No fue en Ainielle, fue en Susín. Un abandonado, casi despoblado, que mira, desde un altiplano, hacia el Sobrepuerto y el Serrablo bajo la falda del monte Oturia, a pocos kilómetros de Oliván.
“Lentamente, las horas van pasando y la lluvia amarilla va borrando la sombra del tejado de Bescós y el círculo infinito de la luna. Es la misma de todos los otoños. La misma que sepulta las casas y las tumbas. La que envejece a los hombres. La que destruye poco a poco sus rostros y sus cartas y sus fotografías. La misma que una noche, junto al río, entró en mi alma para no volver ya nunca a abandonarme el resto de los días de mi vida”, Julio Llamazares, La lluvia amarilla.
La pared de una borda semirrehabilitada hace de escenario. Las sombras de las acacias y de los actores se proyectan entre el sonido, casi rugido, del viento. Es la noche de un día caluroso, pero la tormenta se ve a lo lejos, y las nubes cubren y descubren las estrellas y la luna, que está muy redonda, casi perfecta de redondez. La naturaleza parece prehistórica en medio del abandono del valle y de la pista que conduce hasta el pueblo. La vista se pierde entre la pobladísima sierra y el horizonte dibujado en picos y formas suaves. Todo está cubierto de un manto blanco que poco a poco va volviéndose gris.
Hemos subido caminando hasta aquí. La organización mandó ayer un correo informando de la posibilidad de llegar hasta Susín, arriba, en una mesetita, por sendas, si preferiríamos hacerlo así, sin coger la pista acondicionada para vehículos. Y a ello nos ponemos. A mitad de camino somos conscientes de que nos hemos dejado la cena y las cervezas en el coche, y decidimos que algunos desanden lo andado y el resto continuamos ascendiendo. El camino está poblado de hierbajos, matorral y bosque, y se comporta como un invernadero en el intenso calor de la tarde. Vamos sudando. Un jabalí pasa por delante y nos damos un susto de muerte: los jabalís son muy grandes. Supongo que él se asusta más, ya que nosotros somos aquí los extranjeros, no obstante, apuramos la marcha deseando ver, por fin, la primera construcción que indica que hemos llegado a Susín.
Una tarde de hace unos años intenté ir a Susín (o venir), también desde Oliván, hasta donde habíamos llegado en coche, pero las condiciones no eran las mejores. Solo se podía ir a pie, nos dijeron, o con un todoterreno, porque la pista estaba bastante destrozada por las últimas lluvias. Como mi acompañante no estaba en condiciones de caminar demasiado en ese momento pensé, pensamos, forzar los acontecimientos y, aunque sin todoterreno y sin la seguridad de conseguir llegar, internarnos un rato por el camino a ver qué pasaba. Pero habló el yo maduro y sensato y lo dejamos estar. Recuerdo que nos sentamos en un poyo, al sol, e hice una foto que aún guarda, una foto que no es demasiado nítida; siempre parecía antigua, como empolvada. Me acordaré de ella más tarde, mientras escuchamos a Ricardo Joven en el intenso monólogo de la Lluvia amarilla y me parecerá que el habitante de esa foto borrosa guarda una relación íntima con el último habitante de Ainielle. No podré evitar, cuando empiece a caer la noche, con su rugido de viento aullando por todas partes, dejarme llevar por un paralelismo lírico entre ambos. Un pelín triste.
Pensaré también que fue una pena no haberme aventurado en ese momento por la pista en mal estado, porque seguro que hubiéramos llegado hasta Susín, lo hubiéramos descubierto y caminado, habríamos sido felices, despacio, en Susín, esa tarde de sol recorriendo el camino que va desde la iglesia de Santa Eulalia hasta la casa que se asoma, que casi se precipita, hacia el Sobrepuerto mientras admirábamos las maravillosas pardinas que se extienden más allá de los muros de piedra seca que tanto esfuerzo costó levantar. Habríamos caminado en silencio, porque el silencio define este paisaje. Y a mí me gusta estar en silencio. Me gustan muchos los paisajes que no requieren de la palabra porque no es necesaria, porque lo que es se ve, se siente y te inunda. Y no hace falta nada más.
El amor y el abandono son silencio, de los mudos; no pueden emitir ningún sonido porque son privados de la facultad de hablar, algo que resulta todavía más profundo que el silencio en sí. Y estoy segura de que lo que se va también es parte del silencio. No vuelven los momentos, ni los pueblos, ni las personas. La selva se instala en las laderas, en los montes, las casas se llenan de hierbas y matojos, los árboles se desparraman y se vuelven gigantes, también mudos, mientras en nuestro interior necesitamos podar los restos de los jardines que hemos construido para continuar así. más limpios y con menos peso, porque no somos tan resistentes como los paisajes y la carga de lo recogido debe resultar liviana para no partirte el espinazo.
Julio llamazares, después de la representación de su obra, habló de aquelarre. Fue una noche de estrellas y luna entre nubes de tormenta. El rugido del viento se colaba por los micrófonos mientras los bultos negros de las acacias y de los actores se compactaban y se regresaban sólidos sobre la pared-escenario de esa borda que todavía resiste.
Magnífico Ricardo Joven en un gran monólogo que habla de la vida y la soledad, y también de la amargura, el amor y el olvido de Andrés, de Casa Sosa, el último habitante de Ainielle, un despoblado del Sobrepuerto a dos horas de camino de aquí y que ahora es solo vacío y sombras entre vegetación y jabalís.
El tiempo ofreció una tregua para que Ricardo Joven terminara de contarnos la historia de Andrés. Después nos desparramamos sobrecogidos por las praderas mientras buscábamos los coches, porque era muy tarde y teníamos que volver hasta Oliván por la pista, que estaba, como hace años, bastante descuidada, y la tormenta no podía tardar demasiado. Bajamos en hilera, lentamente, parecíamos una larga oruga mutada a luciérnaga, unos detrás de otros, a muy poca distancia, protegiéndonos de la soledad del valle. Después, llovió una gran lluvia amarilla. Me pareció que habíamos cruzado un portal que nos había llevado a otro tiempo.
Representación en Susín de La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, 20 de julio de 2024
Festival Sonna
“Cuando lleguen a lo alto de Sobrepuerto estará, seguramente, comenzando a anochecer. Cuando vengan a Ainielle, será para encontrarme”, Julio Llamazares, La lluvia amarilla-
-Elena Parra-