Dos veces he estado en Mezalocha en 2019, que ya es año pasado. Dos veces, que con esta harán tres, las que he acabado en este pantano sin pretender llegar a él; sí a lugares cercanos, pero que no tenían a Mezalocha como destino final. Cambios en el proceso con los que se obtienen resultados diferentes, porque un sitio te lleva a otro sitio, y ya se dice que el camino es lo que importa, y no adónde te lleva.
Las coordenadas de nuestro paseo de hoy son
Latitud 41° 25′ 24.7″ N
Longitud 1° 04′ 38.9″ W
He estado aquí con temporal de viento y sobre gélidas capas de escarcha blanca que daban la sensación de que la tierra roja se había queda inmóvil, paralizada. También en pleno auge del periodo canicular, terminando el mes de julio. Por detallar más y situarme a mí misma en medio de esta historia, una vez vine sola y las otras dos lo he hecho acompañada, además de por Chip, por distintas personas de diferentes sexos y condiciones. Variaciones de un viaje. Combinatoria con perruchi como elemento fijo.
Toda una sorpresa la vista de la antigua presa, que se oculta detrás de una fractura en el terreno; el embalse parece encerrado entre paredes calizas; es un lugar recoleto, casi íntimo, medible con la mirada, armonioso. Por el otro lado, y con la Huerva como frontera, el paisaje se abre a la estepa. Honda emoción, de esa que llega desde las tripas, entre el agua y su falta, entre lo plano y lo escarpado, entre la huerta y el baldío.
El nivel del pantano varía en cada estación. Y el espacio cambia completamente en función de lo lleno o vacío del vaso. El camino que recorre el Huerva, desde las Torcas hasta aquí, altera la densidad del agua. La luz también afecta al color, reflejando como un arco iris emborronado desde el turquesa en la primavera a los rojizos oscuros en invierno. Hoy, con el cielo plomizo, se ha transformado en un pozo de agua negra.
Las paredes calcáreas que rodean el embalse de Mezalocha también parecen hoy más oscuras, como si estuvieran más lavadas y erosionadas que otras veces. Será el frío, o el viento, que empieza a encañonarse en este pequeño corredor geológico, en esta mini depresión que es el hueco del agua, la bañera del pantano. La verticalidad fragmentada de la Peña del Moro, con varias vías abiertas ahora, fue el lugar en el que Rabadá y Navarro se iniciaron en la escalada. Una placa colocada en 2013 en el camino del pueblo al embalse los recuerda. La vista hacia las muelas y paredes rojizas, en el curso de la Huerva camino hacia las Torcas, impresiona. Huecos, alturas, colores y cortes caprichosos modelados por el tiempo. La vista hacia el otro lado, al valle abierto, con capas de yesos y margas, también. El primero, recogido, contenido; el otro, inmenso.
La presa de Mezalocha, construida sobre el cauce del Huerva, es una de las más antiguas de Aragón; fue terminada en el año 1731. Aguas arriba, el embalse de las Torcas, del que el de Mezalocha actúa como reservorio. Una güerbada, una crecida del Huerva en 1766, produjo la rotura de la pared de la presa, parece que por un fallo de medición, dando lugar a una avenida que arrasó el valle; sus efectos se sintieron hasta Zaragoza. En la ermita de la Virgen de la Fuente, en Muel, hay una marca del agua a un metro setenta que da fe de los destrozos. Cuando se rehabilitó la ermita tras la crecida, Goya se encargó de pintar las cuatro pechinas, que no se ven demasiado bien porque una reja actúa de cortapisas visual en el pequeño ábside en el que se asientan. Quedan encerradas por una preciosa combinación de diferentes baldosas de cerámica con flores y grecas, desvaída de color y de tacto suave. Da la casualidad de que la ermita está construida sobre otra presa, en este caso, romana. Muchas presas en la historia de la Huerva.
La actual pared la reconstruyó en 1906 el Sindicato de Riegos de Mezalocha. Tras más de un siglo de existencia leo que debe haber problemas con el plan de seguridad del embalse debido a que el sindicato no puede hacerse cargo de sus costes: hay menos regantes debido al crecimiento demográfico de los pueblos situados aguas abajo. En la última visita, la del verano, el embalse estaba casi vacío, hoy, está lleno: caramullau, se dice por aquí.
Dos sendas abrazan al pantano; una conduce al mirador del Hocino (o pequeña hoz), bajo los farallones rocosos que forman la Peña de Moro. Para coger la otra hay que pasar por una pequeña escalerita de caracol por la que se accede hasta la pared de la presa con una vista privilegiada a las profundidades del barranco. Retamas elegantes que ondean, tomillo, romero y espino negro.
Paseo espartano el de hoy, en el que la climatología se ha ajustado a las previsiones: a media mañana el viento empezaba a levantar olas colosales en el agua y casi no se podía caminar por las riberas. Eolo empujando tanto que casi cortaba la respiración. En su viaje ha oscurecido el horizonte. Chip ha estado a punto de salir volando.
Cercan el pantano las muelas de yeso de la Plana de Zaragoza. En esta tierra dura los trozos de alabastro resplandecen como espejos. Alabastros que cristalizan en bolos o que lo hacen en estratos. Cada paso pisa un sulfato cálcico hidratado compactado de forma diferente. Piedras de yeso, solubles al agua. El suelo brilla cuando le da el sol.
Paseo final rumbo a María, Cadrete y Santa Fe. Lo que se ve desde la Plana, a lo lejos, son los montes que nos delimitan. De cerca, y hacia el llano, menos huerta y un espacio geográfico desordenado y que podríamos llamar feo. Hacia el horizonte, si subes la mirada, no hay límite entre lo más cercano a los hombres -y las mujeres- y lo más lejano a ellos.
La vuelta a Zaragoza la hacemos entre camiones y nuevas construcciones. Los polígonos industriales del desarrollismo van a terminar engullidos entre adosados y urbanizaciones. Menos huertas, menos regantes, diferentes usos para el agua de Mezalocha.