Caminar, mirar, contar – Paseo 18
Entre límites provinciales. Lluvia, niebla viento y naranjas.
Con amenaza de lluvia intensa y los tractores en todas las carreteras comarcales y nacionales salimos hacia Castellón a una hora que se podría calificar de inmunda. Al Alba, como la canción de Aute.
Como castigo al épico madrugón enchufo mi lista de spoti (lo siento, Gonzalo, es lo que hay) y les obligo a escuchar Aute a todo trapo hasta Alcañiz, donde me suplican que por favor lo deje o me ponga los auriculares. Con la música logro contener las emociones primarias y ando muuuy sosegada mirando el paisaje y esperando con tranquila contención la llegada a las cuevas de San José. No tengo demasiadas expectativas, pero sí una honda sensación de que me gustarán.
Afloramientos paleozoicos, abruptas crestas y suaves lomas conviven con suelos arcillosos,/ y el clima mediterráneo suave y húmedo que nos tendría recibir en destino parece que mutará hoy hacia otro más atlántico. Olivos de hojas casi blancas y almendros nos acompañan. Y la lluvia. La temperatura sigue bajando conforme atravesamos la áspera paramera turolense donde se sitúa el triángulo de las Bermudas del frío… dios, qué elección de fin de semana hemos hecho.
Me muevo a gusto por los límites, por las líneas fronterizas que rara vez son rectas y nunca resultan ser frontera de nada. Me van las carreteras de rango comarcal para abajo.
Sigue lloviendo.
Dejamos a un lado el Camino de Jaime I, conocido también como camino de la Lana o camino de los pilones, os contaré otro día por qué, y hacemos el esfuerzo de imaginar estos lugares en el primer cuarto del siglo XIII. Época medieval, reinos disgregados y noción de estado, tal y como la conocemos ahora, inexistente. Jaime el Conquistador, pura imagen del monarca medieval, heredero por parte de padre y madre de extensos territorios y, según las crónicas, con una poderosa personalidad, avanza por estos territorios con el único interés de cercar a los musulmanes y acabar con ellos. Jaime I fue rey de Aragón, Valencia y Mallorca, conde de Barcelona y de Urgell, señor de Montpellier y de otros feudos de Aquitania, y ocupa en la historia el puesto del rey ideal, santo, conquistador y justiciero, el látigo de los musulmanes.
Quizá pasó por aquí con sus huestes aragonesas de camino a Valencia. El paisaje empieza a estar salpicado de iglesias cubiertas con tejas vidriadas en azul con forma de lágrima. Es un azul feliz que colorea los pueblos que se alzan entre los barrancos, que empiezan a ser bastante feos. Mientras, Meteoblue sigue empeñado en dar varias horas de lluvia. Cuando ya casi termina la autovía mudéjar cogemos la salida a la Vall de Uxó. Estamos muy cerca de las cuevas de San José, situadas en lo más florido de la Sierra del Espadán. Estas cuevas son hoy nuestro destino.
Para ser la mañana de un viernes común de lluvia intensa impresiona la gente que hay aquí. Está lleno de bares y tiendas que se llaman la cueva y la gruta en donde dan zumos de naranja y comidas y venden platos de cerámica. Nos tomamos un café y coincidimos con un conductor de bus que acaba de llegar de Murcia. “Mi padre proviene de allí”, le digo, “de Blanca”. “Negra”, me contesta él. Y resulta que sí, que en 1382 bajo el mandato de la Orden de Santiago, Negra pasó a llamarse Blanca. Moros y cristianos, todo es así por aquí.
Hay que esperar bastante rato para entrar a las cuevas y nos damos un paseo. La visual es discontinua y desorganizada, con construcciones desastrosas. Qué despropósito de desordenación del territorio, qué lío de caminos que llevan a la nada, qué torrenteras tan descuidadas. Aquí cada uno ha hecho lo que le ha dado la gana posiblemente desde Jaime I.
Arriba del todo, tras un camino empinado y 114 escalones, nos sorprenden los restos de un poblado ibérico bastante bien protegido. Desde esta atalaya divisamos el mar de la costa del Azahar, muy cerca en línea recta, aunque se intuye perfectamente lo intrincado que resultará llegar luego hasta él.
Por fin entramos en las cuevas. Hay varias barcazas de madera en las que subimos con sumo cuidado, uno a uno y cada cual enfrentado al anterior. Una vez cargada, la barca empieza a bogar por este río subterráneo que dicen es el más largo de Europa en la categoría de río ubicado debajo de la tierra. Galerías, lagos, estalactitas de todas las formas y nombres y algunos pasos, los menos -nos cuentan-, volados con dinamita, “aunque es todo bastante natural”. 800 metros después llegamos a un embarcadero desde donde caminaremos un rato por una galería seca. Respiramos con ciertos problemas por la falta de aire renovado. Una wifi interna hace posible que las luces, colocadas en escorzo, se vayan encendiendo conforme el sistema reconoce los móviles de los guías, por eso, los dos ancianos que se quedaron aquí hace unos meses (al mediodía, no toda la noche) pasaron unas horas totalmente a oscuras. Es bonito, aunque un poco fantasmagórico. El entorno está cuidado y los carteles avisan de la prohibición de tocar la pared a lo largo de todo este pasillo de 300 metros. De vuelta pasamos por las mismas galerías que con esta mirada parecen otras y nos detenemos en la sala de los murciélagos, ya cerca de la entrada. Los pulmones se desahogan un poco. El agua, a una temperatura constante de 20 grados, está quieta y es de un azul que parece artificial. Da la sensación de que el fondo está arriba y se puede tocar. La superficie es un espejo perfecto cuando se apagan las luces y empieza a sonar la música. Nos toca la versión instrumental de una canción de Coldplay; un poco de pena la elección, pero será un rato cristalino y muy armónico.
Como no vamos a comprar platos de cerámica ni lápices ni imanes de nevera cogemos el coche para llegarnos al mar y, hasta allí, el desastre urbanístico nos seguirá acompañando, esta vez por campos llenos de naranjos enanos que se llaman Kumquat.
Qué perdida está la costa de Castellón, qué cataclismo de urbanización, qué desorden tan sucio de fábricas de arcillas que parecen cementeras. Entre casas y cocheras, adosados, lluvia, humo y naranjos, llegamos a nuestro segundo destino de hoy, un pueblo que se desparrama en dos versiones, una hacia el interior y otra en la misma costa, las dos construidas con el mismo mal gusto y la misma falta de recato. Paseamos mientras se agota la luz por un andador que sigue la línea mar y en torno al que se agolpan casitas antiguas con otras recién construidas sin orden ni concierto. Hay plantas, árboles y piedras, y unas palmeras muy altas agrupadas de tres en tres. Los pescadores se iluminan entre unas dunas protegidas que parecen escombros de las fábricas de arcilla.
Todos los bares están cerrados.
Al día siguiente, con un sol radiante, decidimos volver a Zaragoza por una carretera interior que recorre la frontera de la Ibérica con su descenso hacia el mar y que hace que hagamos las paces con este territorio colonizado y habitado por tantos y cuidado por tan pocos. Olivos, y almazaras por todas partes. Aceite en vez de naranjas. Algún almendro y vacío poblacional.
La primera parada será San Mateu, capital histórica del Maestrat. La visita es como dar un salto a la Alta Edad Media: plaza porticada, palacios góticos con restos de suelos empedrados, conventos y la catedral, con una preciosa portada románica abocinada. El día es espléndido y hace mucho calor cuando nos tomamos unas cañas en la plaza. Decidimos seguir hacia Morella, adonde llegamos un sábado que celebra el último día del Carnaval. Logramos aparcar y empezamos a subir, porque en Morella solo subes, todo el tiempo. Y aunque todo lo que sube, baja, por ahora solo estamos centrados en subir y subir.
Del sol que picaba tanto en San Mateu hemos pasado al de Morella, que muerde entre rachas de viento. La tarde se viene rápida y las sombras con ella, pero todavía es una buena hora para ver castillos.
Tengo un sueño recurrente que a veces creo que es pesadilla, y aunque odio narrar los sueños contaré que en él estoy en el foso de un castillo. Es, sin duda, el foso del castillo de Morella, pero no sé por qué, porque no recuerdo haber estado aquí ni haberlo visto nunca en fotos, sí de lejos muchas veces, con la vista que le caracteriza y le hace único, pero no dentro. No en él.
El castillo de Morella se ve casi desde el Mediterráneo. Y la vista desde arriba, a 1070 m, es imponente. Qué vida tan vida larga la de este sitio, cuántas batallas, cuántos moradores ilustres, cuántas historias.
El viento frío y la incipiente falta de luz nos hacen pensar en ir bajando. Vuelvo a recorrer el foso, que no es foso sino una especie de paseo perimetral en dos alturas, y lo que veo, y siento, coincide con mi sueño. El cañón, que debe ser de época carlista, hace que componga finalmente el paño mental perdido, aunque todavía sigue siendo una imagen con mucho vaho. Supongo que se irá desvelando día a día, y entre los farallones rocosos y las amplias vistas de todos los montes de alrededor, que parecen vistas marinas, el sueño y la realidad se lograrán fundir.
«¡Qué perspectiva la de esta almenara de las sierras!, Los montes que la rodean parecen oleadas de un mar tempestuoso que en lo más recio de la borrasca hubieran quedado petrificadas”, dejó escrito Teodoro Llorente en 1887.
Terminaremos el viaje de 24 horas como lo habíamos empezado, acordándonos de Jaime I, de los musulmanes y de los moriscos, a los que añadimos ahora las batallas que ha protagonizado este castillo. La vuelta la haremos por Alcañiz, ya que si bajamos a Zorita para atravesar el desfiladero del Bergantes se nos echará la noche.
Belleza y despoblación, o belleza de la despoblación. Hacemos el viaje pensando en la cantidad de cosas que hemos visto y no hemos sabido interpretar y en las muchísimas otras que no hemos visto porque no tenemos capacidad para verlas, aunque en silencio, intuimos que todo está conectado. Ya dijo Marco Aurelio que “el tiempo es un río, y una corriente impetuosa de acontecimientos”.