Caminar, mirar, contar – Otoño en Fiscal
-Elena Parra-
Nos fuimos a Fiscal a darle la bienvenida al otoño un fin de semana largo, con días de vacaciones pegados al sábado y al domingo y con mucha gente por todas partes. Fue la semana de la Valencia inundada y del Estado colapsado, y quizá no resulte demasiado ético hablar de los colores del otoño, del sol viajando entre la maleza y las ramas, de las setas apareciendo por sorpresa a los lados del camino… pero la vida continúa. Como siempre. El sol sigue poniéndose cada tarde en la Solana iluminando con rayas de luz las praderas, ermitas y bosques en su opuesto, el Este, paisajes trabajados por el tiempo, ahora deshabitados y muy húmedos, porque por aquí también ha llovido mucho desde el final del verano, y todavía lloverá a ratos.
Será un fin de semana de colonia familiar, como otros que hemos pasado y más que vendrán. Hermanos, maridos, hijos y parejas. Perros. Hemos venido a pasear y coger setas por bosques jugosos, a cocinar y a mirar las estrellas.
La primera noche hacemos cena para doce. Después, recogemos y salimos a reconocer lo que ya conocemos tan bien, un trozo de carretera interior que transporta hasta San Felices, siempre con tantas sorpresas memorables en su trascurrir. Sólo se escucha el ladrido de los perros. Más tarde, pondremos música y beberemos vino caliente. Y jugaremos al trivial.
Yo hago equipo con mi sobrina, y ganamos sin problemas. Nunca había jugado, pero hemos tenido suerte y las preguntas han sido fáciles. Salimos otra vez a mirar el cielo y las crestas recortadas de las montañas y nos hacemos eco de la fugacidad del momento, lleno de felicidad y un poquito de melancolía por la abundancia y lo que falta. Ya sabemos bien que en el medio está la virtud, como han dicho siempre los clásicos que hemos leído y los mayores que nos han precedido y nos lo han contado. Algo así como la equidad. O, mejor, el equilibro.
Las madrugadas son aquí tan bonitas como los atardeceres. Cuando amanece la niebla se encajona siempre en el estrecho de Jánovas, al final del valle, y poco a poco se va evaporando. Es así cada mañana. Hoy damos un paseo por el bosque. Nuestro horizonte es una rama tras otra entre las que se cuela el sol. El día es luminoso y cálido y cogemos muchas setas, solo lengua de vaca.
Venimos a estos viajes con la cabeza llena de otros que también vinieron antes como si celebráramos una ceremonia dedicada al paso por los parajes de la vida que aquí se desarrolla con más calma y más tiempo de lo que suelen ser habituales. Aquí hay espacio suficiente para recordar a quienes debemos recordar. Y esos son quienes nos ocupan mientras paseamos por el bosque. Resulta extraño: hemos cogido un camino conocido y no entendemos por qué solo lo estamos caminando nosotros. Conseguimos hacer cima, la nuestra, la prevista, que no es una cima propiamente dicha, sino un destino, la ermita de San Miguel. Cuando llegamos, la cesta está a rebosar de lengua de vaca, una seta blanca y un poco amorfa que parece nos haya estado esperando en lugares completamente accesibles.
Al día siguiente nos apuntamos a una comida de convivencia con unas 25 personas, la mayoría habitantes fijos de estos territorios. Cada uno cocina lo que quiere y lleva lo que puede. Nos damos un atracón de ñoquis, migas y paella. Bebemos al calor del fuego mientras vamos conociendo a los últimos que han venido hasta aquí, un holandés y una chilena que se acaban de construir una casa junto al río. Él nos cuenta su proyecto, una página web en la que informa a holandeses y belgas de todo lo que se le ocurre sobre España. Damos un paseo y descubrimos una casa que se alquila con una pradera maravillosa que se pierde en el horizonte en dos o tres alturas. Hablamos con José María, que está cortando la yerba, y nos enseña un apartamento que quizá alquilemos este verano. No es muy grande, nos tendremos que organizar bien.
Como cada noche, el perfil de la iglesia románica se superpone al de las montañas, y aparece rodeada de una línea blanca, un halo que alguien hubiera pintado con tiza. Las siluetas son como los recortables con los que jugábamos cuando éramos pequeños, y se me ocurre que quizá las figuras se puedan mover para componer una escena diferente: la Peña Canciás a la izquierda en vez de a la derecha, los árboles de hojas rojizas colocados sobre la iglesia, que ha pasado ahora a ocupar el centro de la imagen. El hotel de las enredaderas lo pondré en escorzo, detrás de todo lo demás.
Me llevo a la cama la impresión de una transformación. Imagino que todo podría ser distinto con solo cambiar el sitio de una de las piezas. Sueño con escenarios teatrales y cuando nos sentamos a comer en la terraza al día siguiente un guiso de patatas con carne y setas (lenguas de vaca, cómo no), traslado la imagen del recortable a la mesa y voy emparejando hermanos, sobrinos, parejas, y comidas, sillas, botellas sobre un telón de fondo de valle, montañas y bosques. Todos están recortados e insertados en otro lugar al que ocupan. Una fotografía irreal, pero nueva. Le doy más profundidad de campo, y le meto una perspectiva muy forzada que compone rápidamente un escenario diferente. Me sorprendo, y pienso en las posibilidades reales, en las irreales, en las que se producen y en las que nunca se llegarán a materializar. Me imagino el mar en vez de las montañas, iglesias góticas en vez de románicas, y quizá palmeras y no pinos y… me doy cuenta de que hay muchas más posibilidades de las que suponemos. Porque, como dijo Pessoa, vemos lo que somos, no lo que vemos.
Volvemos a casa con mucho tráfico. Pasamos casi una hora parados en un gran atasco. Escuchamos un rato las noticias y después ponemos música. Estamos cansados y no nos apetece hablar.
¿Cómo puede uno imaginar que lo que está pensado se le acaba de olvidar? Serán las drogas, cualquiera de ellas, que resuelven tantos problemas.
¿Cómo es posible querer escuchar una canción al azar y que de repente surja de la nada Franco Battiato y te lleve hacia… no sabes dónde ni por qué? «Defiéndeme de las fuerzas contrarias… cuando mi sendero se hace incierto, y no me dejes nunca más…».
¿Cómo es posible leer a Lydia Davis al mediodía en la montaña y que te cuente unas cosas que percibes y sientes tan propias que parecen integrantes de tu más íntima propiedad privada pero que de repente, y a la vez, adviertes, sin dudarlo, que son universales y gigantescas?
¿Cómo es posible llegar a casa tarde, después de un viaje a un bosque, sin demasiada conciencia consciente y moviéndote entre la gravedad grado cero de Battiato y que tu hijo te regale una cena con pizza de queso de cabra mientras la oscuridad y el viento de la noche empujan al otro lado de la ventana mal cerrada de la cocina?
¿Cómo es posible, en fin, que la vida esté compuesta por un cúmulo de tantas cosas extrañas y por tan poco cúmulo de otras básicas cuando, en realidad, todo suele resultar básico al cien por cien, y extraño al cero por cien?
Volvemos a Aristóteles, y a eso de que en el medio está la virtud, El aurea mediocritas o la dorada medianía; la pretensión de alcanzar el deseado nivel entre los extremos, el estado ideal alejado de cualquier exceso.
-Elena Parra-