Para el paseo de esta tarde, corta de luz y ancha de frío, hemos abandonado el valle del Ebro, los paisajes áridos y los sotos de ribera y nos hemos trasladado a latitudes más altas y más frías. Las coordenadas del punto de inicio de este itinerario no hablan idiomas, pero sí que recogen el rumor de los arroyos que bajan al valle y el baile de las hojas de las hayas y a ninguno de los dos les supone impedimento habitar en francés o en español, ya que solo se saben moradores de bosques híbridos, húmedos, internacionales y transfronterizos, todo a la vez. Hoy nos vamos a perder por lugares que tienen que ver con el origen de Aragón, si es que la historia de un lugar, de un reino, o de un país, puede resumirse en unas coordenadas geográficas concretas que aprietan demasiado el cinto, el fuste, la cintura. Nos van más los capiteles y los cimientos, los suelos empedrados, hechos con cantos rodados de arroyos montañeros y que son la antesala al calor en muchas casas de por aquí. Estamos en el lugar de Abi y nos imaginamos a canteros, escultores y talladores viajeros y desconocidos trasladando las semillas de su sabiduría allá por donde fuera que fueren.
Eso sí, seguimos en este Aragón de los mapas. Tal y como ha resultado tras las idas y venidas de la historia estos son nuestros limes y puestos a hablar de lugares, por qué contar cosas de otros cuando estos nos son más próximos y aun así los desconocemos tanto.
Nuestras coordenadas son
42°43’56.8″N y 0°35’37.5″W
Y estamos en medio de un bosque.
Hace unos días, en la emisora, leímos un poema de Anna Ajmátova. Un descubrimiento, para todos su persona, sus escritos y su vida: difícil desligar unos de otros. Ajmátova. Así, con j. Llamé a Elena, mi amiga rusa, para preguntarle cómo se pronunciaba ese nombre, y se emocionó. Los rusos y su emoción. Nos mandó un mensaje de preciosa voz en el que nos contaba que este grupo de poetas eran sus preferidos y que Anna Ajmátova era una de las mejores poetas rusas. Pasamos mucho rato leyendo a Ajmátova, de soltera Gorenko, nacida cerca de Odessa en 1889 y una de las principales representantes del movimiento acmeísta, grupo de poetas que reclaman, a principio del siglo XX, un lenguaje claro y sobrio frente al más oscuro y metafórico de los simbolistas. Acmé, viene del griego, y significa «apogeo», «cumbre», «madurez”.
Esa tarde investigamos la hondura abismal y la fortaleza de Anna, que no quiso exilarse, que se casó tres veces y sus tres maridos sufrieron persecución, algunos incluso la muerte, y cuyo único hijo, Lev, fue deportado en dos ocasiones a Siberia debido a los escritos y actividad de su madre; una poeta que llegaría a estar nominada al Nobel…. Joseph Brodsky la definió así:
“Su sola mirada te cortaba el aliento. Alta, de pelo oscuro, morena, esbelta y ágil, con los ojos verdosos de un tigre polar (…)”.
Leemos en unos versos de su poema La tierra natal:
No la llevamos en oscuros amuletos,
Ni escribimos arrebatados suspiros sobre ella,
No perturba nuestro amargo sueño,
Ni nos parece el paraíso prometido.
En nuestra alma no la convertimos
En objeto que se compra o se vende.
Sí, para nosotros es tierra en los zapatos.
Sí, para nosotros es piedra entre los dientes.
Y molemos, arrancamos, aplastamos
Esa tierra que con nada se mezcla.
Queríamos conocer el bosque de Abi, pero la meteo avisaba de un fin de semana de lluvia terca e intensa. Desde el viernes hasta el lunes. Todo el rato. Casi intimidaba ver en las gráficas las líneas de temperaturas en caída libre. Viajamos predispuestos a entrar de lleno en el cambio de estación; a pasar, por fin, un poco de frío tras un largo y tórrido verano de casi seis meses. Pero el viernes por la noche no llovía ni hacía frío, y el sábado amaneció parecido: nubes densas y ambiente templado. Los rayos del sol cruzaban vacilantes a través de masas grises que invadían todos los horizontes, pero llegaban, aunque un poco tibios y temblorosos. Debíamos ir hasta Abi, visitar senderos, cueva y hayedo y no dejarlo para el domingo, ya que los iconos de los rayos y los truenos en los pronósticos daban bastante más miedo.
Buscando Abi en internet y había encontrado una aldea que pertenece al municipio de Seiro, en la Ribagorza. Pero no era esa la Abi que quería. Encontré también muchas entradas sobre la cueva de Abi, los senderos de Abi, la pasarela o puente de Abi y los hayedos de Abi, situados al final del valle de Aísa, casi en confluencia con el del Igüer. Desde Jaca, por carretera del Solano siguiendo el río Estarrún (una vez que dejas el valle del Lubierre) y continuando –siempre por carretera- por el camino de la Marguera; es fácil: sales de Jaca en dirección a Aísa y todo recto; una preciosa carretera sin rayas, señales ni personas. Algún pueblito, muchos pinos, álamos, acebos y bojes y al final, las hayas de Abi. El lugar de Abi. Quizá un vasquismo que se ha quedado replegado en este lugar, haciendo caso omiso a las fronteras de los hombres y los bordes aristosos de los países y de las lenguas.
Describir este sitio de Abi… es difícil. Tienes que ir y sentirte dentro de él. Debajo de las hayas. Cobijado por siglos de naturaleza libre.
No llovió al final. No cayó ni una gota. Hay que dejar el coche después de un corto desvío y atravesar una pasarela de madera de las que Prames y Sarga están instalando en lugares recónditos. Llegas entonces sin previa preparación mental a un lugar de esos que solo existen en los sueños. Oscuro, acogedor y húmedo, con gotas que te llegan de todas partes. Solo se oye el río -el Estarrún- y las hojas que crujen. Te paras. Escuchas, casi sin respirar. Miras alrededor. Un puto punto de inflexión: las rocas negras por el agua, musgo, líquenes y hojas. Los altísimos troncos y las hojas de las hayas que se disponen en hileras y te envuelven en abanico. Algunas verdes, otras naranjas. Muy pocas, rojas. Falta todavía un poco para la superexplosión de colores.
Un cartelito de la Red Natural de Aragón te dice que estás en el área recreativa de Abi. Senderos y cueva. Abi, el pareje de Abi, sobrecoge. Y te quedará llegar hasta las cuevas y el collado. Una vez arriba, «cresteando», como indica la señalización, «se abandona el hayedo y se abre una extensa pradera repleta de luminosidad con excelentes vistas del valle del Estarrún: estamos en los Llanos de Abi». Al fondo, entre la boira, la inmensa roca negruzca del Aspe, contrafuerte del valle de Aísa, protege este sitio mágico de Abi.
Por la noche, cuando llegué a casa, me llamó una amiga que comparte nombre con este lugar, Abi, también con b. Hacía mucho tiempo que no hablábamos y el motivo fue de los desagradables, dentro del ránkin, el peor. Llamó Abi el día que visité Abi, y pienso en la sincronicidad de Jung: sucesos que pasan a la vez, pero que ni están relacionados ni son causa uno del otro. Aparecen juntos de repente, los conectan su temporalidad y su contenido. Sin más. Una llamada de la selva, o de ultratumba, una especie de señal del universo. André Breton hablaba del azar objetivo: lo que el mundo ofrece y el significado que cada uno le da.
El bosque primero y después, la llamada, que hablaba de alguien muy querido que se había ido. La voz de las hayas, la de mi amiga, y las palabaras de Anna, la poeta rusa, convergieron en el hayedo de Abi un día húmedo de otoño persiguiendo a Chip entre un río crecido sin hacer caso del puente de madera que nos hubiera permitido cruzar sin riesgo. Llegar… no se sabe a dónde, pero llegar. Casi todo es accesible ahora. Pienso en los derechos de las hayas de este bosque y de su pradera a estar ocultos por los líquenes mojados; en las piedras y en cómo hollan el paraje y compiten con otro lugar que guardo muy protegido y muy adentro y que llamé hace mucho el bosque encantado. También con musgo tierno, piedras y matorral apretado.
El día que estuve en Abi fue un día húmedo. La noche de Abi también fue húmeda. El Estarrún y las hayas hablaban con palabras que parecían surgir del gascón bearnés, lengua occitana de los territorios que circundan el bosque. Alguna palabra en español, y otras en francés, se colaban azarosas entre el agua fría del arroyo. Y también otras, con raíces euskéricas, que saben a tierra y piedras húmedas y a calor de una lumbre antigua que protegía a pastores y rebaños en el interior de estas cuevas. Me parece que es la tierra de la que habla Anna Ajmátova:
Pero en ella yacemos y somos ella,
Y por eso, dichosos, la llamamos nuestra.
Un pensamiento sobre “Caminar, mirar, contar – 3 – Los bosques de Abi”
muy bueno Elena. Como siempre