, el pellizco de la nariz, la anchura de su cara, afinada en su base, asociaban este rostro a la imagen de una vasija de barro popular, gastada y suavizada por el tiento de su uso, pero enteriza siempre. ¡Ni una grieta, salvo la que por boca y ojos hacía el frescor de su linfa!
Este era Miguel. El dril de su chaquetilla; el cáñamo de su alpargata, la hilaza de su usada camisa eran en él, siempre, y todavía, como la materia prima. Se diría que acababa de arrancarla en el campo, como quien pasa y desgaja y asume una vara de fresno.
Miguel Hernández. Este nombre, tan acendrado y justo, llegó por apuramiento y desnudez a su expresión representativa. Su nombre civil, bien sabido de todos: Miguel Hernández Gilabert. Cuando fue a publicar su primer libro, tal conjunto se le apareció como demasiado largo y complicado. En su afán de sencillez sustituyó el Gilabert y firmó: Miguel Hernández Giner. Él, que era la verdad misma, sintió pronto que esto resultaba aún excesivo, sobre ser falso. Y así para su segunda obra se despojó más y valientemente quedó en su definitivo Miguel Hernández. El agudo Miguel, punzante y horadador. El amplio y reposado Hernández de todos.
(…)
Siempre me acuerdo de la estampa de Miguel en la época de la guerra española. Unas botas recias, un viejo pantalón pasado por tierra y agua. Una camisa caqui y, si hacía frío, un cuero. Nada sobre la cabeza.
Venía hacia Madrid o se encaminaba a su destino. Y parado en medio de la carretera, esperaba a que alguien le condujese. A veces pasaba un camión lleno de hombres de varia condición: todos combatientes. Miguel levantaba la mano. El vehículo se detenía. “Sube, amigo”. Un salto y Miguel quedaba mezclado entre todos. Como lo que parecía y era: uno de ellos.
Cuando él, en la intimidad, decía sus versos, se le notaba la voz clara. Lo primero en que uno pensaba era en el sonido del arroyo. Los arroyos de su Levante. Tenía una voz nunca oscura, porque hasta en los acentos dramáticos podía sonar claramente herida, pero no sepultada. Recitaba con sobriedad, vivaz más que lento, brioso, sí, como exigía tantas veces su obra. Y empezaba quieto, altos los ojos, mirando allá al fondo, la mano aún caída, y cuando la temperatura había calentado no sólo su garganta, sino todo su cuerpo, entonces miraba a su interlocutor (nunca como en Miguel se sentía que la poesía es diálogo), individualizando la comunicación, pronunciándola como enderezada a cada uno de los que le escuchaban: Juan, Roque, Manuel, con sus nombres distintos.
Cuando los oyentes eran muchos, el proceso era el mismo:” ¡Amigos!” o “¡Hermanos!”. El vocativo era para cada cual, y cada cual se sentía mirado y hablado, yo diría caminado y vivido, unido en un largo intercambio que había empezado mucho antes y que no podría terminar al cerrarse la boca.
Había que ver a Miguel, con su tez propagada, el ocre de sus pómulos subido un grado en su color, nunca rojo, porque la tierra no arde, pero guarda el fuego, exhalar sus palabras, tenso el brazo, la voz más clara que nunca, y ya no con el son del arroyo, sino con el ruido de la voz del hombre cuando sale del pecho.
Henchido pecho y voz de él. He oído a muchos poetas decir sus versos. Pocos me han dado esta sensación tan completa del hombre expresado en acto, desde la desnuda garganta.» -Vicente Aleixandre-
«Recordar a Miguel Hernández que desapareció en la oscuridad y recordarlo a plena luz, es un deber de España, un deber de amor». –Pablo Neruda-
«…Pero su nombre continúa. Sigue, como nosotros, esperando el día en que este asunto, y otros muchos, se den por terminados». -José Agustín Goytisolo-
Miguel Hernández murió en la prisión de Alicante el 28 de marzo de 1942, a los 31 años.
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