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Jorge Luis Borges – II – Una dilatada y compleja literatura.

13 diciembre, 2019 - Literatura, Poesía
Jorge Luis Borges – II – Una dilatada y compleja literatura.

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“Trescientos años ha cumplido la muerte corporal de Quevedo, pero éste sigue siendo el primer artífice de las letras hispánicas. Como Joyce, como Goethe, como Shakespeare, como Dante, como ningún otro escritor, Francisco de Quevedo es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura.”

J.L.Borges, Inquisiciones, 1925

 

 

CRÉDITOS (poema /voz / música):

 

1. Prólogo “Borges y yo” / Manuel Alcaine / Kronos Quartet, Astor Piazzola – Five Tango Sensations
2. Manuscrito en libro de Joseph Conrad / Lola Orti /Kronos Quartet, Astor Piazzola – Five Tango Sensations
3. Poema de los dones / Néstor Barreto / Kronos Quartet, Astor Piazzola – Five Tango Sensations
4. El reloj de arena / Elena Parra /Kronos Quartet, Astor Piazzola – Five Tango Sensations
5. Ajedrez / Pepi Vargas / Kronos Quartet, Astor Piazzola – Five Tango Sensations
6. El otro tigre / María José Sampietro / Kronos Quartet, Astor Piazzola – Five Tango Sensations
7. Arte poética / Pepi Vargas /Kronos Quartet, Astor Piazzola – Five Tango Sensations
8. Límites / Elena Parra /Kronos Quartet, Astor Piazzola – Five Tango Sensations
9. El tango / María José Sampietro / Kronos Quartet, Astor Piazzola – Five Tango Sensations
10. El instante / Lola Orti /Kronos Quartet, Astor Piazzola – Five Tango Sensations
11. España / Néstor Barreto /Kronos Quartet, Astor Piazzola – Five Tango Sensations

 

 

Textos:

 

Borges y yo

 

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y solo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página.

 

Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad

 

En las trémulas tierras que exhalan el verano,

El día es invisible de puro blanco. El día

Es una estría cruel en la celosía,

Un fulgor en las costas y una fiebre en el llano.

Pero la antigua noche es honda como un jarro

De agua cóncava. El agua se abre a infinitas huellas,

y en ociosas canoas, de cara a las estrellas,

El hombre mide el vago tiempo con el cigarro.

El humo desdibuja gris las constelaciones

Remotas. Lo inmediato pierde prehistoria y nombre.

El mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones.

El río, el primer río. El hombre, el primer hombre.

 

Poema de los dones

 

Nadie rebaje a lágrima o reproche

esta declaración de la maestría

de Dios, que con magnífica ironía

me dio a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños

a unos ojos sin luz, que sólo pueden

leer en las bibliotecas de los sueños

los insensatos párrafos que ceden

las albas a su afán. En vano el día

les prodiga sus libros infinitos,

arduos como los arduos manuscritos

que perecieron en Alejandría.

De hambre y de sed (narra una historia griega)

muere un rey entre fuentes y jardines;

yo fatigo sin rumbo los confines

de esta alta y honda biblioteca ciega.

Enciclopedias, atlas, el Oriente

y el Occidente, siglos, dinastías,

símbolos, cosmos y cosmogonías

brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca

exploro con el báculo indeciso,

yo, que me figuraba el Paraíso

bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra

con la palabra azar, rige estas cosas;

otro ya recibió en otras borrosas

tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías

suelo sentir con vago horror sagrado

que soy el otro, el muerto, que habrá dado

los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema

de un yo plural y de una sola sombra?

¿Qué importa la palabra que me nombra

si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido

mundo que se deforma y que se apaga

en una pálida ceniza vaga

que se parece al sueño y al olvido.

 

El reloj de arena

 

Está bien que se mida con la dura

Sombra que una columna en el estío

Arroja o con el agua de aquel río

En que Heráclito vio nuestra locura

El tiempo, ya que al tiempo y al destino

Se parecen los dos: la imponderable

Sombra diurna y el curso irrevocable

Del agua que prosigue su camino.

Está bien, pero el tiempo en los desiertos

Otra substancia halló, suave y pesada,

Que parece haber sido imaginada

Para medir el tiempo de los muertos.

Surge así el alegórico instrumento

De los grabados de los diccionarios,

La pieza que los grises anticuarios

Relegarán al mundo ceniciento

Del alfil desparejo, de la espada

Inerme, del borroso telescopio,

Del sándalo mordido por el opio

Del polvo, del azar y de la nada.

¿Quién no se ha demorado ante el severo

y tétrico instrumento que acompaña

en la diestra del dios a la guadaña

y cuyas líneas repitió Durero?

Por el ápice abierto el cono inverso

Deja caer la cautelosa arena,

Oro gradual que se desprende y llena

El cóncavo cristal de su universo.

Hay un agrado en observar la arcana

Arena que resbala y que declina

Y, a punto de caer, se arremolina

Con una prisa que es del todo humana.

La arena de los ciclos es la misma

E infinita es la historia de la arena;

Así, bajo tus dichas o tu pena,

La invulnerable eternidad se abisma.

No se detiene nunca la caída

Yo me desangro, no el cristal. El rito

De decantar la arena es infinito

Y con la arena se nos va la vida.

En los minutos de la arena creo

Sentir el tiempo cósmico: la historia

Que encierra en sus espejos la memoria

O que ha disuelto el mágico Leteo.

El pilar de humo y el pilar de fuego,

Cartago y Roma y su apretada guerra,

Simón Mago, los siete pies de tierra

Que el rey sajón ofrece al rey noruego,

Todo lo arrastra y pierde este incansable

hilo sutil de arena numerosa.

No he de salvarme yo, fortuita cosa

de tiempo, que es materia deleznable.

 

Ajedrez

I

En su grave rincón, los jugadores

rigen las lentas piezas. El tablero

los demora hasta el alba en su severo

ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores

las formas: torre homérica, ligero

caballo, armada reina, rey postrero,

oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,

cuando el tiempo los haya consumido,

ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra

cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.

Como el otro, este juego es infinito.

II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada

reina, torre directa y peón ladino

sobre lo negro y blanco del camino

buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada

del jugador gobierna su destino,

no saben que un rigor adamantino

sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero

(la sentencia es de Omar) de otro tablero

de negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.

¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza

de polvo y tiempo y sueño y agonía?

 

El otro tigre

 

Pienso en un tigre. La penumbra exalta

la vasta Biblioteca laboriosa

y parece alejar los anaqueles;

fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo,

él irá por su selva y su mañana

y marcará su rastro en la limosa margen

de un río cuyo nombre ignora (en su

mundo no hay nombres ni pasado ni

porvenir, sólo un instante cierto).

Y salvará las bárbaras distancias

y husmeará en el trenzado laberinto

de los olores el olor del alba

y el olor deleitable del venado.

Entre las rayas del bambú descifro

sus rayas y presiento la osatura

bajo la piel espléndida que vibra.

En vano se interponen los convexos

mares y los desiertos del planeta;

desde esta casa de un remoto puerto

de América del Sur, te sigo y sueño,

oh tigre de las márgenes del Ganges.

Cunde la tarde en mi alma y reflexiono

que el tigre vocativo de mi verso

es un tigre de símbolos y sombras,

una serie de tropos literarios

y de memorias de enciclopedia

y no el tigre fatal, la aciaga joya

que, bajo el sol o la diversa luna,

va cumpliendo en Sumatra o en Bengala

su rutina de amor, de ocio y de muerte.

Al tigre de los símbolos he opuesto el

verdadero, el de caliente sangre,

el que diezma la tribu de los búfalos

y hoy, 3 de agosto del 59,

alarga en la pradera una pausada

sombra, pero ya el hecho de nombrarlo

y de conjeturar su circunstancia

lo hace ficción del arte y no criatura

viviente de las que andan por la tierra.

Un tercer tigre buscaremos. Éste

será como los otros una forma

de mi sueño, un sistema de palabras

humanas y no el tigre vertebrado

que, más allá de las mitologías,

pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo

me impone esta aventura indefinida,

insensata y antigua, y persevero

en buscar por el tiempo de la tarde

el otro tigre, el que no está en el verso.

 

Arte poética

 

Mirar el río hecho de tiempo y agua

y recordar que el tiempo es otro río,

saber que nos perdemos como el río

y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño

que sueña no soñar y que la muerte

que teme nuestra carne es esa muerte

de cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo

de los días del hombre y de sus años,

convertir el ultraje de los años

en una música, un rumor y un símbolo,

ver en la muerte el sueño, en el ocaso

un triste oro, tal es la poesía

que es inmortal y pobre. La poesía

vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara

nos mira desde el fondo de un espejo;

el arte debe ser como ese espejo

que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,

lloró de amor al divisar su Itaca

verde y humilde. El arte es esa Itaca

de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable

que pasa y queda y es cristal de un mismo

Heráclito inconstante, que es el mismo y es

otro, como el río interminable.

 

Límites

 

De estas calles que ahondan el poniente,

una habrá (no sé cuál) que he recorrido

ya por última vez, indiferente y sin

adivinarlo, sometido

a quien prefija omnipotentes normas

y una secreta y rígida medida

a las sombras, los sueños y las formas

que destejen y tejen esta vida.

Si para todo hay término y hay tasa

y última vez y nunca más y olvido

¿Quién nos dirá de quién, en esta casa,

sin saberlo, nos hemos despedido?

Tras el cristal ya gris la noche cesa

y del alto de libros que una trunca

sombra dilata por la vaga mesa,

alguno habrá que no leeremos nunca.

Hay en el Sur más de un portón gastado

con sus jarrones de mampostería

y tunas, que a mi paso está vedado

como si fuera una litografía.

Para siempre cerraste alguna puerta

y hay un espejo que te aguarda en vano;

la encrucijada te parece abierta

y la vigila, cuadrifronte, Jano*.

Hay, entre todas tus memorias, una

que se ha perdido irreparablemente;

no te verán bajar a aquella fuente

ni el blanco sol ni la amarilla luna.

No volverá tu voz a lo que el persa

dijo en su lengua de aves y de rosas,

cuando al ocaso, ante la luz dispersa,

quieras decir inolvidables cosas.

¿Y el incesante Ródano y el lago,

todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?

Tan perdido estará como Cartago

que con fuego y con sal borró el latino*.

Creo en el alba oír un atareado

rumor de multitudes que se alejan;

son lo que me ha querido y olvidado;

espacio, tiempo y Borges ya me dejan.

 

El tango

 

¿Dónde estarán? pregunta la elegía

de quienes ya no son, como si hubiera

una región en que el Ayer, pudiera

ser el Hoy, el Aún, y el Todavía.

¿Dónde estará? (repito) el malevaje

que fundó en polvorientos callejones

de tierra o en perdidas poblaciones

la secta del cuchillo y del coraje?

¿Dónde estarán aquellos que pasaron,

dejando a la epopeya un episodio,

una fábula al tiempo, y que sin odio,

lucro o pasión de amor se acuchillaron?

Los busco en su leyenda, en la postrera

brasa que, a modo de una vaga rosa,

guarda algo de esa chusma valerosa

de Los Corrales y de Balvanera.

¿Qué oscuros callejones o qué yermo

del otro mundo habitará la dura

sombra de aquel que era una sombra

oscura, Muraña, ese cuchillo de Palermo?

¿Y ese Iberra fatal (de quien los santos se

apiaden) que en un puente de la vía, mató

a su hermano, el Ñato, que debía más

muertes que él, y así igualó los tantos?

Una mitología de puñales

lentamente se anula en el olvido;

Una canción de gesta se ha perdido

entre sórdidas noticias policiales.

Hay otra brasa, otra candente rosa

de la ceniza que los guarda enteros;

ahí están los soberbios cuchilleros

y el peso de la daga silenciosa.

Aunque la daga hostil o esa otra daga,

el tiempo, los perdieron en el fango,

hoy, más allá del tiempo y de la aciaga

muerte, esos muertos viven en el tango.

En la música están, en el cordaje

de la terca guitarra trabajosa,

que trama en la milonga venturosa

la fiesta y la inocencia del coraje.

Gira en el hueco la amarilla rueda

de caballos y leones, y oigo el eco

de esos tangos de Arolas y de Greco

que yo he visto bailar en la vereda,

en un instante que hoy emerge aislado,

sin antes ni después, contra el olvido,

y que tiene el sabor de lo perdido,

de lo perdido y lo recuperado.

En los acordes hay antiguas cosas:

el otro patio y la entrevista parra.

(Detrás de las paredes recelosas

el Sur guarda un puñal y una guitarra.)

Esa ráfaga, el tango, esa diablura,

los atareados años desafía;

hecho de polvo y tiempo, el hombre

dura menos que la liviana melodía,

que solo es tiempo. El Tango crea un turbio

pasado irreal que de algún modo es cierto, el

recuerdo imposible de haber muerto

peleando, en una esquina del suburbio.

 

El instante

 

¿Dónde estarán los siglos, dónde el sueño

de espadas que los tártaros soñaron,

dónde los fuertes muros que allanaron,

dónde el Árbol de Adán y el otro Leño?

El presente está solo. La memoria

erige el tiempo. Sucesión y engaño

es la rutina del reloj. El año

no es menos vano que la vana historia.

Entre el alba y la noche hay un abismo

de agonías, de luces, de cuidados;

el rostro que se mira en los gastados

espejos de la noche no es el mismo.

El hoy fugaz es tenue y es eterno;

otro Cielo no esperes, ni otro Infierno.

 

España

 

Más allá de los símbolos,

más allá de la pompa y la ceniza de los aniversarios,

más allá de la aberración del gramático que ve en la

historia del hidalgo

que soñaba ser don Quijote y al fin lo fue,

no una amistad y una alegría

sino un herbario de arcaísmos y un refranero,

estás, España silenciosa, en nosotros. España

del bisonte, que moriría por el hierro o el rifle,

en las praderas del ocaso, en Montana,

España donde Ulises descendió a la Casa de Hades,

España del íbero, del celta, del cartaginés, y de Roma,

España de los duros visigodos, de estirpe escandinava,

que deletrearon y olvidaron la escritura de Ulfilas,

pastor de pueblos,

España del Islam, de la cábala

y de la Noche Oscura del Alma,

España de los inquisidores,

que padecieron el destino de ser

verdugos y hubieran podido ser mártires,

España de la larga aventura

que descifró los mares y redujo crueles imperios

y que prosigue aquí, en Buenos Aires,

en este atardecer del mes de julio de 1964,

España de la otra guitarra, la desgarrada,

no la humilde, la nuestra, España de los patios,

España de la piedra piadosa de catedrales y santuarios,

España de la hombría de bien y de la caudalosa amistad,

España del inútil coraje,

podemos profesar otros amores,

podemos olvidarte

como olvidamos nuestro propio pasado,

porque inseparablemente estás en nosotros,

en los íntimos hábitos de la sangre,

en los Acevedo y los Suárez de mi linaje, España,

madre de ríos y de espadas y de multiplicadas generaciones,

incesante y fatal.

 

 

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