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Caminar, mirar, contar – 1 – Cae la noche sobre la ciudad

4 octubre, 2019 - Arte y paisaje sonoros
Caminar, mirar, contar – 1 – Cae la noche sobre la ciudad

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Primer paseo: Cae la noche sobre la ciudad

 

41grados, 39 minutos y 29 segundos Norte
0 grados, 52 minutos y 5 segundos Oeste.

 

Estas son las coordenadas geográficas del punto de inicio de nuestro itinerario, que os daremos en cada paseo. Es una forma de bajar a la realidad, porque este paseo existe, aunque también podría ser completamente imaginario.

 

 

Esto de las coordenadas geográficas es un sistema que referencia cualquier punto de la superficie terrestre y que utiliza para ello dos ejes angulares, latitud (latitud norte o sur) y longitud (longitud este u oeste),
La etimología, la procedencia, de las palabras latitud y longitud es latina, que era la lengua científica que se utilizaba en las universidades medievales, y ambos vocablos tienen que ver con una visión antropomórfica de la tierra, esto es, cuando imaginaban a la Tierra con forma humana, con una persona puesta de pie
La cabeza era el norte, donde se ubicaba la cultura y el lenguaje, La cabeza está arriba, y el sur está más abajo que la cabeza.
La longitud hablaba de la estatura de la Tierra (longus en latín) y se identifica con los meridianos, las líneas imaginarias que van de polo a polo; la latitud es el ancho (latus en latín) del planeta, esos cinturones, también imaginarios, que cortan la tierra y van paralelos unos a otros.

Este lugar donde se inicia el paseo es un lugar sin nombre, que parte de un puente y llega a una desembocadura. Pasa por un barrio que comparte habitantes autóctonos con nuevos habitantes, que atraviesa un parque y roza una ribera. Paralelo, un poco más alto, como en el pico de una mota que ya no es mota porque ha ido perdiendo su sentido de detener o contener el agua del río, un carril bici por el que circulan todo tipo de vehículos que no son automóviles. Los habitantes nuevos son más jóvenes y más habladores, tienen niños, carritos de la compra y bicicletas. Se ríen más; En la ribera se escucha ruido de agua. Parece que nunca pase nada. Pero pasan cosas continuamente.

Este murmullo del agua fluyendo nos recuerda un haiku, uno de los más conocidos de Basho, poeta japonés de finales del siglo XVII, que os leemos en la traducción de Octavio Paz.

Un viejo estanque
Salta una rana
Ruido de agua

Un haiku es breve, pero es intenso. Tres frases que nos hablan de las estaciones, de la naturaleza, de la vida cotidiana en las ciudades o en los caminos. Un poema que transmite la emoción que sentimos al contemplar algo. Lo que queremos que tú sientas cuando nos escuches; la emoción de sentir que la vida se ilumina y se llena de sentido.

Las luces tan tibias de la ciudad endeudada se van encendiendo. Poco a poco. Pocos vatios. Bombillas naranjas de bajo consumo. Las torres mudéjares izan sus remates barrocos, sus terminaciones metálicas, sus pináculos andalusíes entre una ligera bruma. Aparecen altivas y se diferencian claramente entre la línea de tejados; un skyline particular, condensado y solitario.
La ciudad desde aquí parece Florencia, y el río, el Arno. Los leones de Paco Rallo, imperturbables, dan la espalda al río, al puente y a los remolinos tumultuosos testigos de leyendas urbanas siniestras. Una sorpresa: son cuatro los leones sobre el puente, dos en la entrada y dos en la salida, o dos al final y dos al principio. Te das cuenta si miras hacia arriba y no hacia abajo.
Remeros y piragüistas entrenan incansables por debajo de todos los puentes, que a esta hora van iluminando sus arcadas. Remeros y piragüistas. Cada uno disputando su trozo de cauce; el volumen de cada uno es diferente: unos necesitan más espacio para moverse, mientras que los otros se cuelan hábilmente entre las embarcaciones más grandes. Es algo que discurre en armonía.

Remar bajo los puentes y rozar los restos de palacios renacentistas y neoclásicos y torres mudéjares. Un K-4 da la vuelta muy cerca, bajo los leones, rozando con las espirales que provoca en el agua los carrizos y a unas aves blancas que no sé qué son, quizá garcetas porque no son muy grandes. El K-4 es azul y brilla como una piedra preciosa en este atardecer dorado y ventoso.

Cae la noche sobre la ciudad.

Los perros y sus dueños se pasean a esta hora de forma biunívoca por los senderos que rodean, y arropan, el río. Me encuentro con la dueña de Moro, un perro ratonero que estaba enfermo hace meses, acompañada por tres perros y un carrito en el que no sé si hay otro perro más o un niño. Hay quien lleva perros en carros de bebés. Moro murió, me cuenta, pero adoptó otro igual: «es de la misma quinta», dice. Es muy parecido: grande y bastante hermoso y gordo para su raza, está castrado, «y me he quedado con el de mi hermana, que no lo quería». Varios de los que la pasean son de la misma raza que el mío, casi la única que reconozco.
Sigo camino mirando la luna que acaba de salir y me acuerdo de un día en el que mi padre leía la Biblia a mi perro. Sentado en su mecedora, encolada y recosida mil veces, le leía un pasaje, no sé cuál, porque cuando entré se calló. Me miró, sonriendo: «Le cuento lo del cielo de los perros, para que cuando vaya sepa de qué va».
El perro lo miraba fijamente con las dos patas delanteras apoyadas en sus rodillas. Atento. Hacía calor de calefacción y estaban los dos muy guapos. «Genial», le dije. Y me fui. Me pareció muy íntimo.

Río denso y plano, sin una sola ola, sin un solo remolino. No hace viento. El azud, con las compuertas abajo desde hace un par de días, permite que la lámina de agua -qué bonito eso de la lámina, palabra y concepto- rellene el vaso y que el agua se compacte poco a poco y supere los límites que marcan las piedras y la vegetación.

Paseo urbano por sendero y entre bosque de ribera. El horizonte cae a peso sobre la ciudad. Las nubes son de color naranja. La luna está pequeña, una pequeña luna mudéjar.
Al perro no le afectan las condiciones climatológicas. Le gusta meterse en el agua hasta cuando está helada. El paseo incluye bañarse tantas veces como sea posible, incluso cuando el río baja tumultuoso y cabreado debido a las lluvias en cabecera o al deshielo. El tiempo horario se ha quedado en casa, solo nos afecta el atmosférico, por lo menos a mí.
Nos acercamos hacia el río cada vez que el follaje nos hace un hueco. Los tamarices están marrones, hasta febrero no florecerán. Sus pequeñas hojas sostienen multitud de gotas pero no tienen todavía la textura del terciopelo. Están como ajadas. Secas. Nítidas. Cuando florecen parece que salen de una pequeña pintura japonesa, una confusión de pinceladas mínimas, dan la sensación de componer un tejido cálido y acogedor. Me gustan mucho los tamarices; su floración presagia la llegada de la primavera y la luz que alarga el día.
Perro va y viene; saca del río una piedra detrás de otra y las dispone junto a mí, formando lo que me recuerda un ara, un altar: sé que son regalos. Regalos mojados, con moho y de todos los tamaños.
Por el camino hay algún ciprés que marca la ruta a seguir, como lo haría con los antiguos caminantes. Nos orienta para que no nos perdamos. Son señales en la selva. Un lenguaje que no está escrito, que solamente se ve si se sabe qué mirar.

Pienso, mientras rodeo los cipreses y emprendo el camino de vuelta, que que quizá no haya camino y que nos empeñamos en encontrar una senda, unas guías o unas líneas –de nubes, de piedras, de trazos- que no existen. Cada existencia es una y única, y todo permanece abierto y a la espera de ser visto. A la espera de ser visto y descubierto.

Terminamos este primer paseo con una cita de Eduardo Martínez de Pisón, al que os recomendamos si no habéis leído. Geógrafo apasionado y magnífico descubridor, y describidor, de lo que le rodea. Es un trocito de un texto que se llama Saber ver el paisaje.
“A veces no es fácil evitar perderse en lo excesivo, en los dos infinitos pascalianos de lo grande y lo pequeño, lo infinitamente ampliable y lo infinitamente divisible: el paisaje es quizá una regla entre la extrema distancia y la demasiada proximidad al objeto. Para no entrar en esquematismos, viene a cuento aquella recomendación de Juan Ramón Jiménez: si te dan papel rayado, escribe en otro lugar. Es, pues, un reto al talento más que a las recetas.
Decían los griegos y latinos que los hombres de talento se suelen volver melancólicos: es el único riesgo».

 

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