Además de una banda sonora original y una música –clásica o popular-, las películas de Buñuel están pobladas por una serie de sonidos recurrentes que forman parte orgánica de los distintos filmes, del mismo modo que las historias, los personajes, los animales, los escenarios o los objetos.
Obligado parece señalar en primer término el sonido de los tambores de Calanda.
No insistiremos demasiado en él. En cualquier caso, siempre aparece en momentos de crisis personal, constituyen algo así como un redoble de conciencia, parafraseando el título de Blas de Otero. Nos remiten a lo más profundo del ser, al latido salvaje. Quizá, los dos filmes en que su utilización es más destacada son Nazarín y Simón del desierto.
En ambos cumple idéntica función pero es en el primero de ellos donde, creemos, alcanza mayor intensidad emocional. En este filme es el sonido que cierra la película.
El proceso personal de Nazarín es muy similar al que hemos visto en el personaje de Viridiana: el del desmoronamiento de unas convicciones cristianas y la aceptación de que no existe una instancia moral superior a lo humano. Esta evolución, en un sacerdote como es al fin y al cabo Nazarín, resulta especialmente dolorosa. Supone el derrumbe de su confianza en la institución de la Iglesia que, a fin de cuentas y contraviniendo el mensaje original cristiano, aprueba su detención y su aislamiento del resto de las personas. Pues bien, ese derrumbe, esa demolición, viene marcado por el sonido hondo, lacerante y, al mismo tiempo, purificador, de los tambores de Calanda.
Como señala Agustín Sánchez Vidal en El mundo de Buñuel (dicho sea entre paréntesis: siempre que se habla del cine de Buñuel se acaba citando a quien, sin ningún género de dudas, ha sido su más conspicuo estudioso), otro de los motivos sonoros recurrentes en su filmografía es el de la locomotora. El propio Sánchez Vidal abunda en su tipología: “Las hay que traquetean asmáticas como si la energía psíquica de alguna convicción se abriera paso trabajosamente en la conciencia de algún personaje. Así sucede en El bruto, cuando Pedro Armendáriz entra en casa de Meche huyendo de sus perseguidores (…) Otras jadean de forma casi masturbatoria tal la que se oye en Ensayo de un crimen mientras Archibaldo descubre que Carlota le engaña con Alejandro (…)
En algún caso proceden del sonido ambiente pero actúan en momentos muy determinados, como la que subraya la angustia y el primer ataque de celos de Francisco en Él, a bordo de un coche cama en el que los recién casados se van a pasar su luna de miel en Guanajuato (…)
La del Diario de una camarera que acompaña a la violación de la niña Clara viene a cumplir el papel de un grito”.
Finalmente, “en el arranque de Tristana, Saturno juega al fútbol con sus compañeros sordomudos. Un extraño silencio arropa el juego que se ve interrumpido por la bofetada que Saturno propina a un contrincante. En ese momento, sobre el fondo del traqueteo de un tren que ha ido subiendo de volumen, la locomotora silba acompañando el impacto.”
Otro sonido especial es el de la cajita de música de Ensayo de un crimen. Seguimos las palabras de Agustín Sánchez Vidal: “La película se inicia en los días de la revolución mexicana de 1910. El niño Archibaldo de la Cruz se prueba el corsé de su mamá mientras suena una cajita de música que, según su mamá, permite librarse de quienes uno aborrece. El niño ensaya con una institutriz, que cae muerta por el impacto de una bala perdida procedente de la calle donde los revolucionarios ganan posiciones. En el suelo, la mujer ofrece a los ojos fascinados de Archibaldo sus muslos con ligueros, lo que le lleva a descubrir simultáneamente el erotismo y la muerte”. Este es el inicio de una vida en la que deseo homicida y realidad convergen extrañamente: siente deseos de matar a una monja y ésta, huyendo despavorida, cae por el hueco de un ascensor; desea matar a la frívola Patricia y al día siguiente se entera de que ésta se ha suicidado… Por cierto: desea quemar Archibaldo en su horno de ceramista a la modelo Lavinia y cuando está a punto de lograrlo unos turistas irrumpen en su casa…con lo que ha de desistir en su intento y debe conformarse con la cremación de una figura de cera que reproduce exactamente a la citada modelo. El film acaba cuando Archibaldo arroja al agua la cajita de música, lo que no deja de ser un burlesco signo de la superación de su pulsión homicida. Pues bien: lo alucinante del asunto es que la actriz que encarna a Lavinia (Miroslava Stern) falleció al poco rodarse la película.
Poderoso atractivo tienen los cascabeles del landó de Belle de jour.
Suenan en tres momentos del filme: al comienzo, en la mitad exacta y al final.
En todos esos momentos crean una atmósfera de ensoñación que se aviene perfectamente con la personalidad de la protagonista, la burguesa Severine, mujer frígida encorsetada en una relación convencional (idéntica por cierto a la de la pareja del final de Un chien andalou) que vive libremente su sexualidad en ensoñaciones.
Queremos terminar con unas palabras del propio Buñuel a propósito de los sonidos empleados en el final de El fantasma de la libertad: “A mi juicio, es lo mejor de la película. La cabeza de esa avestruz, su mirada extraña y casi femenina, con las pestañas rizadas y el fondo sonoro, campanadas, disparos, gritos. Es perturbador”. Perturbador, en efecto, ese zoom final de la cámara sobre la cabeza del avestruz cuya mirada nos absorbe, nos captura, nos extraña, nos enajena…nos regresa a una elementalidad zoológica, primigenia, desde la que gritos, explosiones, cañonazos, toques a rebato, tañidos de campanas…, son la manifestación caótica y rabiosa de un mundo humano remoto e incomprensible.
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