ELISA DÍAZ CASTELO – (Ciudad de México 1986) – Selección poemas
Poeta y traductora, Elisa Díaz Castelo es una de las voces más destacadas de la poesía mexicana contemporánea. Estudió Letras Inglesas y cursó la maestría en Literatura Creativa en la Universidad de Nueva York. Ganadora del Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017; del Premio Bellas Artes de Traducción Literaria 2019; y del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2020.
De sus poemarios ‘Principia’ y ‘El reino de lo no lineal’, hemos seleccionado 11 poemas en los que su voz poética indaga y reflexiona sobre el cuerpo enfermo, también acerca de la compleja relación existente entre la enfermedad y la literatura. Precisamente, estas y otras cuestiones sirven como introducción a ‘Escoliosis’, poema con el que arranca nuestra grabación. La escoliosis, dolencia que padece la autora, es una desviación de la columna vertebral que está asociada con el crecimiento durante la infancia o la adolescencia.
La enfermedad y el dolor es sin duda uno de los grandes motivos creativos en general, muy especialmente en la literatura y poesía. Elisa Díaz Castelo es uno de los muchos casos de ‘el escritor enfermo’ en los que su dolencia se asocia a la melancolía, la reflexión, el aislamiento o la quietud; elementos que tienden a formar una subjetividad muy especial, a desarrollar la capacidad de observación, a ver el mundo desde una perspectiva original y distinta. Es el caso de Elisa Díaz Castelo.
Destacamos esta reflexión de la autora sobre el cuerpo que la enfermedad hizo posible a su yo-poético:
“La ciencia no siempre nos ofrece las mejores respuestas; existen aún enfermedades incurables. La ciencia del dolor, por ejemplo, no es exacta. Es desconocido el umbral que el ser humano es capaz de aguantar. Es el dolor una ciencia que nos ata a la existencia. Y, en ocasiones, tan cerca de la muerte del cuerpo, el alma o la intuición (o no sabemos exactamente qué) nos ancla al otro. El otro no se rinde; indaga en la formación de la enfermedad en busca de una respuesta”
CRÉDITOS: (Poema/voz)
1. Escoliosis / Elena Parra
2. La medida de lo posible / María José Sampietro
3. Disertación sobre el origen de la vista / Lola Orti
4. Lázaro XI / Elena Parra
5. Vine a morir un día / José Luis Hernández
6. El mundo es un establo de muertos / Migo España
7. Orfelia no encuentra un comprobante de domicilio / José Luis Hernández
8. Orfelia visita al médico / Mingo España
9. Orfelia limpia el clóset / Elena Parra
10. Mapa de cuerpos invisibles / María José Sampietro
11. Muchos de mis poemas no se entienden / Lola Orti
Ambientación musical de Manuel Alcaine (utilizando IA-AIVA)
Selección poemas:
Escoliosis
En la búsqueda de la forma,
se me distrajo el cuerpo. Es eso,
nada más, asimetría.
La errata vertebral,
el calibraje óseo,
la rotación espinada. Es el hueso
mal conjugado.
Es una forma de decir
que a los doce años
ya se ha cansado el cuerpo.
Es la puntería errada de mis huesos,
la desviada flecha.
No es lo que debiera, mi esqueleto
quiso escapar un poco
de sí mismo. Se le dice escoliosis
a esa migración de vértebras,
a estos goznes mal nacidos,
hueso ambiguo.
A esa espina
dorsal
bien enterrada.
A los doce años se me desdijo el cuerpo.
Porque árbol que crece torcido, nunca.
Porque mis huesos desconocen
el alivio
de la línea,
su perfección geométrica.
Me creció adentro una curva,
onda,
giro
de retorcido nombre: escoliosis.
Como si a la mitad del crecimiento
dijera de pronto el cuerpo mejor no,
olvídalo, quiero crecer para abajo,
hacia la tierra. Como si en mi esqueleto
me dudara la vida, asimétrica,
desfasada de anclas o caderas,
mascarón desviado, recalante.
Mi columna esboza una pregunta blanca
que no sé responder. Y en esta parábola de hueso.
De esta pendiente equivocada. De lo que creció
chueco, de lado, para adentro.
Se me desfasan
el alma
y los rincones. Mi cuerpo:
perfectamente alineado desde entonces
con el deseo de morir y de seguir viviendo.
Si las vértebras, si la osamenta quiere, se desvive,
rota por no dejar el suelo. Si se quiere volver
o se retorna, retoño dulce de la tierra rancia,
deseo aberrante de dejar de nacer
pronto, de pronto, con la malnacida duda
esbozada en bajo la piel, reptante.
Paralelamente. No es eso
no es
eso
no
eso no,
no es ahí, donde ahí acaba,
donde empieza el dolor empieza el cuerpo.
Si se duele, si tiembla, al acostarse
un dolor con sordina, un daltónico dolor vago,
si el agua tibia y la natación, si la faja
como hueso externo, cuerpo volteado,
si los factores de riesgo y el desuso,
si el deslave de huesos. Es minúsculo
el grado de equivocación, cuyo ángulo.
A los doce años se me desdijo el cuerpo,
lo que era tronco quiso ser raíz.
Es eso, el cuarto menguante,
la palabra espina, la otra que se curva
al fondo: escoliosis. Es el cuerpo
que me ha dicho que no.
(de ‘Principia’-2018)
La medida de lo posible
Cada mañana es la misma: trastes sucios y pájaros
que se rompen de tanto canto y canto. La misma
hora hueca y sin esquinas. Las cosas siguen iguales,
yo soy otra, totalmente distinta. Olvido
cómo verme al espejo, pero sé de memoria
cómo cambian las sombras sobre los adoquines.
Me lavo las manos veinte veces al día, con reducción
de cloro sanitizo las cosas que toco con frecuencia.
Años en cuarentena, salvándome la vida sin vivir
o casi. Cerraron las fronteras, cerraron las casas,
nos encerramos a piedra y lodo y alcohol,
algunas veces whisky, y nuestros días apestan
a detergente. Cuando nos preguntan cómo estamos
respondemos que bien, en la medida
de lo posible. Ahora existimos en esa salvedad,
a esa altura. ¿Cuánto mide lo posible? ¿Dónde
queda? Por la tarde: estadísticas y horas ruido,
minutos sin manecillas y hambre en soledad.
Hace unos días entrelacé mi mano izquierda
con la derecha por miedo a olvidar cómo se siente
tocar y ser tocada. A veces no tengo sombra.
El sol de la mañana me lastima. Tengo sus cortes.
Los días pasan como cachorros ciegos. Alguien
me llama y vuelvo, no hay nadie.
La noche es una tumba mal sellada. Mientras tanto
en la pared el perfil de mis ancestros ríe
y cada uno corresponde al amor del otro con olvido.
Me equivoco en el recuerdo de lo más importante
y al final confirmo que nadie en ningún sitio, nadie
nunca. Soy un animal que se pudre y sigue.
Cumplí años y pliegues, cumplí noches y noches
de índice categórico. Vivo en la medida de lo posible.
(inédito-2020)
Disertación sobre el origen de la vista
La primera vez que me miraste de ese modo,
tratando de descifrar el acertijo de mi cuerpo,
mi sangre se espesó de pronto, fui piel
plenamente, a mediodía. Años más tarde
supe que nuestros ancestros submarinos
desarrollaron en la piel un par de leves hendiduras
más sensibles. Eran los ojos: dos agujeros negros
en los que caía el mundo. Lo que fue temperatura
se hizo luz, por primera vez vista, traducida del tacto.
Pero yo ya lo sabía de algún modo.
Sin decírmelo me mostraste
que mirar es tocar, una variante
que no precisa
cercanía. Tenías razón
en mis manos, mis labios,
mis alargadas clavículas, lo visible
y manso de mi cuerpo. Me conocías
a flor de vista, a golpe de ojo y sin saberlo,
es cierto, me tocabas. Que eso te consuele.
(De Principia – 2018)
Lázaro XI
-Ayer por fin dejé de suicidarme.
Heiner Müller-
Quise morir. Es cierto. Estaba exhausta
de tanto despertar a contracuerpo y en mi piel
siempre la mitad de la noche.
No había lugar en mi vida
para nada que no fuera la muerte.
Todo era demasiado y me dolía
el más mínimo acorde, el color rojo.
Quise morir, aunque mi cuerpo
no quisiera, quise, a pesar de la sangre
que insiste en recorrerme, a pesar
del crecimiento de mis uñas
y considerando, incluso, que el cuerpo
respira por sí solo cada noche.
Mi nombre hacía agua, sabía a tierra.
Y hay en la vida ese qué será de mampostería
y mamparas, de escenario vacío
que culmina en su ausencia.
Me dolía la saliva de mis niños,
sus noches de cuatro horas,
su procenio. Su llanto que rompe anaranjado
como soles que sangran y coagulan.
Son las veinticuatro horas abiertas,
sus corredores encendidos,
es la moneda inestable del afecto,
el reciclaje de la ternura.
Es saber que estamos regresando
hacia ningún lugar y no volvemos
a encontrarnos con los que ya se han ido.
Es saber que todo el tiempo que me queda
no vale lo que un instante gris en la ventana
turbia de hace años. Es la vigilia descaminada
de los que mueren de sueño
y no pueden dormir.
Preferí la muerte, ese común denominador.
Quise esta muerte descastada, esta averiada muerte.
Quise morir. He dicho. Quise.
Eso es suficiente a veces: querer algo.
Quise morir y dejé el nombre de mis niños
en la sala de estar, caminé de espaldas
y cerré la puerta. Quise vaciar mi deuda con la vida,
desvestirme de la sangre, ese vestido rojo
que me abriga por dentro. Quise romper el límite
entre el cuerpo y su sombra.
Quise morir. No pude. Qué fracaso.
Y me estorba la voz con la que he vuelto.
Mi voz, este lugar absuelto.
Voz encanecida con su registro de naves incendiadas,
voz digital, trasplantada voz de raíz roja.
Me cansa mi voz
siniestra de palomas
que aletean su ruido en las iglesias,
voz que es algo porque no enmarca nada
más que un vacío de cúpulas y atrios.
A falta de Él hablo hasta por los codos.
Porque fui al otro lado y Dios estaba muerto.
Todos los dioses: muertos o cansados,
descalabrados dioses de estatuillas.
Sólo tengo mi voz que me acompaña,
su ablación malherida y oraciones
desprovistas de nadie.
(De El reino de lo no lineal – 2020)
I
Vine a morir un día de alta mar en Aruba
con las aletas y el esnórquel puestos.
Supe que me moría. No hay peor dolor
que el miedo, hay que decirlo.
Por lo demás, no pude despedirme. Ni siquiera
del cuerpo. De pronto siempre es tarde.
Quise gritar pero el agua me calló la boca.
Desde entonces en un oído escucho,
aunque esté en el desierto, oleaje del Caribe.
Y hasta mi nombre, Celso,
se me ha salado un poco.
Quiero decir dos cosas. Primero:
todos los ahogados en el mar mueren de sed.
Punto y aparte. El tiempo, allá mismo,
en el anverso, es pura orfebrería.
Me levanté del cuerpo
como un niño aletargado de su cama
y me miré desde arriba mecido en el oleaje.
Supe entonces que somos tan ligeros:
pesamos menos que el agua salada.
Me distraigo. Eran dos cosas
que quería decirles. Primero:
la muerte es multitud. Desde arriba
pude mirar, extraña aparición,
a los demás ahogados,
todos ahí, devueltos a su muerte,
acróbatas del agua y del respiro,
llevados por la lengua ávida del mar.
Cada uno una y otra vez, durante siglos,
atravesado por el acto siempre ajeno de morir,
empedernidos en su muerte o resignados,
pero todos muriendo, hay que decirlo,
con la muerte en cuello,
rebosando su sal en los bolsillos. Entonces
soy uno de ellos, casi,
soy por poco alimento, tibio todavía,
y me pregunto: ¿qué pez se comerá mi corazón?
Pero no me morí
lo suficiente: mi nombre, Celso,
se me volvió a la boca
y el albedrío de mi cuerpo quiso. Dos cosas,
sólo dos, quiero decirles: cada quien tiene el suyo
pero mi dios es esa agua tibia iluminada.
Me atraviesa su lumbre líquida y despierto,
todavía, cada mañana, a veces,
con el oleaje propio de ese mar adentro,
mi sangre una marea tibia y salada, iridiscente.
Y hago de cuenta que la muerte es mi cumpleaños.
(De El reino de lo no lineal – 2020)
III
El mundo es un establo de muertos. Una flota de ataúdes bajo tierra. En las noches, remontan sus pasados, recuerdan de sus vidas caducas número y entrecalles. Nuestros muertos entran a casa sin premura, con llaves propias. Prenden cada hornilla de la estufa. Abren la puerta del refrigerador, se le sientan enfrente y, bañados por su luz fría, discuten con él en su idioma de gerundios mecánicos. Se cepillan los dientes con nuestros cepillos. Juegan a probarse nuestra ropa, se burlan de nuestros calcetines disparejos. Yo también, recién entrada y sin tocarlos, vi que tenían hambre, yo también, y sin tocarlos, quise gritar sus nombres, vi que habían dejado sus uñas de alejados centímetros en sus ataúdes y quise decirles yo también y quise yo, recién entrada, afilar mi rostro con la luz de sus voces. Yo, siendo quien soy, quien habla y desde dónde. Pero no hicieron caso. Respondieron apenas a mi cuerpo, como si fuera el recuerdo de sus vivos atravesándolos con un escalofrío invertebrado. Sentada en las orillas, los vi con bocas abiertas realizar el simulacro del llanto sin lágrimas. En realidad no están tristes; no les alcanza el cuerpo para tanto. La oscuridad les pesa como tierra mojada. Domesticados como mascotas insomnes, miran los semáforos de las calles vacías y tratan de recordar el nombre de los colores. Yo, recién entrada, quise olvidar para quedar tan trunca como ellos, pero en mis labios rojo, verde, amarillo, como quien come flores. Los desintegra el olvido de los vivos: cada facción olvidada se borra de sus rostros, se oscurece. Yo quise tomarlos de las manos, pero ellos se negaron a entrelazar sus dedos con los míos y supe que tampoco ahí pertenecía. Quise reconocer su celo, pero ellos nunca. Supe entonces que ni siquiera ahí, que yo tampoco, yo, recién entrada. Al salir de vuelta a la vida me pregunto: ¿se cansan los muertos de tanto aguantar la respiración? El suyo es un mundo submarino y sus movimientos son leves como de medusas que apenas creen en su cuerpo y se miran a través de sí mismas.
(De El reino de lo no lineal – 2020)
Orfelia no encuentra un comprobante de domicilio
Toco lo que me queda. Lo que habrá de quedarme.
Dios mudará de dientes. Se atenuarán los círculos,
los años. Pasará lo que pasa siempre:
el tiempo. Me abrigo desde ahora con lo que me hará falta:
la luz esa tarde en la azotea, siete campanadas
en la iglesia del cuerpo. Una hora
rodeada por la lluvia.
Mido mi discordancia. Remonto la usura.
Pronostico el final de mi nacimiento.
La ciudad se ha mudado de sitio.
Unos metros, dicen, se desplaza. Ya no está
donde estuvimos. Y no he vuelto a subir a la azotea.
Fuimos sólo esto: dos piedras sobre una barda,
nombre a nombre. Pienso ahora:
mis huesos de leche sobre tus huesos. Muerte a muerte.
Tal vez seremos siempre lo que no fuimos nunca.
No ruinas. Mapa de fracturas. Ciudad de grietas.
Mi cuerpo hormado por el tuyo. Todo lo que era blando.
Mi único. Mi siempre. La sisa de mi piel.
Incluso el tampoco, el sitio donde empiezan
las últimas veces. El acaso y su resaca de mal vino.
Alguna vez mi abuela, dentadura postiza,
dijo desde la última esquina de su viudez escueta:
escoge lo que has de llevarte. Dos o tres momentos.
La prórroga de los últimos días. Anclaje y penitencia.
Todo lo que nadie recuerda, ni nosotros. El paraíso
enterrado en el viejo jardín, mascota muerta.
De aquí hasta entonces
todo es periferia. Hubiera dicho: amor,
no te detengas. La muerte empieza
a mordisquear nuestros tobillos. Y no llegaremos juntos
a ninguna parte. Seremos sed, seremos
sedimento. Explícitos cadáveres apagados.
Calaveras dormidas
al fuego lento de los crematorios.
(De El reino de lo no lineal – 2020)
Orfelia visita al médico
Todos los dioses usan batas blancas. Mañana es tarde. A esto te referías cuando me dijiste que las tiendas están abiertas las veinticuatro horas. A esto te referías cuando me dijiste que había que ir muy lejos. Mi voz es un animal todavía tibio. El lugar donde aquí. La paciente muestra pocos signos de lucidez. Escúchenme. Mi dolor está en otro idioma. Quiero decir que necesito regresar, que me lo devuelvan. Los doctores son cadáveres de plumas, silenciosas corcheas y sobre la tierra los semáforos ya me han olvidado. La doctora come ávidamente una granada. Su cuerpo es limpio como una radiografía. A veces hay que abrir más la incisión para que sane.
(De El reino de lo no lineal – 2020)
Orfelia limpia el clóset
Aún tengo en el clóset el vestido
de novia sin usar y no sé dónde
comprar la naftalina. Esto es algo
que me preocupa últimamente.
Para empezar, me inquieta
no conocer el olor de alquitrán blanco.
No tengo ese recuerdo, ninguna abuela
se desvivía en recorrer con manos maceradas
sus primeros motivos, esos días
en los que sí vivía de a deveras, años
traducidos a tela, encaje, dobladillos.
Y ahora más que nunca me duele
todo lo que no tuve y al no tener
no será recordado. No conozco
el olor de la naftalina. Es más,
no sé dónde comprarla. Es urgente.
Imagino polillas negras, sus alas con ojos,
recorriendo mi vestido blanco:
filamentos y antenas: muselina y encaje.
No quiero alimentar insectos,
mariposas de hábitos nocturnos.
Mejor que permanezca
con sus horas en blanco, sus páginas
que al no decir nada son capaces
de contenerlo todo: lo que ya no, el siempre
cortado al sesgo, rematado, el donde
no estuvimos, quienes ya no seremos.
Porque nosotros no, quiero
que el vestido permanezca, pretina,
lentejuelas y abalorios, sostenidas
todas sus costuras
por el hilo blanco de la trama
de una vida que ya no fue la nuestra.
En cualquier momento
podría ponérmelo y volver
a la persona que fui
como a la página favorita de un libro
que amamos y de tanto leerla se abre
exactamente en el mismo sitio.
Poder decirle al tiempo: esto.
Este instante que no pasó. Que siga
pasando para siempre.
O tal vez sería mejor las polillas,
en la noche perenne y polvosa de los armarios,
se alimenten de él a demanda
como de leche materna
dulcemente añejada en encaje y muselina.
Para que crisálida y oruga
crezcan y de la tela, antenas,
se conviertan en lo que deben ser
y vuelen, ala con ala, se levanten.
Serán la vida no vivida
que tomó vuelo y desenvoltura.
Serán ellas descendencia. Llevarán
mi vestido de novia
por los aires, volando
más ligero que nunca,
traducido a nutrientes,
sustento, sustancia de otra vida
a la que no le pondremos nuestro nombre.
Serán lo que no fuimos.
Porque no es absurdo ni terrible
querer que los insectos
sean lo único
que sobreviva de nosotros.
(de ‘El reino de lo no lineal’-2020)
Mapa de cuerpos invisibles
Hay estrellas que son actos fallidos. Estrellas que nunca llegaron a serlo, que nunca llegaron a sí mismas. Por ser demasiado pequeñas desde un inicio no pudieron. Por ser demasiado densas la luz no pudo: se quedó quieta en el centro del cuerpo. Pequeños astros de sombra pueblan el vacío. Nadie los ve y sin embargo. Ensimismados y densos, pesadísimos, bailan su desequilibrio en el espacio. Son los fetos insomnes del universo. Son casi lo que serían, pero se abstienen. En el sueño tenía un tumor en el ovario, me lo decía mi madre en un susurro. Un cuerpo que era mío me había crecido adentro. Es el niño que no tuve, me dije. Ahora mismo, y aunque nadie los mire, esos astros brillan con su apenas luz. Son morados, rojos, vibran en tonalidades apagadas. A la distancia, invisibles. Uno de ellos se mece cerca del sistema solar. Moroso. Esquivo. Es el niño que no tuve, me dije. Giran y están llenos de huesos, buscando planetas que los adopten, queriendo ser el centro de algo. Quizá todos somos un poco como ellos: un aborto de nosotros mismos, una estrella fallida. Se quedaron a unos metros de su nombre. No han podido brillar y consumirse. En lugar de eso, se arrugan como una fruta en el refrigerador, se concentran en sus cuerpos, se enfrían. Muchos de ellos están a la temperatura de la piel humana. En el sueño, mi madre me decía el nombre, su casi nombre, pero yo no lo escuchaba. Soñé con el procedimiento. El código recto del cuchillo, la paloma negra, el cuerpo que se vuelve sólo cuerpo y brilla en su penumbra. Un tumor es quizá un hijo que no nace, cuerpo adentro, un hijo que insiste. Un sistema fallido. En el sueño, me daban el tumor redondo y yo lo sostenía entre mis manos. Somos lo que casi fuimos, dije. El niño que no tuve. También. En algún sitio, su cuerpo sin brillo, redondeado a una edad que nunca. Creció pero esférico y preciso, apenas tibio. Mi vida es un mapa de su ausencia. Una constelación de estrellas interrumpidas que insisten.
(de Principia-2018)
Poema
Muchos de mis poemas no se entienden
y es una lástima. Escribo
pero mi intención se escinde,
me voy por las ramas, desmerezco,
soy una niña pequeña que no alcanza,
un anciano que no puede levantarse
mientras en las cocina la tetera alza su grito
y el agua se evapora.
Muchos de mis poemas no se entienden y siento
que es como abrir una puerta y no cerrarla,
como decir el nombre del otro en la noche
y que ya esté dormido.
Es jugar a las escondidillas
y que nadie te busque,
aguantar la respiración bajo el agua
y que nadie sepa que estás muerta.