El grueso de nuestro programa de hoy trata de teatro, por eso nos ha parecido oportuno acercarnos a un tema quizá algo olvidado: La censura teatral durante el franquismo, tema que deberíamos conocer mejor, como una tarea más de recuperación de nuestra memoria histórica, también para reivindicar y hacer justicia a todos los autores y a sus obras que fueron silenciadas o alteradas por el régimen fascista.
Desde la antigua Grecia, el teatro ha tenido que sufrir la reacción de los distintos poderes de la sociedad. Su carácter transgresor siempre le ha hecho incomodo a los ojos de éstos que, con distinta intensidad, han intentado y siguen intentado, esperemos que sin éxito, domeñarlo y utilizarlo para sus fines.
En España la tradición censora se remonta a la época de la Inquisición, cuando se reprimió de manera brutal todo lo que no estuviera perfectamente alineado con los intereses de la Iglesia católica y de la monarquía. Cuatro siglos después, tras el golpe de Estado contra la II República y posterior Guerra Civil, se impuso en España un régimen totalitario que reprodujo un modelo de censura que volvía a defender los intereses de la Iglesia y el poder oligárquico. Un aparato represivo que tenía como objetivo la destrucción absoluta del trabajo cultural forjado durante la república, así como custodiar la integridad ideológica de un Estado de corte fascista y reaccionario.
Vamos a intentar en este caso aproximarnos a lo que ha sido la censura teatral, desde los años del franquismo hasta nuestros días. Una censura que, con la sola excepción del cine, se cebó en los 40 años de dictadura especialmente con el teatro.
La censura teatral en España ejerció un importante control sobre los textos dramáticos, suprimiendo frases, escenas completas, e incluso obras en su totalidad; pero también afectó a la puesta en escena, y no sólo en los aspectos más anecdóticos –como el largo de las faldas o la profundidad de los escotes-, sino que impuso condiciones que afectaron a la interpretación, vestuario, escenografía, música y otros signos escénicos; todo ello con el objetivo de imponer al espectador una determinada lectura de aquellas obras; una lectura que los censores pretendían despojada de connotaciones políticas y de referencias a la situación española, y adecuada, en lo posible, a la timorata moral del nacional-catolicismo.
Además, la incidencia de la censura sobre la creación teatral no se limitó a su actuación sobre las obras ya escritas, sino que entorpeció el proceso de creación de muchos autores obligándoles a ejercer algún tipo de autocensura.
La relación de datos sería interminable; sólo resta meditar sobre el incalculable perjuicio que la censura franquista ha provocado. Un trastorno que afectó durante décadas a millones de españoles que sufrieron la manipulación de su entendimiento: cuánto despropósito, cuánta mojigatería, cuántas secuelas sin remedio. Huestes de acólitos, gente mediocre y sin conciencia, a las órdenes de un dictador patético y detestable, persiguieron con odio y saña a quienes podían evidenciar las carencias de un régimen insostenible…, pero que fue sostenido por el militarismo represivo, el fanatismo religioso, el miedo y la ignorancia… En fin, es difícil no sentir coraje.
Incluso en nuestros días, casi cuarenta años después de su desaparición, hemos de preguntarnos si aquella censura continúa ejerciendo alguna influencia sobre las ideas que hoy tenemos acerca del teatro español de la posguerra. En este sentido, resulta, cuanto menos, curioso comprobar que, a excepción de unos cuantos títulos, las obras dramáticas escritas por los autores españoles desde la posguerra hasta la actualidad apenas se conocen.
Durante la guerra civil, la censura se utilizó, desde ambos bandos, como una herramienta más al servicio de la contienda. En el bando sublevado, los falangistas se encargaron de crear un aparato de prensa y propaganda, inspirado en la Alemania nazi, cuya finalidad era la de controlar todos los medios de comunicación social: las publicaciones impresas (libros, revistas, diarios, folletos, etc.), la radio, el cine, el teatro, e incluso las letras de canciones y otros textos que tuvieran difusión pública; una censura de guerra que, tras la implantación de la dictadura, no sólo no desaparecería, sino que resultaría fortalecida.
Terminada la guerra, el teatro que se estrena en los escenarios comerciales es, en la mayoría de los casos, un teatro concebido como mera distracción, que elude los temas de implicación política y social para centrarse en enredos intrascendentes (revistas, juguetes cómicos, melodramas, comedias de evasión, etc.). Del teatro anterior a la contienda, continúan representándose las obras de las tendencias más conservadoras, tanto en lo ideológico como en lo formal (los hermanos Álvarez Quintero, Muñoz Seca, Benavente…); y de toda la experiencia vanguardista de los años veinte y treinta, únicamente continúan estrenando aquellos autores que habían mostrado afinidad con los vencedores, como sucede con el teatro de influencia futurista de Jardiel Poncela, el humor disparatado de los autores vinculados a La Codorniz (Mihura, “Tono”, Álvaro de Laiglesia…)
Pero el celo de los censores en esa época es tal que resultaría cómico, si no fuera por sus funestas consecuencias, pues también prohibieron fragmentos y hasta obras completas de autores próximos al franquismo, incluso al propio Franco se le intentó censurar un artículo que publicó en Arriba. Ni el mismísimo Don Ramón María del Valle-Inclán podría imaginar situación tan estrafalaria. También son conocidos los problemas con la censura de Gonzalo Torrente Ballester, por entonces máximo ideólogo del teatro falangista. Otro de los casos más significativos es el de Jardiel Poncela, al que se le prohibieron totalmente tres de sus obras (Las cinco advertencias de Satanás, Usted tiene ojos de mujer fatal y Madre, el drama padre), además de imponérsele varios cortes y modificaciones en otros textos. Los reparos de los censores hacia las obras de Jardiel se deben, sobre todo, a su tratamiento del matrimonio y de las relaciones de pareja, poco o nada afín a la moral nacional-católica.
Hacia 1950, debido a la precariedad de la economía autárquica, el régimen se ve en la necesidad de establecer relaciones diplomáticas y económicas con otros países de Occidente (comienza entonces el llamado “decenio bisagra”, que concluirá con los Planes de Estabilización y Desarrollo); y ello traerá algunas consecuencias en la
aplicación de la censura. Ya desde 1945, con la derrota de los países del Eje en la II Guerra Mundial, el franquismo había comenzado a despojarse de aquellos signos que evidenciaban su proximidad al fascismo italiano y al nazismo alemán, al tiempo que procuraría acentuar sus rasgos católicos y ultraconservadores.
A pesar de todo, en 1949 Antonio Buero Vallejo consigue estrenar Historia de una escalera.
El importante desarrollo que conoció la economía española durante los quince últimos años del franquismo trajo consigo cambios trascendentales para la cultura y la sociedad española, e igualmente, motivó una serie de modificaciones en el funcionamiento de la censura, ya que se procuró aparentar una “liberalización” frente a los países democráticos, de los que dependía estructuralmente la economía desarrollista. El equipo liderado por Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo entre 1962 y 1969, introdujo una serie de reformas encaminadas a dar a la política española “un tono de liberalización y apertura
Así, se autorizarían algunas obras antes prohibidas, Aventura en lo gris, de Buero Vallejo, y Escuadra hacia la muerte, de Alfonso Sastre, y se estrenarían algunas de las obras emblemáticas del realismo social, como La camisa, de Lauro Olmo, o Las salvajes en Puente San Gil, de Martín Recuerda, aunque se continúan prohibiendo y reteniendo muchas otras. Las compañías comienzan ahora a presentar a censura algunas de las obras escritas por los autores del exilio, como Max Aub, José Bergamín, León Felipe o Rafael Alberti, que generalmente serán estudiadas por los censores con cautela, aunque se autorizan algunas de ellas. También se autorizan algunos textos de autores extranjeros de signo claramente izquierdista, hasta entonces vetados en la escena española, como Bertolt Brecht, Jean-Paul Sartre o Peter Weiss.
En realidad, los estrenos de estos dramaturgos extranjeros son escasos, llegan con décadas de retraso, y se producen de forma estrictamente controlada.
Para conocer cual era el funcionamiento entonces, merece la pena reproducir la descripción que realiza Adolfo Marsillach en sus memorias:
“La noche del ensayo general aparecían dos funcionarios, los cuales —luego de ser recibidos reverentemente por el empresario y el director de escena— ocupaban sus privilegiadas butacas próximas al escenario y enseguida miraban con ostensible impaciencia las manecillas de sus relojes de muñeca, como indicando que la representación debía empezar enseguida porque la importante misión que se les había encomendado no admitía dilación alguna. Ante el gesto adusto de estos severos guardianes de la decencia pública, el regidor daba la orden de levantar el telón. Los dos funcionarios se repartían de inmediato sus diferentes obligaciones: uno observaba fijamente lo que sucedía en escena y el otro no levantaba los ojos del libro, a la vez que los actores interpretaban sus personajes.
La intención era muy clara: uno de los censores se fijaba en los detalles de la puesta en escena que pudiesen resultar conflictivos —un ademán imaginariamente subversivo, una mirada significativa hacia el público y, por supuesto, la generosidad del escote o la medida de la falda de las actrices— mientras el otro comprobaba que nada se había modificado del texto debidamente autorizado. Al terminar el ensayo, los censores volvían a reunirse con el empresario y el director en algún mugriento despachito —todos los despachitos de nuestros
teatros acostumbran a ser mugrientos— y allí se iniciaba una denigrante negociación: si las observaciones de los funcionarios no eran especialmente graves, el asunto se resolvía con un civilizado tira y afloja por ambas partes —conviene recordar que a la administración franquista le interesaba presumir de liberal—, pero si los cambios percibidos eran, según ellos, importantes y peligrosos, el estreno quedaba inmediatamente suspendido hasta que se rectificasen las licencias políticas o sexuales que los autores del espectáculo habían osado permitirse”
Respecto a la autocensura que hubieron de practicar muchos de los dramaturgos para conseguir que sus obras se estrenaran, hay que destacar la significación del “debate sobre el posibilismo” que tuvo lugar a comienzos de este período entre Antonio Buero Vallejo y Alfonso Sastre, en el que Buero defendía la necesidad de hacer un teatro comprometido pero “posible” (es decir, que pudiera ser autorizado), mientras que Sastre mantenía que el autor debía escribir con absoluta libertad.
El tardofranquismo, etapa histórica iniciada a partir de 1969, en la que el régimen sufre un agravamiento de las crisis internas y de la conflictividad social, será para la cultura española una etapa de renovado vigor y de intensa agitación.
La actividad teatral se impregna en muchos casos de un sentimiento de militancia antifranquista, tanto en quienes lo hacen como en quienes asisten a las representaciones.
En efecto, a pesar del férreo control al que estaban sometidas las representaciones, e incluso la presencia de miembros de la Policía Armada —los populares “grises”— en la entrada de los teatros, o tal vez precisamente por este motivo, estas representaciones se llenaron de connotaciones políticas. “Así que el franquismo acabó consiguiendo exactamente lo contrario de lo que se proponía: la politización de la cultura, la evidencia de que toda expresión de la realidad que no se correspondiera con el ideario oficial —y ahí estaban los censores para recordárnoslo— era un acto de subversión política” (Monleón, 1988).
Aún durante los primeros años de la Transición, los miembros de la Junta de Censura y sus superiores en el Ministerio de Información y Turismo siguieron actuando hasta que, finalmente, el 4 de marzo de 1978 entraba en vigor el Real Decreto 262/1978, sobre libertad de representación de espectáculos teatrales, recuperándose así la libertad de expresión en los escenarios españoles tras cuatro décadas de censura.
En resumen, con la excepción que suponen los estrenos de Antonio Buero Vallejo –único dramaturgo de la oposición que consiguió estrenar con regularidad en la España de Franco-, lo cierto es que buena parte de la mejor literatura dramática española de posguerra quedó prácticamente relegada al olvido. Por ello, dentro de la tarea de recuperar la memoria histórica de la dictadura, uno de los pasos aún pendientes es el de dar a conocer los textos teatrales silenciados por el franquismo y restituirles el lugar que les corresponde por derecho dentro de la historia del teatro y de la cultura española.
Pero, sería una ingenuidad pensar que el problema de la censura terminó con el franquismo. Como bien señala José Monleón, actualmente hay una forma de censura tan perversa y dura como aquella: el dinero, el mercado. Nuestro teatro tendrá que hacer frente, esperemos con éxito, a ese desafío, pues lo que está en juego es nuestra cultura, nuestra libertad.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:
- MUÑOZ CÁLIZ, Berta, El teatro silenciado por la censura franquista
- MARSILLACH, Adolfo, Tan lejos, tan cerca. Mi vida, Barcelona, Tusquets, col. “Fábula”, 2002.
- MONLEÓN, José, Treinta años de teatro de la derecha, Barcelona, Tusquets, 1971
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